Después del desayuno, Claude informó al cuartel general y habló con uno de los oficiales del Estado Mayor. Le habían dicho que tendría que esperar hasta el día siguiente para ver al coronel James, que había sido llamado para ir a París a una conferencia general. Había salido en su coche a las cuatro de la mañana de ese mismo día, en respuesta a un mensaje telefónico.
—No hay mucho que hacer aquí, a modo de entretenimiento —dijo el comandante—. Ponen una película esta noche y pueden pedir lo que quieran en el estaminet, la cafetería de la plaza, frente al tanque de los ingleses, es el mejor. Hay un par de francesas agradables en el barracón de la Cruz Roja, en lo alto de la colina, en el antiguo jardín del convento. Intentan cuidar de la población civil y tenemos buenas relaciones con ellas. Hacemos llegar sus suministros junto con los nuestros y el intendente tiene órdenes de ayudarlas cuando se les estén acabando. Puede subir y hacerles una visita, hablan inglés perfectamente.
Claude preguntó si podría presentarse allí para verlas sin ningún tipo de presentación.
—¡Oh, sí, están acostumbradas a nosotros! Le daré una tarjeta de Mademoiselle Olive, no obstante. Es una amiga mía especial. Aquí tiene: «Mademoiselle Olive de Courcy, le presento a… etc.», y como comprenderá —aquí subió la vista y miró a Claude de los pies a la cabeza—, es una perfecta dama.
Incluso con una tarjeta de presentación, Claude no estaba seguro de si debía visitar a estas damas. Quizá no les gustaban los americanos, siempre temía conocer personas francesas a las que no les gustasen los americanos. Les ocurría más o menos lo mismo a la mayoría de los tipos de su batallón, según había sabido: tenían un miedo terrible a no ser aceptados. Y en el momento en que sentían que no eran aceptados, se apresuraban a comportarse tan mal como fuera posible, para merecerlo, así no tenían la sensación de haber sido engañados, ¡posiblemente el peor sentimiento que un soldado de infantería puede albergar!
Claude pensó que iría a dar un paseo por allí para ver el pueblo un poco. Había sido tomado por los alemanes en el otoño de 1914, después de retirarse del Marne, y lo habían mantenido hasta hacía más o menos un año, cuando fue recuperado por los ingleses y los Chasseurs d’Alpins[37]. Habían sido capaces de reducir y sacar a los alemanes, simplemente derribándolos con artillería; no quedó ni un edificio en pie.
Las ruinas eran horribles y no había nada más, pensaba Claude mientras recorría los caminos que transcurrían a través de pilas de ladrillos y yeso. No había nada pintoresco en todo esto, como sí lo había en las fotos de guerra que uno veía en casa. Un ciclón o un incendio podían haber causado un destrozo de las mismas magnitudes. Ese sitio no era más que un simple gran montón de escombros, una versión exagerada de aquellos pueblos que avergonzaban las afueras de las ciudades americanas. Era lo mismo una y otra vez: montículos de ladrillos quemados y piedras destrozadas, montones de hierro retorcido y oxidado, vigas y travesaños astillados, charcos de agua estancada, huecos de los sótanos llenos de agua embarrada. Un soldado americano se había caído dentro de uno de esos agujeros unas pocas noches antes y se había ahogado.
Este había sido un pueblo próspero de dieciocho mil habitantes, ahora la población civil estaba en unos cuatrocientos. Había gente que había resistido durante toda la ocupación alemana, otros que, tan pronto como escucharon que el enemigo había sido expulsado, habían regresado desde dondequiera que hubiesen encontrado un refugio. Estaban viviendo en sótanos o en pequeños barracones hechos de madera vieja o de las cajas de mercancías americanas. Mientras caminaba, Claude leyó los nombres y conocidas direcciones pintados en pizarras construidas en los laterales de estos frágiles refugios: «De Emery Bird, Thayer Co., Kansas City, Missouri»; «Daniels y Fishers, Denver, Colorado». Estas inscripciones le animaron tanto que empezó a sentir ganas de subir y hacer una visita a las damas francesas.
El sol había vuelto a calentar después de tres días de lluvia. Los charcos de agua estancada y los hierbajos que crecían en las cunetas desprendían un fuerte y desagradable olor. Las flores silvestres crecían triunfantes sobre las pilas de madera podrida y hierro oxidado; el aciano, las zanahorias silvestres y las amapolas; azul, blanco y rojo, como si los colores de la bandera francesa hubiesen surgido espontáneamente del suelo francés, sin importar lo que los alemanes le hicieran.
Claude se paró ante una pequeña casucha construida contra una medio demolida pared de ladrillo. Del vano de la puerta colgaba una jaula dorada con un canario que cantaba hermosamente. Una mujer mayor estaba trabajando en la tierra del huerto, escogiendo trozos de ladrillos y yeso que la lluvia había lavado, cavando con sus dedos alrededor de las pálidas hojas de las zanahorias y las pulcras cabezas de las lechugas. Claude se acercó a ella, se tocó el casco y le preguntó cómo podía llegar a la Cruz Roja.
Ella se limpió las manos en su delantal y le cogió del codo.
—Vous savez le tank Anglais? Non? Marie, Marie!
(Más tarde aprendió que a todos se les indicaba para ir por un camino o por el otro desde un tanque británico averiado abandonado en el lugar que ocupaba el viejo ayuntamiento.)
Una niña pequeña salió corriendo del barracón y su abuela le dijo que fuera de inmediato a llevar al americano hasta la Cruz Roja. Marie puso su mano en la de Claude y le guio por uno de los caminos que se abrían entre la basura. Le sacó del camino para enseñarle una iglesia, evidentemente una de las ruinas de las que estaban más orgullosos, donde el cielo azul brillaba a través de los arcos blancos. La Virgen aparecía con sus brazos vacíos sobre la puerta central, un pequeño pie pegado a su manto mostraba de dónde había sido arrancado de un disparo el pequeño Jesús.
—Le bébé est cassé, mais il a protégé sa mère —explicó Marie con satisfacción. Mientras continuaban, ella le contó a Claude que había un soldado entre los americanos que era su amigo—. Il est bon, il est gai, mon soldat —pero a veces bebía demasiado alcohol y eso era un mal hábito. Quizá ahora, ya que su compañero había pisado sobre el hueco de un sótano la noche del lunes mientras iba borracho y se había ahogado, su Sharlie tendría más cuidado y se portaría mejor. Marie era evidentemente una niña bien educada. Su padre, según había dicho, había sido maestro de escuela. A los pies de la colina del convento ella se volvió para casa. Claude la llamó y con torpeza trató de darle dinero, pero ella se puso las manos detrás de la espalda y dijo con resolución:
—Non, merci. Je n’ai besoin de rien —y entonces bajó corriendo por el camino.
Mientras subía hasta lo alto de la colina, se dio cuenta de que el suelo había sido limpiado un poco. El camino estaba despejado, los ladrillos y las piedras labradas habían sido apilados en cuidados montones, los setos estropeados habían sido recortados y se habían quitado las partes muertas. Al aparecer por fin en el jardín, se quedó quieto, asombrado: aunque estaba en ruinas, parecía muy hermoso a pesar del desorden que el mundo sufría más abajo.
Los caminos de grava estaban limpios y brillantes. Unos viejos arbustos de boj se alzaban verdes frente a una fila de álamos negros muertos. A lo largo de uno de los destrozados laterales del edificio principal, había un peral sujetado con alambres como si fuera una vid, aún con flor, lleno de pequeñas peras. Alrededor del pozo de piedra había un terreno de hierba cortada y por todos sitios había pequeños árboles y arbustos, que eran demasiado bajos para que los alcanzaran los proyectiles o el fuego que había chamuscado los álamos. La colina debió de verse envuelta en llamas en un momento dado y todos los árboles más altos se habían quemado.
El barracón estaba construido contra las paredes del claustro, del que quedaban tres arcos, como un ala de piedra para la cabaña de tablones de madera. Encima de una escalera había un joven con un solo brazo, poniendo clavos con mucha pericia con su única mano. Parecía estar haciendo la estructura de un saliente desde el inclinado tejado sobre el que colocar un toldo. Llevaba los clavos en la boca, cuando quería uno, colgaba el martillo del cinturón de sus pantalones, cogía el clavo de entre sus dientes, lo clavaba en la madera y entonces lo golpeaba con habilidad. Claude lo observó durante unos instantes, luego fue hasta los pies de la escalera y ofreció sus dos manos.
—Laissez-moi —exclamó.
El que estaba arriba escupió los clavos en la palma de su mano, miró hacia abajo y se rio. Era más o menos de la edad de Claude, con el pelo y el bigote muy rubios y los ojos azules. Un tipo de aspecto encantador.
—Con gusto —dijo—, esto no es gran cosa pero lo hago por entretenerme y complacerá a las damas.
Bajó y le dio el martillo al visitante. Claude se puso a trabajar en la estructura mientras el otro iba bajo los arcos de piedra para traer un rollo de lona, parte de una vieja tienda por su aspecto.
—Un héritage des Boches —explicó mientras lo desenrollaba sobre la hierba—. Lo encontré entre la porquería del sótano y tuve la idea de hacer un pabellón para las damas, ya que nuestros árboles están destrozados —se puso de repente de pie—. Quizá has venido a ver a las damas.
—Plus tard.
El chico dijo que muy bien, terminarían el pabellón para que cuando regresara Mademoiselle Olive se llevara una sorpresa. Había bajado al pueblo a visitar enfermos. Se inclinó sobre la lona de nuevo, midiendo y cortando con unas tijeras de podar, caminando sobre sus rodillas por el terreno verde y cantando todo el tiempo. Claude deseaba poder entender las palabras de su canción.
Mientras trabajaban juntos, atando la tela en la parte de arriba de la estructura, Claude, debido a su elevada posición, vio a una chica alta que subía lentamente el camino por el que él había ascendido. Se detuvo en lo alto, junto al boj, como si estuviera muy cansada, y se quedó de pie mirándolos. En ese momento, se acercó a la escalera y dijo con un lento y cuidado inglés:
—Buenos días. Louis ha encontrado ayuda, por lo que veo.
Claude descendió de su posición privilegiada.
—¿Es usted Mademoiselle de Courcy? Soy Claude Wheeler. Tengo una tarjeta de presentación para usted, si consigo encontrarla.
Ella cogió la tarjeta, pero no la miró.
—Eso no es necesario. Tu uniforme es suficiente. ¿Por qué has venido?
Él la miró algo confundido.
—Bueno, en realidad, ¡no lo sé! Acabo de venir del frente para ver al coronel James y él está en París, así que debo esperar un día o más. Uno de los oficiales me sugirió que subiera aquí, supongo que porque ¡es tan bonito! —terminó ingenuamente.
—Entonces eres un invitado del frente y almorzarás con Louis y conmigo. Madame Barre también estará fuera todo el día. ¿Quieres ver nuestra casa? —ella le guio a través de la puerta baja hacia una sala de estar, sin pintar, sin alfombra, despejada y espaciosa. Había coloridos carteles de la guerra en las limpias paredes de tablones de madera, carcasas de latón de los proyectiles llenas de flores silvestres y de plantas, sillas plegables de lona, una balda de libros, un mesa cubierta por un chal de seda blanco bordado con grandes mariposas. La luz del sol sobre el suelo, los ramilletes de flores frescas, las cortinas blancas de la ventana agitándose con la brisa, a Claude le recordó a algo, pero no lograba acordarse de qué.
—No tenemos cuarto de invitados —dijo Mademoiselle de Courcy—, pero ven al mío y Louise te llevará agua caliente para lavarte.
En una alcoba de madera al final del pasillo, Claude se quitó el abrigo y se dispuso a arreglarse lo más posible. El agua caliente y el jabón oloroso eran en sí cosas agradables. El tocador era una vieja caja de mercancías colocada en un extremo y cubierta con una tela blanca. Sobre él había una hilera de objetos de marfil para el aseo personal, con peines y cepillos, polvos y colonia, y una pila de pañuelos blancos recién planchados. Sentía que no debía mirar demasiado a su alrededor, pero el olor a limpio y el indefinible aire de personalidad le tentaban. En una esquina, una cortina en una barra hacía de armario para la ropa; en otra había una pequeña cama de hierro, como la de un soldado, con una colcha azul claro y almohadas blancas. Se movía con cuidado, salpicando lo menos posible. No había nada que hubiese podido dañar o romper, ni siquiera una alfombra sobre el suelo de madera, y la jarra y la jofaina eran de hierro. Sin embargo, se sentía como si estuviese haciendo peligrar algo frágil.
Cuando salió, la mesa en la sala de estar estaba puesta para tres. La robusta anciana que estaba colocando los platos no le prestó atención, parecía por su expresión despreciarle a él y a todos los de su clase. Se apartó de su camino tanto como le fue posible y cogió un libro de la mesa, un ejemplar de Reisebilder de Heinrich Heine en alemán.
Antes de comer, Mademoiselle de Courcy le enseñó el almacén en la parte de atrás, donde las estanterías estaban llenas con latas de café, leche condensada, carne y verdura enlatada, todo de las marcas americanas que él conocía tan bien, nombres que resultaban doblemente familiares o «fiables» aquí, tan lejos de casa. Le contó que la gente del pueblo no habría podido sobrevivir al invierno sin todas esas cosas. Tenía que repartirlas muy de poco a poco, donde la necesidad era mayor, pero suponían la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora que era verano, la gente podía vivir de lo que sacaran de sus jardines, pero las mujeres mayores aún venían a pedir medio kilo de café y las madres a por leche para sus bebés.
La cara de Claude brillaba de placer: sí, los generosos brazos de su país llegaban muy lejos. La gente olvidaba eso, pero tenía la sensación de que aquí había alguien que no olvidaría. Cuando se sentaron a comer supo que Mademoiselle de Courcy y Madame Barre llevaban en este lugar casi un año ya, vinieron poco después de que el pueblo fuese recuperado, cuando los antiguos habitantes comenzaron a retornar. La gente trajo consigo únicamente lo que podía llevar en brazos.
—Deben de amar mucho su país, ¿no crees?, cuando soportan tal pobreza con tal de poder volver —dijo ella—. Ni siquiera los más ancianos suelen quejarse por sus cosas más preciadas: las mantelerías, la porcelana china y sus camas. Si tienen la tierra y la esperanza, pueden conseguir todo lo demás de nuevo. Esta guerra nos ha enseñado a todos la poca importancia que tienen las cosas materiales. Solo los sentimientos importan.
Exactamente. ¿Acaso no había estado él intentando decir esto prácticamente desde que nació? ¿Acaso no lo había sabido desde siempre y acaso esto no había hecho de su vida algo dulce y amargo al mismo tiempo? Qué hermosa voz tenía esta Mademoiselle Olive y con qué nobleza se manejaba con el inglés. Le hubiera gustado decir algo pero de tanto donde elegir… ¿qué? Permaneció en silencio, por lo tanto, sentado nervioso mientras partía el pan negro que estaba junto a su plato.
Vio que ella le miraba la mano, sintió de repente que la contemplaba con aprobación y al instante él la colocó sobre su propia rodilla, bajo la mesa.
—Son los árboles los que están peor —continuó con tristeza—. ¿Has visto nuestros pobres árboles? Hacen que uno se avergüence de esta hermosa parte de Francia. Nuestra gente siente más lo de los árboles que haber perdido los caballos y el ganado.
Mademoiselle de Courcy parecía agotada por la preocupación y la responsabilidad, pensó Claude mientras la observaba. No parecía fuerte en absoluto. Delgada, ojos grises, pelo oscuro, con una transparente piel blanca y un color intenso en los labios y las mejillas, como la llama de una actividad febril en su interior. Sus hombros estaban encorvados, como si siempre estuviese cansada. Debía de ser joven, también, aunque tenía algunas canas en el pelo, liso y recogido atrás de forma descuidada.
Después del café, Mademoiselle de Courcy se puso a trabajar sentada a su escritorio y Louis se llevó a Claude para enseñarle el jardín. Limpiar, podar y plantar eran cosa suya y lo había hecho todo con un solo brazo. Este otoño iba a hacer muchas más cosas, ya que ahora se encontraba más fuerte y se había acostumbrado al trabajo. Debía arreglárselas para talar los árboles viejos, disgustaban a Mademoiselle Olive. Enfrente del barracón había cuatro viejas acacias, en los ápices las ramas desnudas parecían tenedores, quemadas y negras como el carbón, pero las más bajas habían echado gruesos brotes de follaje amarillo verdoso, tan vigorosos que el interior de los troncos debía de estar todavía en buenas condiciones. Este otoño, dijo Louis, pretendía conseguir algunos chicos americanos fuertes para que lo ayudaran; ellos serrarían las ramas muertas y recortarían la parte de arriba por encima de los gruesos troncos. Cuánto debía de significar para un hombre amar sus tierras de esta manera, pensó Claude, amar sus árboles y sus flores, cuidarla cuando estuviese enferma y atender sus dolores con un solo brazo. Entre las flores, que habían vuelto a brotar a partir de sus propias semillas o de viejas raíces, Claude encontró un grupo de plantas altas y desordenadas con tallos rojizos y diminutas flores blancas; una del género de la onagra, la gaura, crecía a lo largo de los bancos de arcilla del arroyo de Lovely Creek, en casa. Nunca la había considerado muy hermosa, pero se alegraba de encontrarla allí. Había supuesto que era una de esas flores sin nombre que crecían en las praderas y en ningún otro sitio más.
Cuando regresaron al barracón, Mademoiselle Olive estaba sentada en una de las sillas de lona que Louis había colocado debajo del nuevo pabellón.
—¡Qué gran tipo es! —exclamó Claude mientras observaba a Louis irse.
—¿Louis? Sí, era el ordenanza de mi hermano. Cuando Emile venía a casa de permiso siempre se traía a Louis con él y así se convirtió en uno más de la familia. El proyectil que mató a mi hermano le arrancó el brazo. Mi madre y yo fuimos a visitarle al hospital y parecía avergonzado de seguir vivo mientras mi hermano estaba muerto, pobre chico. Se tapó la cara y se puso a llorar y dijo «Oh, Madame, il était toujours plus chic que moi!».
Aunque Mademoiselle Olive hablaba muy bien inglés, Claude vio que lo hacía solo concentrándose intensamente en ello. Las oraciones rígidas que pronunciaba no iban acordes con su naturaleza; su cara y sus ojos iban más rápido que su lengua y hacían que uno esperase ansiosamente lo que venía. Se sentó en una silla de lona que se hundía, haciendo girar de forma ausente una gaura que había arrancado.
—¿Has encontrado una flor? —levantó la vista.
—Sí. Crece en casa, en la granja de mi padre.
Ella dejó la camisa que estaba zurciendo.
—¡Ah, háblame de su país! He hablado con tantos soldados…, pero es difícil de entender. ¡Sí, háblame de ello!
Nebraska, ¿cómo era? ¿A cuántos días estaba desde el mar? ¿Qué aspecto tenía? Mientras él trataba de describirlo, ella escuchaba con los ojos entrecerrados.
—Una llanura repleta de ríos llenos del barro del grano, creo que debe de ser como Rusia. Pero descríbeme la granja de tu padre, minuciosamente, y quizá así pueda ver el resto.
Claude cogió un palo y dibujó un cuadrado en la arena: allí, para empezar, estaba la casa y el corral; allí estaban los extensos pastos con el Lovely Creek fluyendo a través de ellos; allí estaban los campos de maíz y los de trigo, la zona de los árboles madereros; más trigo y maíz, más pastos. Allí estaba, esquematizado sobre la arena amarilla con las sombras de las medio carbonizadas acacias pasando por encima. No se hubiera creído capaz de hablarle a un extraño de todo esto con tanto detalle. Se debía en parte a quien le escuchaba, sin duda, ella le transmitía una simpatía poco corriente y la brillantez de una mente poco corriente. Mientras ella se inclinaba sobre el mapa, haciéndole preguntas, unas leves gotas de sudor se formaron sobre su labio superior y respiraba más rápido por el esfuerzo por de ver y entender todo. Él le habló de su madre y de su padre y de Mahailey, de cómo era la vida allí en verano, en invierno y en otoño, cómo había sido ese verano fatídico en que los Hunos se estaban acercando cada vez más a París y durante esos tres días en que los franceses estuvieron oponiendo resistencia en el Marne; cómo su madre y su padre esperaron a que trajera las noticias por la noche y cómo incluso los campos de maíz parecían contener la respiración.
Mademoiselle Olive se echó hacia atrás con cansancio en su silla. Claude levantó la mirada y vio lágrimas brillando en sus ojos.
—Y yo misma —murmuró—, no supe nada del Marne hasta días después, ¡a pesar de que mi padre y mi hermano estaban los dos allí! Yo estaba muy lejos, en Bretaña, y los trenes no funcionaban. ¡Eso es lo maravilloso, que tú estés aquí contándome todo esto! A nosotros nos enseñaron desde niños que algún día los alemanes vendrían, crecimos bajo esa amenaza. Pero vosotros estabais tan a salvo, con todo vuestro trigo y vuestro maíz. Nada podía tocaros, ¡nada!
Claude bajó la vista.
—Sí —murmuró ruborizado—, la vergüenza podía. Casi lo hizo. Llegamos bastante tarde —se levantó de su silla como si fuera a ir a buscar algo… Pero ¿de dónde lo iba a sacar? Sacudió la cabeza—. Me temo —dijo con tristeza— que no hay nada que pueda decir que pueda hacerte comprender lo lejos que parecía todo, casi como algo utópico. No solo parecía a millas de distancia, parecía a siglos de distancia.
—Pero vinisteis, ¡tantos!, ¡y desde tan lejos! Es el último milagro de esta guerra. Yo estaba en París el 4 de julio, cuando tus Marines, justo de vuelta del bosque de Belleau, marchaban por la fiesta nacional y me dije a mí misma mientras venían: «¡Esos son hombres nuevos!». Tan altas llevaban las cabezas, tan estupendos, tan disciplinados y decididos. Nuestra gente reía, les llamaban y les lanzaban flores, pero ellos nunca se giraban para mirar… la mirada fija al frente. Pasaban como hombres del destino —extendió las manos con un rápido movimiento y las dejó caer sobre su regazo. La emoción de ese día regresó a su rostro. Mientras Claude miraba sus ardientes mejillas, sus ardientes ojos, comprendió que la tensión de esta guerra le había proporcionado una percepción que era casi como el don de la profecía.
Una mujer con un bebé en brazos subió la colina. Mademoiselle de Courcy fue a su encuentro y la llevó hasta la casa. Claude se volvió a sentar, casi ensimismado en el sentimiento de haberse sentido totalmente comprendido, de haber dejado de ser un extraño. En la lejanía se oían los grandes cañones tronando a intervalos. Abajo en el jardín, Louis estaba cantando. De nuevo deseó entender las palabras de sus canciones. Las melodías eran un poco melancólicas pero las cantaba con mucha alegría. Había algo sincero y cálido en la voz del chico, como lo había también en su rostro de tonos rubios. Era una voz claramente suave, como los campos de trigo en verano, maduros y ondeantes. Claude permaneció sentado solo durante media hora o más, saboreando un nuevo tipo de felicidad, un nuevo tipo de tristeza. Destruido y renacido, el estremecimiento de las cosas horribles del pasado, la imagen temblorosa de las hermosas en el horizonte; encontrar y perder, eso era la vida, según la veía.
Cuando su anfitriona regresó, él le apartó la silla de la progresiva luz del sol.
—No sabía que hubiera chicas francesas como tú —dijo simplemente mientras ella se sentaba.
Ella sonrió.
—No creo que quede ninguna chica francesa. Solo hay niños y mujeres. Yo tenía veintiún años cuando estalló la guerra y nunca había estado en ningún sitio sin mi madre o mi hermano o mi hermana. Durante un año he recorrido Francia yo sola, con soldados, con senegaleses, con quien fuera. Todo es diferente entre nosotros.
Le contó que vivía en Versalles, donde su padre era instructor en la escuela militar. Había muerto al comienzo de la guerra. A su abuelo lo mataron en la guerra de 1870. La suya era una familia de soldados, pero no quedaba ni uno de los miembros varones para ver el día de la victoria.
Parecía tan cansada que Claude supo que no tenía derecho a quedarse. Largas sombras caían sobre el jardín. Era difícil irse pero una hora más o menos no importaría. Pensó que dos personas difícilmente podrían haberse dado más la una a la otra si hubieran estado juntas durante años.
—¿Me dirías adónde puedo ir a visitarte si ambos superamos esta guerra? —preguntó mientas se levantaba.
Él lo escribió en su libreta.
—Estaré esperando —dijo ella ofreciéndole la mano.
No había nada más que hacer que coger el casco y marcharse. Al borde de la colina, justo antes de zambullirse en el camino de bajada, se detuvo y miró hacia atrás, hacia el jardín alisado bajo la luz del sol, los tres arcos de piedra, las dalias y las caléndulas, la brillante pared de arbustos de boj. Había dejado algo en la cima de la colina que nunca volvería a encontrar.
A la tarde siguiente Claude y su sargento salieron hacia el frente. En el cuartel general les habían dicho que podrían acortar su ruta siguiendo la carretera grande hacia el cementerio militar y después girando a la izquierda. No era aconsejable hacer la última mitad del camino antes del anochecer, así que se tomaron su tiempo para atravesar la zona de cosechas dispersas y los campos de heno.
Cuando dieron con la carretera se encontraron con un corpulento soldado de las Tierras Altas escocesas sentado al borde de un carro de suministros vacío, fumando una pipa y rascando el barro seco de su falda. Los caballos estaban comiendo ruidosamente en sus morrales y el conductor había desaparecido. Los americanos no se habían encontrado con ningún escocés antes y tenían curiosidad. Este debía de ser un buen soldado, pensaron, un gigante musculoso con la mandíbula de un bulldog y una cara tan roja y huesuda como sus rodillas. Más porque admiraban el aspecto del hombre que porque necesitaran información, Hicks se acercó y preguntó si había visto un cementerio militar en la carretera. El escocés asintió sacudiendo la cabeza.
—¿A qué distancia de aquí dirías que está?
—No sabría decirlo. No he llevado la cuenta de los kilómetros —contestó secamente, frotando su falda como si la tuviera metida en una tina.
—Bueno, ¿cuánto nos llevaría más o menos llegar caminado?
—Eso no puedo decirlo. Un escocés lo haría en una hora.
—Supongo que un yanqui puede hacerlo tan rápido como un escocés, ¿no es cierto? —preguntó Hicks jovialmente.
—No podría decirlo. Habéis tardado cuatro años en llegar hasta aquí, lo sé muy bien.
Hicks parpadeó como si le hubieran herido.
—Oh, si así es como te expresas…
—Así es como lo hago —dijo el otro amargamente.
Claude extendió la mano para advertir a Hicks.
—Vamos, Hicks. Así no conseguirás nada —subieron la calle muy desconcertados. Hicks continuaba pensando en las cosas que debería haber dicho. Cuando estaba enfadado, la frente se le hinchaba y se le ponía de color rojo oscuro, como la de un bebé—. ¿Por qué me ha llamado? —soltó.
—No veo cómo habrías salido parado de una discusión y desde luego no podrías haberle dado una paliza.
Se desviaron en el cementerio para esperar hasta que se pusiera el sol. Estaba sin vallar, limpio de hierbajos y un camino para carros lo atravesaba, bisecando el cuadrado. A un lado estaban las tumbas de los franceses, con cruces blancas; al otro, las tumbas de los alemanes, con cruces negras. Amapolas y acianos crecían sobre ellas. Los americanos lo recorrieron dando un paseo, leyendo los nombres. Por aquí y por allá había fotos de los soldados clavadas en su cruz, dejadas por algún compañero para perpetuar su recuerdo un poco más.
Los pájaros, que siempre vuelven a la vida al anochecer y al amanecer, comenzaron a cantar, regresaban a casa desde algún lugar. Claude y Hicks se sentaron entre los montículos y empezaron a fumar mientras el sol descendía. Filas de árboles muertos marcaban el rojo oeste. Era una zona inhóspita del país, incluso para chicos criados en la llana pradera. Fumaban en silencio, meditando y esperando la noche. En una cruz a sus pies, en la inscripción, solamente se leía: Soldat Inconnu, Mort pour La France, «Soldado Desconocido, muerto por Francia».
Claude estaba pensando que era un buen epitafio. La mayoría de los chicos sentía que en esta guerra eran desconocidos, incluso para sí mismos. Eran demasiado jóvenes, morían y se llevaban su secreto consigo: lo que eran y lo que podrían haber sido. El nombre que destacaba era La France. Cuánto había llegado a significar ese nombre para él, desde que vio por primera vez el lomo de un montículo de tierra al amanecer desde la cubierta del Anchises. Era un nombre agradable para decir una y otra vez mentalmente, donde uno podía hacerlo tan apasionadamente nasal como le gustase sin ruborizarse.
Hicks también había estado perdido en sus reflexiones. Ahora rompía el silencio:
—De alguna forma, teniente, mort suena más a muerte que «muerto». Tiene un sonido como de ataúd. Y allí están todos «solos» y es todo la misma maldita estupidez. Míreles todos aquí colocados, negro y blanco, como un tablero de ajedrez. La siguiente pregunta es: ¿Quién los puso aquí y de qué ha servido?
—Yo qué sé —murmuró el otro ausente.
Hicks lio otro cigarrillo y permaneció sentado mientras fumaba, su cara rolliza arrugada con la seriedad y el esfuerzo de su actividad mental.
—Bueno —soltó por fin de repente—, será mejor que nos pongamos a andar. Esta claridad aguantará una hora, aquí siempre es así.
—Supongo que sí —se levantaron para marcharse. Las cruces blancas eran ahora violetas y las negras se habían fundido completamente con las sombras. Detrás de los árboles muertos al oeste, una larga mancha roja ardía aún. Al norte, los cañones resonaban tan fuertes como truenos—. Alguien está siendo atacado allá arriba. ¿Los búhos siempre ululan en los cementerios?
—Justo lo que me estaba preguntando, teniente. Es un sitio muy tranquilo, por lo demás. Buenas noches, chicos —dijo Hicks amablemente mientras dejaban las tumbas tras de sí.
Pronto estuvieron abriéndose paso entre los agujeros de los proyectiles y saltando por encima de las trincheras en la oscuridad; empezaban a sentirse alegres de volver con sus amigos y su propio pequeño grupo. Hicks rompió el silencio y le contó a Claude que Dell Able y él tenían intención de abrir un negocio juntos cuando regresaran a casa, iban a abrir un taller y una tienda de repuestos para coches. Por debajo de su conversación, en las mentes de ambos, permanecía la imagen de ese lugar solitario y la leyenda «Soldat Inconnu, Mort pour La France».