La noche siguiente, Claude fue enviado de vuelta al cuartel general de la división en Q… con información que el coronel no quiso comprometerse a poner por escrito. Salió a las diez en punto con el sargento Hicks como escolta. Habían tenido dos días de lluvia y en las trincheras de comunicación el agua llegaba casi hasta la rodilla. A una media milla del frente, los dos hombres salieron arrastrándose de la zanja y continuaron por el suelo. Había pocos bombardeos a lo largo del frente esa noche. Cuando estallaba alguna llamarada, se tumbaban bocabajo, tratando al mismo tiempo de ver con los ojos entrecerrados lo que tenían por delante.
El terreno estaba lleno de baches y la oscuridad era completa, era más de medianoche cuando llegaron a la carretera que unía el este y el oeste, normalmente llena de tráfico y no desierta del todo ni siquiera en una noche como esta. Filas de caballos salpicaban al pasar con proyectiles a sus espaldas, carros de suministros vacíos volvían del frente. Claude y Hicks hicieron una pausa junto a la cuneta, con la esperanza de que les llevaran. La lluvia comenzó a caer con tal violencia que tuvieron que mirar a su alrededor en busca de un refugio. Andando a trompicones llegaron a toparse con un cañón, cuyas ruedas estaban hundidas hasta la llanta en el barro.
—¿Quién anda ahí? —gritó rápidamente una voz inconfundiblemente británica.
—Soldados americanos, somos dos. ¿Podemos subirnos en alguno de vuestros camiones hasta que amaine?
—¡Desde luego! Podemos haceros sitio aquí, si no sois muy grandes. Hablad en voz baja o despertaréis al comandante —risillas nerviosas y risas sofocadas. Una linterna parpadeó durante unos instantes y mostró una línea de cinco camiones, el primero y el último cubiertos con tiendas de lona. Las voces venían del refugio junto al cañón. Los hombres de dentro encogieron las piernas e hicieron sitio a los extraños y dijeron que sentían no tener nada seco que ofrecerles, excepto un poco de ron. Los intrusos lo aceptaron con gratitud.
Los británicos se reían tontamente y Claude pensó por sus voces que debían de ser todos muy jóvenes. Hacían bromas sobre su comandante como si fuera el maestro de escuela. No había sitio suficiente en el camión para poder tumbarse, así que estaban sentados con las rodillas bajo la barbilla e intercambiaban cotilleos. El equipo del cañón pertenecía a una batería independiente que había sido enviada al país, «adonde les necesitaran». El resto de la batería había continuado en dirección al este, pero esta gran pieza de artillería estaba siempre metiéndose en problemas, esta vez algo había ido mal con su vehículo tractor y no habían conseguido sacarla del barro. La llamaban «Jenny» y decían que le daban síncopes de vez en cuando y tenían que consentirla. Era como ir con tu abuela, dijo uno de los Tommies invisibles.
—¡Es un antigualla presumida!
El comandante estaba dormido en el camión de detrás, iban a darle la Cruz Victoria británica por dormir. Más risillas.
No, no tenían ni idea de adónde se dirigían, por supuesto, los oficiales lo sabían pero los generales de artillería nunca les decían nada. ¿Cómo era este país, de todos modos? Eran nuevos en esta parte, acaban de llegar de Verdure.
Claude dijo que tenía un amigo en el servicio aéreo allí arriba, ¿por casualidad no sabrían algo de Victor Morse?
¿Morse? ¿El as de la aviación americano? ¿No lo sabía? Bueno, había salido en los periódicos de Londres: Morse había sido derribado dentro de la línea de los Hunos hacía tres semanas. Fue una acción admirable. Le perseguían ocho aviones de los Boches, derribó a tres de ellos, puso en fuga a los demás y se dirigía a la base cuando se dieron la vuelta y le alcanzaron. Su avión se vino abajo en llamas y él saltó, cayendo de unos trescientos metros o más.
—¿Entonces supongo que nunca llegó a obtener su permiso? —preguntó Claude.
No lo sabían. Le concedieron una mención honorífica.
Los hombres se acomodaron para esperar a que mejorara el tiempo o a que pasara la noche. Algunos dormitaron un rato, pero Claude se sentía completamente despejado. Se preguntaba por el estudio en Chelsea, si la belleza de párpados pesados se sentiría muy apenada o si estaría tocando Roses of Picardy para otros jóvenes oficiales. Pensó con aflicción que ahora ya nunca iría a Londres. Había contado con encontrarse con Victor allí algún día, después de que se hubiesen deshecho del Káiser debidamente. Victor le caía realmente bien. Había algo en ese tipo… era una especie de chaval libertino que había ido buscando a su enemigo en las nubes. ¿En qué otra época se podría haber dado una figura así? Esa era una de las cosas de esta guerra: cogía a un tipo insignificante de un pueblo insignificante, le llenaba de vanidad y fanfarronería, le daba una vida como de película y después una muerte como la de los ángeles rebeldes.
Un hombre como Gerhardt, por ejemplo, había vivido siempre en un mundo más o menos color de rosa, su sitio, en realidad, estaba aquí. ¿Cómo podía saber qué superficie de qué tierras habían partido por la mitad estos grandes cañones al otro lado del mar? ¿Quién podría hacerle entender jamás lo lejos que estaba del fresal y la caja de cristal del banco o de las rutas aéreas sobre Verdure?
A las tres en punto la lluvia había cesado. Claude y Hicks salieron de nuevo acompañados por uno de los hombres del equipo del camión que regresaba para pedir ayuda para el vehículo tractor. Cuando empezó a haber algo de claridad, los dos americanos se sorprendían cada vez más de la apariencia extremadamente joven de su acompañante. Cuando se detuvieron en el agujero de un proyectil y se lavaron el barro de la cara, el inglés, con el casco quitado, limpiadas ya las manchas de este clima, mostraba un rostro de frescura adolescente, casi afeminado, las mejillas como dos manzanas rosas, rizos rubios sobre la frente, largas y suaves pestañas.
—No llevas mucho tiempo aquí, ¿verdad? —preguntó Claude con tono paternal al volver a la carretera.
—Salí con dieciséis. Antes estuve en infantería.
A los americanos les gustaba escucharle hablar, hablaba muy deprisa, alto y con voz aguda.
—¿Cómo es que te cambiaste?
—Ah, pertenecía a uno de los batallones de compañeros[36] y nos machacaron. Cuando salí del hospital, pensé en probar en otra rama del servicio al ver que mis amigos ya no estaban.
—Vale, ¿qué es un batallón de compañeros? —dijo Hicks alargando las vocales. Odiaba todas las palabras en inglés que no comprendía, aunque no le importaban las francesas lo más mínimo.
—Tipos que se alistan juntos desde el colegio —dijo el tipo con un tono agudo y aflautado.
Hicks le dirigió una mirada a Claude. Ambos pensaron que este chico debía continuar yendo al colegio todavía durante unos años más. Y se preguntaron qué aspecto tendría cuando llegó a este país.
—¿Y dices que os machacaron? —preguntó con compasión.
—Sí, en el Somme. Tuvimos mala suerte. Nos enviaron a tomar una trinchera y no pudimos. Ni siquiera llegamos a la alambrada. Los Hunos estaban tan bien preparados en ese momento, que no pudimos hacer nada. Fuimos más de un millar y volvimos diecisiete.
—¿Ciento diecisiete?
—No, diecisiete.
Hicks silbó y de nuevo intercambió una mirada con Claude. Ninguno de los dos podía dudar de él. Había algo muy desagradable en la idea de un millar de estudiantes de rostros lozanos enviados contra los cañones.
—Sería una orden estúpida —comentó—. Supongo que habría algún error en el cuartel general.
—¡Oh no, el cuartel general sabía de qué iba! La hubiéramos tomado si hubiésemos tenido mejor suerte. Pero dio la casualidad de que los Hunos tenían ganas de pelear. Sus ametralladoras acabaron con nosotros.
—¿A ti te alcanzaron? —le preguntó Claude.
—En la pierna. Siguieron disparándome todo el tiempo pero regresé arrastrándome sobre mi tripa. Cuando salí del hospital mi pierna no estaba fuerte y se marcha menos en la artillería.
—Me imagino que has tenido suficiente.
—¡Ah, un tipo no puede quedarse al margen cuando han matado a todos sus amigos! Pensaría en ello todo el tiempo, ya sabe —el chico respondió con su claro y agudo tono.
Claude y Hicks llegaron al cuartel general justo cuando los cocineros acudían para encender los fuegos. Un cabo les llevó hasta el baño de los oficiales, un cobertizo con dos grandes bañeras de metal y se llevó sus uniformes para secarlos en la cocina. Los oficiales no estarían por ahí hasta dentro de una hora, dijo, y que mientras tanto se las arreglaría para conseguirles camisas y calcetines limpios.
—Oiga, teniente —soltó Hicks mientras se estaba frotando el cuerpo con una toalla de baño de verdad—, no quiero escuchar nada más sobre esos batallones de compañeros, ¿y usted? Me cabrea. Tanto como llevábamos para entrar en esto, deberíamos haber llegado un poco antes, odio sentirme insignificante.
—Supongo que tendremos que tomar nuestra propia medicina —dijo Claude secamente—, no nos escondimos en ningún sitio, ¿verdad? Eso creo. Un chico agradable. No creo que los chicos americanos parezcan jamás tan jóvenes como este.
—Bueno si me lo hubiera encontrado en algún otro sitio, habría tenido cuidado de no soltar palabras malsonantes delante de él, ¡es tan guapo! ¿De qué sirve enviar a un orfanato entero a vivir una masacre? No lo entiendo —rezongó el gordo sargento—. Bueno, es su problema. No voy a dejar que me estropee el desayuno. Supongo que nos darán huevos y jamón, ¿no, teniente?