Cuatro en punto… un amanecer de verano… su primera mañana en las trincheras.
Claude acaba de recorrer la línea para comprobar que los equipos de ametralladoras estuvieran en posición. Esta hora, cuando la luz está cambiando, es la hora favorita para atacar. Había llegado tarde la noche anterior y tenía mucho que aprender. Al subir al escalón de tiro, miró detenidamente por encima del parapeto entre los sacos de tierra hacia la baja y cambiante neblina. Justo en ese momento no pudo ver otra cosa que el alambre enredado, con pájaros dando brincos a lo largo del cable de encima, cantando y piando como hacían en las verjas de casa. Sonaban de forma clara y aflautada en el aire denso, y era lo único que se oía. Se levantó una leve brisa, que lentamente iba aclarando la neblina. Aparecieron vetas de color verde entre los bancos de vapor en movimiento. Los pájaros empezaron a inquietarse. La apagada extensión de verde y gris era terreno de nadie. Esos montículos bajos en zigzag como gigantescas toperas protegidas por las vallas de alambre eran las trincheras de los Hunos, cinco o seis líneas de trincheras. Podía reconocer con facilidad las de comunicación, sin prismáticos. En cierto punto, su frente no podía estar a más de setenta metros, en otro, debían de ser en total unos doscientos setenta y cinco metros. Aquí y allá comenzaron a surgir pequeñas columnas de humo, los Hunos estaban desayunando, todo era cómodo y natural. Detrás de la posición del enemigo, el campo se elevaba gradualmente durante varias millas, con barrancos y pequeños bosques donde, según el mapa que él tenía, habían ocultado la artillería. De vuelta en las montañas, había granjas arruinadas y árboles tronchados, pero no había ninguna criatura viva a la vista. Era un campo muerto y débil, hundido en el silencio y el abandono. Sin embargo la tierra estaba por todos sitios cubierta de hombres. Sus propias trincheras debían parecer igual de muertas desde el otro lado. La vida era un secreto en estos días.
Era sorprendente de qué forma tan sencilla se podían hacer las cosas. Su batallón había marchado en silencio a medianoche y la línea a la que habían relevado se había alejado de la misma silenciosa manera. Todo transcurrió en completa oscuridad. Justo cuando la Compañía B se deslizaba por una cuesta hacia las poco profundas trincheras de detrás, el campo se iluminó durante un instante por el brillo de dos proyectiles, hubo un sonido repetitivo de las ametralladoras, las Maxim alemanas: un estruendo esporádico al que no le siguió nada. Recorrieron en fila las trincheras de comunicación, escuchando con inquietud: el fuego de artillería se lo habría puesto difícil a aquellos que se dirigían a la retaguardia. Pero no pasó nada. Tuvieron una noche tranquila y esa mañana ¡allí estaban!
El cielo refulgió de amarillo y plata. Claude miró su reloj, pero no podía decidirse a actuar todavía. ¡Cuánto le costaba a un Wheeler llegar a hacer algo! Cuatro años para recorrer el camino y, ahora que estaba allí, disfrutaría del escenario un poco, pensó. Deseaba que su madre pudiese saber cómo se sentía esa mañana, pero quizá ella ya lo sabía. Por lo menos, ella no querría que estuviese en ningún otro lugar. Hace cinco años, cuando estaba sentado en los escalones del State House en Denver y sabía que no le podía pasar jamás nada inesperado… ¿y si hubiera podido haber visto, como en un destello, dónde estaría hoy? Miró durante un buen rato el paisaje que se alargaba y teñía de rojo y bajó de un salto al suelo cubierto de tablas de madera.
Claude se abrió paso hasta el refugio subterráneo en el que Gerhardt y él habían puesto sus objetos personales la noche anterior. Los anteriores ocupantes lo habían dejado limpio. Había dos literas atornilladas a las paredes de los lados, estructuras de madera con tejido de alambre por encima cubierto de sacos de arena secos. Entre las dos literas había una caja a modo de mesa, con una vela encajada en una botella verde, una cocina de alcohol, un cazo para el baño maría y dos tazas de estaño. Sobre las paredes había coloridas fotografías de la revista Jugend, cogidas de alguna trinchera alemana.
Encontró a Gerhardt todavía dormido en su cama y le zarandeó un poco hasta que se incorporó.
—¿Cuánto tiempo has estado fuera, Claude? ¿No has dormido?
—Un poco, no estaba muy cansado. Supongo que podemos calentar agua para afeitarnos en esta cocina, nos han dejado media botella de alcohol. Es un pequeño agujero bastante confortable, ¿verdad?
—Indudablemente cumplirá con su finalidad —comentó David secamente—. ¡Tan susceptible a cualquier crítica sobre esta guerra! Bueno, no es cosa tuya, tú simplemente acabas de llegar.
—Lo sé —contestó Claude dócilmente mientras se ponía a doblar sus mantas—, pero es probablemente la única en la que estaré jamás así que será mejor que me tome algún interés.
La siguiente tarde cuatro hombres jóvenes, todos más o menos vestidos, estaban entreteniéndose en el hoyo hecho por un obús lleno de agua opaca marrón. El sargento Hicks y su amigo Dell Able habían pasado la mitad de esa calurosa y resplandeciente mañana buscando un agujero no demasiado asqueroso y conveniente e incluso pintorescamente situado y habían informado de ello a los tenientes. El capitán Maxey, según dijo Hicks, habría mandado a su propio ordenanza a buscar su propio hoyo para darse un baño privado.
—Él nunca se baña con nadie —añadió el sargento—, ¡teme exponer su dignidad!
Bruger y Hammond, los dos segundos tenientes, ya habían salido de su baño y estaban recostados sobre lo que podía ser definido como una pendiente de hierba, examinando varias partes de su cuerpo con interés. No se habían desnudado por completo durante un tiempo y cuatro días de marcha con calor hacen que un hombre esté deseando mirarse su propio cuerpo.
—Esperad hasta el invierno —les dijo Gerhardt. Estaba todavía chapoteando en el hoyo metido hasta las axilas en el agua turbia—. Entonces no os lavaréis ni una vez en tres meses. Algunos de los Tommies[35] me contaron que cuando se dieron su primer baño después de Vimy, sus pieles se pelaron como la de una serpiente. ¿Qué estás haciendo con mis pantalones, Bruger?
—Buscando su navaja. Perdí la mía ayer cuando explotó ese obús en el límite. ¡Por poco pierdo mi maldita cabeza!
—Demonios, aquello no fue nada. Deja de fanfarronear sobre ello, pareces un novato.
Claude se quitó la camisa y se metió en el agua junto a Gerhardt.
—¡Vaya, he dado con algo afilado aquí abajo! ¿Por qué no habéis sacado las astillas?
Cerró los ojos, desapareció durante un instante y subió a la superficie escupiendo. Lanzó al suelo un objeto metálico redondo cubierto de óxido y lleno de cieno.
—Un casco alemán, ¿verdad? ¡Uf! —se secó la cara y miró a su alrededor con desconfianza.
—¡Uf, tiene razón! —Bruger le dio la vuelta con un palo—. ¿Por qué demonios no has sacado el resto de él? Has estropeado mi baño, espero que te hayas divertido.
Gerhardt trepó a gatas por un lado.
—¡Sal, Wheeler! Mira eso —señaló unas burbujas aletargadas que subían de repente a través del agua turbia—, ¡vale, acabas de destapar un problema! Algo se está descomponiendo ahí abajo.
Claude salió después de él, volviendo la mirada hacia la actividad en el agua.
—No veo cómo sacando un casco se puede remover tanto el fondo. Habría pensado que el agua mantendría el olor abajo.
—¿Has estudiado química alguna vez? —preguntó Bruger con desdén—. Acabas de abrir una tumba y ahora tenemos un escape de gases. Si has tragado algo de ese perfume alemán, oh, ¡deberías preocuparte!
El segundo teniente Hammond, todavía con las piernas desnudas, con la camisa atada sobre los hombros, estaba escribiendo en su cuaderno. Antes de irse, puso un cartel en un palo partido:
«¡¡Prohibido bañarse!! Playa privada».
C. Wheeler, Com. B, 2.ª infantería.
¡Las primeras cartas de casa! Los vagones con suministros las trajeron y cada hombre de la compañía recibió algo excepto Ed Drier, un jornalero de la región de Sand Hills de Nebraska, y Willy Katz, el rubio austriaco de los mataderos de South Omaha. Sus compañeros lo lamentaban. Ed no tenía familia, pero igualmente había esperado alguna carta. Willy estaba seguro de que su madre le había escrito. Cuando el último sobre arrugado se hubo repartido y él se dio la vuelta con las manos vacías, murmuró:
—Es que es bohemia y no escribe muy bien. Supongo que no se entendería la dirección y alguna otra compañía ha recibido mi carta.
No llegó ninguna otra cosa por el correo normal, los chicos habían esperado recibir periódicos de casa que les informaran sobre la guerra un poco, ya que nunca se enteraban de ninguna noticia. La hermana de Dell Able, sin embargo, había incluido en el sobre un recorte del Kansas City Star, un largo relato de uno de los corresponsales de guerra británicos en Mesopotamia que describía las miserias que pasaban los soldados allí: disentería, moscas, mosquitos, un calor inimaginable. Leyó el artículo en alto a su grupo de amigos sentados alrededor del agujero con agua donde habían estado lavando sus calcetines. Acababa de terminar la parte donde se contaba cómo los Tommies habían encontrado unas pocas cabañas de barro en el lugar donde se decía había estado el originario Jardín del Edén, un lugar desolado lleno de insectos que picaban, cuando Oscar Petersen, un chico sueco muy religioso que había permanecido en silencio durante varios días seguidos, abrió la boca y dijo desdeñosamente:
—¡Eso es mentira!
Dell levantó la vista hacia él, molesto por la interrupción.
—¿Cómo sabes que es mentira?
—Porque el Señor puso cuatro querubines con espadas para guardar el Jardín y no hay hombre que pueda encontrarlo. No se hizo para que deba ser encontrarlo. Lo dice la Biblia.
Hicks empezó a reírse.
—¡Bueno, eso fue hace unos seis mil años, idiota! ¿Crees que tus querubines estarán todavía allí?
—Por supuesto que están. ¿Qué es un millar de años para un querubín? ¡Nada!
El sueco se levantó y recogió con hosquedad sus calcetines.
Dell Able miró a su amigo:
—¿No es un completo estúpido? ¡Menudo ignorante!
Oscar no quería continuar escuchando esa «cantidad de mentiras» y se alejó con su colada.
El cuartel general del batallón estaba a casi media milla por detrás del frente, parte refugio, parte cobertizo, con un tejado de tablones cubierto con tepe. La oficina del coronel estaba separada en un extremo, el resto del sitio se lo había dejado a los oficiales para hacer una especie de sala de reuniones. Una noche Claude regresó a hacer un informe sobre las nuevas posiciones de los equipos de ametralladoras. Los jóvenes oficiales estaban sentados sobre cajas de jabón, fumando y comiendo galletas dulces que sacaban de cajas metálicas. Gerhardt estaba trabajando sobre una mesa hecha con listones con un papel y pinturas, haciendo una copia en limpio de un mapa estropeado que habían trazado juntos esa mañana y que mostraba los límites del fuego. El ruido nunca le ponía nervioso, era capaz de sentarse entre un grupo de hombres y escribir tan calmadamente como si estuviera solo.
Había un oficial que podía hacer que los demás se callaran dondequiera que estuviese: capitán Barclay Owens, del cuerpo de ingenieros. Era un hombre pequeño, bajito y achaparrado, medía solo uno sesenta y cinco y era muy abierto, una dinamo de energía. Antes de la guerra estaba construyendo una presa en España, «la presa más grande del mundo», y en sus excavaciones había descubierto las ruinas de uno de los campamentos fortificados de Julio César. Esto había sido demasiado para su fácilmente excitable imaginación. Fotografió y midió y estuvo dándole vueltas a estos restos antiguos. Era un ingeniero de día y un arqueólogo de noche. Tenía cajas de libros enviados desde París, todo lo que hubiera sido escrito sobre el César, en francés y en alemán. Convenció a un joven sacerdote para traducirlos en alto para él por las noches. El sacerdote creía que el americano estaba loco.
Mientras Owens estuvo en la universidad no había mostrado el más mínimo interés por los estudios clásicos, pero ahora era como si hubiera dado a luz al César. Llegó la guerra y dejó el trabajo en la presa. La guerra le metió además otras ideas en su cerebro dedicado exclusivamente a la ingeniería. Se apresuró a volver a casa en Kansas para explicar la guerra a sus compatriotas. Viajó por el oeste, haciendo una demostración exacta de lo que había ocurrido en la primera batalla del Marne, hasta que tuvo la oportunidad de alistarse.
En el batallón, a Owens lo llamaban «Julio César» y los hombres no sabían si estaba explicando las operaciones del general romano en España o las de Joffre en el Marne, de tal manera saltaba de uno a otro. Todo estaba en un primer plano para él, los siglos no suponían ninguna diferencia. Nada existía hasta que Barclay Owens lo descubría. A los hombres les gustaba escucharle hablar. Esa noche caminaba de un lado a otro, sus amarillos ojos en blanco, un gran puro negro en su mano, dando una charla a los jóvenes oficiales sobre las características de los franceses, adiestrándolos, preparándolos. Eran las piernas las que le hacían tan gracioso, su tronco era el de un hombre corpulento colocado sobre dos cortos muñones.
—Ahora, amigos, no os olvidéis de que la vida nocturna de París no es en absoluto algo típico, es un espectáculo para extranjeros… El campesino francés es un tipo ahorrador… El vino tinto este está muy bien si no abusas de él; tomadlo con dos tercios de agua y mantendrá alejada la disentería… No tenéis que ser duros con ellas, simplemente firmes. Siempre que una me aborda, sigo un plan habitual: primero le doy veinticinco francos, entonces la miro a los ojos y digo, «Mi chica, tengo tres hijos, tres chicos». Ella lo entiende de inmediato, nunca falla. Se aleja avergonzada de sí misma.
—¡Pero eso resulta muy caro! Debe de dejarte pobre, capitán Owens —dijo el joven segundo teniente Hammond inocentemente. Los otros se rieron a carcajadas.
Claude sabía que David en particular detestaba al capitán Owens de los ingenieros y se asombraba de que pudiera continuar trabajando con tal concentración, cuando los fragmentos de la charla del capitán seguían abriéndose paso a través de la confusión de la charla informal y el ruido del fonógrafo. Owens, mientras caminaba de un lado a otro, lanzaba furtivas miradas a Gerhardt; le habían contado que había en él algo fuera de lo común.
Los hombres mantenían funcionando el fonógrafo, tan pronto como el zumbido de un disco dejaba de oírse, alguien ponía otro. Una vez cuando una nueva melodía comenzó a sonar, Claude vio como David levantaba la vista de su papel con una expresión inusual. Se quedó escuchando durante unos instantes con una sonrisa medio desdeñosa, entonces frunció el ceño y empezó a garabatear sobre su mapa de nuevo. Algo en su momentánea mirada, tras haberlo reconocido, hizo que Claude se preguntara si tenía alguna asociación particular con la melodía, melancólica pero, según creía Claude, hermosa. Se levantó y fue a cambiar el disco él mismo esta vez. Quitó el anterior y sujetándolo a la luz, leyó la inscripción:
—Meditación de Thaïs. Solo de violín. David Gerhardt.
Cuando volvían a lo largo de la trinchera de comunicación bajo la lluvia, caminando en una única fila, Claude rompió el silencio de repente.
—Era uno de tus discos el que han puesto esta noche, ese solo de violín, ¿verdad?
—Eso me pareció. Ahora vamos a la derecha. Siempre me pierdo aquí.
—¿Hay muchos discos tuyos grabados?
—Bastantes. ¿Por qué preguntas?
—Me gustaría escribir a mi madre. Le encanta la buena música. Conseguirá tus discos y eso le hará sentirse más cerca de todo esto, ¿no lo crees?
—Vale, Claude —dijo amistosamente David—, encontrará todos los discos en el catálogo, con mi foto en uniforme al lado. Grabé muchos antes de ir a Camp Dix. Mi propia madre obtiene unos pocos beneficios por ellos. Ya estamos en casa —al encender una cerilla, dos sombras negras saltaron de la mesa y desaparecieron detrás de las mantas—. Hay muchas por aquí en estas noches húmedas. ¿Has cogido alguna? No la aplastes ahí dentro, aquí está el saco.
Gerhardt sostuvo abierta la boca de un saco de arpillera y Claude retorció la esquina de su manta dentro y pisoteó con energía lo que fuera que cayera al fondo.
—¿Dónde crees que está la otra?
—Se nos unirá más tarde. No me molestan las ratas ni la mitad de lo que me molesta Barclay Owens. ¡Menudo espectáculo debe de ofrecer sin la ropa puesta! Acuéstate, yo daré una vuelta —Gerhardt cruzó chapoteando el inundado suelo de tablas. Claude se quitó los zapatos y enfrió los pies en el agua embarrada. Deseaba hacer que David le hablara de su profesión y se preguntaba qué aspecto tendría en el escenario de un concierto, tocando su violín.