En marcha al fin, en un brillante día de agosto, el batallón del coronel Scott recorría una de las polvorientas y trilladas carreteras al este del Somme, dejando muy por detrás de ellos la estación base. El camino los conducía a través de un país ondulado: campos, montañas, bosques, pequeños pueblos destrozados pero aún habitables, donde la gente salía a mirar a los soldados pasar.
Los americanos pasaron por cada pueblo a paso de marcha, ondeando los colores, con la banda tocando «para mostrar que la moral estaba alta», como decían los oficiales. Claude caminaba con dificultad fuera de la columna, bien por delante de su compañía bien por detrás, con un semblante estoico, con miedo a revelar su satisfacción por sus hombres, el clima, el país.
Habían sido destinados al gran espectáculo y por todas partes había señales alentadoras: largas hileras de árboles sombríos y muertos, quemados y arrancados, grandes agujeros cavados en los campos y laderas, la mitad ya ocultos por la maleza, sinuosas depresiones en la tierra, partes de motores de camión destrozados y automóviles tirados a lo largo de la carretera y, por todos sitios, interminables líneas desordenadas de alambradas de espino oxidado, que parecía haber sido colocado allí por casualidad, sin ningún propósito.
—Empieza a parecer que nos estamos acercando, teniente —dijo el sargento Hicks, sonriendo tras su saludo.
Claude asintió con un gesto y pasó hacia delante.
—Bueno, no vemos el momento de llegar, ¿verdad, muchachos? —el sargento miró por encima de su hombro y ellos sonrieron, el blanco de sus dientes brillando en sus rojas y sudorosas caras. Claude no se sorprendió de que a lo largo del camino todo el mundo, incluso los bebés, saliera a verles, pensó que eran el mejor espectáculo del mundo. Esta era la primera vez que llevaban sus sombreros de hojalata[34], Gerhardt les había enseñado cómo meter hierba y hojas dentro para mantener la cabeza fresca. Cuando se dividieron en grupos de cuatro y la banda empezó a tocar al acercarse a un pueblo, Bert Fuller, el chico de Pleasantville, en el Platte, el que había estado lloriqueando durante el viaje hasta allí, era el que marcaba el paso del pelotón y cada vez que Claude pasaba a su lado su cara parecía decir: «¡No conseguirá nada de mí si me mete prisa, teniente!».
Montaron el campamento a primera hora de la tarde, en una colina cubierta de pinos medio quemados. Claude cogió a Bert, Dell Able y Oscar el Sueco y salieron a hacer un reconocimiento y un informe del terreno.
Detrás de la colina, bajo el borde quemado del bosque, encontraron una granja abandonada y lo que parecía ser un pozo de agua potable.
Tenía una sólida losa de piedra encima y un cubo de madera colgando de un cable oxidado. Cuando los chicos lanzaron el cubo, el agua devolvió un aliento puro y fresco. Pero eran chicos sabios y sabían exactamente dónde preferían esconderse los prusianos. Miraban con recelo incluso la paja del establo y pensaron que sería mejor que nadie durmiera allí.
Al girar a la derecha para completar su recorrido, se metieron en el barro: un campo bajo donde las acequias de drenaje habían sido abandonadas y ahora se habían desbordado. Allí se encontraron con un lastimoso grupo de personas metidas en el fango. Una mujer, de aspecto enfermizo y espantoso, sentada sobre un tronco caído al final del pantano, con un bebé en su regazo y tres niños dando vueltas a su alrededor. Ella estaba muy enferma de tisis, uno solo tenía que escuchar su respiración y mirar su cara blanca y sudorosa para sentir lo débil que estaba. Húmeda y sucia, enterrada hasta las rodillas en el barro, trataba de amamantar a su bebé, medio oculto bajo un viejo chal negro. No parecía una vagabunda, sino alguien que en algún momento había sido capaz de cuidar de sí misma adecuadamente, y era todavía joven. Los niños parecían cansados y desanimados. Uno de ellos llevaba puesta una basta chaqueta azul, hecha a partir de un abrigo militar francés. El otro llevaba un ajado Stetson americano calado hasta las orejas. Cargaba en brazos con un reloj de celuloide rosa. Todos ellos levantaron la vista y esperaron a que los soldados hicieran algo.
Claude se acercó a la mujer y, tocándose el borde de su casco, empezó:
—Bonjour, Madame. Qu’est que c’est?
Ella trató de hablar, pero le vino un golpe de tos y solo fue capaz de soltar un grito ahogado:
—¡‘Toinette, ‘Toinette!
‘Toinette dio rápidamente un paso al frente. Tenía unos once años y parecía ser la persona al cargo del grupo. Un pequeño rostro duro, sin miedo, con una larga barbilla, pelo liso negro atado con harapos y ojos inquietos y astutos. Parecía mucho menos amable y más experimentada que su madre. Empezó a explicarse y era muy hábil haciéndose entender. Estaba acostumbrada a hablar a soldados extranjeros, hablaba despacio, con énfasis y gestos ingeniosos.
Ella también había estado reconociendo el terreno. Había descubierto la granja vacía y estaba intentando llevar allí al grupo para pasar la noche. ¿Cómo habían llegado hasta aquí? Eran refugiados. Habían estado alojados en otras casas a treinta kilómetros de allí. Estaban intentando volver a su pueblo. Su madre estaba muy enferma, presque morte, casi muerta, y quería ir a morir a casa. Habían oído que había gente todavía viviendo allí, una vieja tía habitaba en su sótano y ellos también lo harían una vez que llegaran allí. Lo importante era, y lo dijo una y otra vez, que su madre quería morir chez elle, en su casa, comprenez-vous? No tenían papeles y los soldados franceses no les dejarían pasar jamás, pero ahora que los americanos estaban ahí esperaban abrirse camino, se decía que los americanos eran toujours gentils, siempre amables.
Mientras hablaba con el repiqueteo de su estridente vocecita, el bebé comenzó a berrear, insatisfecho con su alimento. La niña se encogió de hombros.
—Il est toujours en colère —murmuró.
La mujer le dio la vuelta con dificultad, parecía un bebé grande y pesado, pero pálido y enfermo, y le dio el otro pecho. Empezó a succionar ruidosamente, con ruidos crepitantes, y buscando con la nariz como si estuviera muerto de hambre. Era demasiado penoso, era casi indecente, ver a esta mujer exhausta tratando de alimentar a su bebé. Claude les hizo una señal a sus hombres para que se colocaran a un lado y cogiendo a la niña de la mano, la apartó también.
—Il faut que votre mère… se reposer —le dijo, con la solemne cesura que siempre hacía en medio de una oración en francés. Ella le comprendió. Ninguna distorsión de su lengua materna le sorprendía o desconcertaba. Estaba acostumbrada a que se dirigieran a ella en todas las personas, números, géneros, tiempos; alemanes, ingleses, americanos. Ella solo escuchaba para decidir si la voz era amable y en el caso de los hombres que llevaban este uniforme, solía serlo.
¿Tenían algo que comer?
—Vous avez quelque chose à manger?
—Rien. Rien du tout.
¿No estaría su madre trop malade à marcher?
Ella se encogió de hombros. Monsieur podía verlo por sí mismo.
¿Y su padre?
Estaba muerto, mort à la Marne, en quatorze.
—¿En el Marne? —repitió Claude, mirando perplejo al bebé. Los ojos perspicaces de ella siguieron los de él e inmediatamente adivinó su duda.
—¿El bebé? —dijo rápidamente—. Oh, el bebé no es mi hermano, es un boche.
Al principio, Claude no lo comprendió. Ella repitió impaciente su explicación, había algo desdeñoso y siniestro en su vocecilla metálica. Lentamente el rubor subió hasta la frente de Claude.
Él la llevó hasta su madre.
—Attendez là.
—Supongo que tendremos que llevarles hasta esa granja —les dijo a sus hombres. Repitió lo que había sacado en claro de la historia de la niña. Cuando llegó a la lacónica exposición sobre el bebé de la niña, se miraron los unos a los otros. Bert Fuller temía ponerse a llorar de nuevo, así que siguió murmurando mientras regresaban corriendo a lo largo de la acequia:
—¡Por Dios, si hubiéramos llegado aquí antes, por Dios, si lo hubiéramos hecho…!
Dell Able y Oscar hicieron una silla con las manos para llevar a la mujer, no pesaba mucho. Bert cogió al niño del reloj rosa:
—Ven conmigo, ranita, tus piernas no son suficientemente largas.
Claude caminaba detrás, sosteniendo con rigidez entre sus brazos al bebé que no paraba de chillar. Cómo era posible que un bebé tuviera una personalidad tan definida, se preguntaba a sí mismo, y cómo era posible detestar tanto a un bebé. Le odiaba por su cabeza cuadrada de color rubio pajizo y sus pálidas orejas, lo llevaba con odio, ¡no era extraño que llorase! Cuando no consiguió nada chillando y poniéndose rígido, sin embargo, de repente se calló, le miró con sus ojos azul claro y trató de acurrucarse contra su abrigo caqui. Sacó un pequeño y mugriento puño y agarró uno de los botones del abrigo.
—¿Camarada, eh? —murmuró, mirando con odio al pequeño—. ¡Déjalo ya!
Antes de tomar su propia cena esa noche, los muchachos llevaron comida caliente y mantas a la familia.