VI

A la mañana siguiente, Claude se despertó con una intensa sensación de bienestar que no había tenido desde hacía mucho tiempo. El sol brillaba intensamente sobre el blanco yeso de las paredes y sobre las baldosas rojas del suelo. Las celosías de cristal verdes, medio abiertas, hacían sombra sobre la parte de arriba de las dos ventanas. A través de sus tablillas, podía ver las ramas dentadas de una acacia que crecía junto a la puerta. Una bandada de palomas volaba a su alrededor, zambulléndose y elevándose con un cortante centelleo de alas plateadas. Estaba bien volver a estar en una casa de la que se ocupaba una mujer. Debió de sentir eso incluso mientras dormía, pues para cuando abrió los ojos estaba pensando en Mahailey y el desayuno y las mañanas de verano en la granja. La temprana calma era dulce, como también lo era la sensación de las sábanas secas y limpias sobre su cuerpo. Había un olor a lavanda por toda su almohada templada. Se quedó tumbado sin moverse por miedo a despertar al teniente Gerhardt. Esta sensación de paz era de las que uno quería disfrutar a solas. Cuando se incorporó con mucho cuidado sobre su codo y miró a la otra cama, estaba vacía. Su compañero debía de haberse vestido y salido al despuntar el día. Alguien más al que le gustaba disfrutar de las cosas a solas, eso era esperanzador. Pero ahora que tenía ese lugar para él solo, decidió levantarse. Mientras se vestía pudo ver al anciano Monsieur Joubert abajo en el jardín, regando las plantas y las vides, rastrillando la tierra fresca y lisa, cortando las hojas muertas y las flores marchitas y arrojándolas en una carretilla. Esta gente había perdido a sus dos hijos en la guerra, según le habían dicho, y ahora se ocupaban de la propiedad para sus nietos, dos niñas del hijo mayor. Claude vio a Gerhardt entrar en el jardín y sentarse a la mesa bajo los árboles, donde habían cenado la noche anterior. Se apresuró para bajar a reunirse con él. Gerhardt le hizo sitio en el banco.

—¿Siempre duermes así? Es una gran cualidad. He hecho bastante ruido mientras me vestía, tirando cosas, pero no te afectó lo más mínimo.

Madame Joubert salió de la cocina con una bata de flores púrpura, su pelo enroscado en papillotes bajo un gorro de encaje. Traía el café ella misma y se sentaron a la mesa sin pintar sin poner mantel y lo bebieron en boles de loza. Tomaron leche fresca en ellos, la primera que Claude probaba desde hacía mucho, y azúcar que Gerhardt se sacaba de su propio bolsillo. La vieja cocinera se tomó su café sentada en la puerta de la cocina y sobre el escalón; a sus pies, se sentaba la pálida y extraña niña.

Madame Joubert se dirigió amigablemente a Claude, sabía que los americanos estaban acostumbrados a desayunos de otro tipo y, si deseaba traer beicon del campamento, se lo cocinaría con mucho gusto. Había hecho incluso crepes para oficiales a los que había hospedado con anterioridad. Pareció alegrarse, sin embargo, de saber que Claude había tenido suficiente de cosas como esas durante un tiempo. Llamaba a David por su nombre de pila, pronunciándolo a la francesa, y cuando Claude le dijo que esperaba que hiciera lo mismo con él, ella le dijo que sin duda ese nombre suyo era muy francés:

Mais un peu, un peu… romanesque —con lo que él se ruborizó, sin saber si ella le estaba tomando el pelo o no.

—Lo es también bastante en inglés, ¿verdad? —preguntó David.

—Bueno, es un nombre bastante afeminado si te refieres a eso.

—Sí, lo es, un poco —admitió David con franqueza.

El día de trabajo en la plaza de armas fue duro y los hombres del capitán Maxey eran débiles, sufrían el calor, no salían bien parados al compararlos con los chicos de Kansas, que habían sido curtidos en el servicio. El coronel no estaba satisfecho con la Compañía B y les destacó para construir nuevos barracones y ampliar las instalaciones higiénicas. Claude salió y trabajó con sus hombres.

Gerhardt siguió su ejemplo, pero era fácil ver que él nunca antes había manejado madera ni estaño para tejados. Una especie de rivalidad parecía haber surgido de repente entre él y Claude, ninguno de los dos sabía por qué.

Claude podía ver que los sargentos y los cabos se sentían algo inseguros con respecto a Gerhardt. Su discurso lacónico, nunca decorado con las pintorescas expresiones coloquiales que tanto les gustaban a ellos, su seriedad y su extraña e incrédula sonrisa, les confundían por igual. ¿Era el nuevo oficial un pijo? El sargento Hicks le preguntó a su amigo, Dell Able. No, no era pijo. ¿Era un engreído? No, en absoluto, pero no era muy sociable, era un hombre «del Este»; qué más cosas era se rebelarían más tarde. Claude percibía algo inusual en él, sospechaba que Gerhardt sabía muchísimas cosas además de francés y que trataba de ocultarlo, como a menudo hace la gente cuando siente que no está entre iguales; esta idea le irritaba. Fue Claude quien aprovechó la oportunidad de ser condescendiente cuando Gerhardt reveló que era completamente incapaz de seleccionar la madera con unas medidas dadas.

La tarde siguiente, el trabajo en los nuevos barracones se vio interrumpido por la lluvia. El sargento Hicks se puso a organizar un combate de boxeo, pero cuando fue a invitar a los tenientes, ambos habían desaparecido. Claude caminaba pesadamente hacia el pueblo, decidido a internarse en el gran bosque que le había tentado desde el mismo momento en que llegó aquí.

La carretera principal se convirtió en la calle del pueblo y entonces, al borde del bosque, se volvía a convertir en una carretera secundaria. Un poco más allá, donde la sombra se hacía más densa, se dividía en tres caminos para carro, dos de ellos mal trazados y poco frecuentados. Claude siguió uno de estos caminos. La lluvia había disminuido hasta convertirse en un repiqueteo constante, pero los altos helechos que crecían por el camino le salpicaban a la altura de la cintura y sus pies se hundían en la tierra esponjosa y llena de musgo. La luz a su alrededor, el mismo aire eran verdes. Los troncos de los árboles estaban cubiertos de un suave musgo verde, como moho. Se preguntaba si este bosque no sería siempre un lugar húmedo, lúgubre, cuando de repente el sol se abrió paso y salpicó de oro el bosque entero. Nunca antes había visto nada como las titilantes esmeraldas del musgo, el verde sedoso de las empapadas copas de las hayas. Todo despertó, los conejos cruzaban el camino, los pájaros comenzaron a cantar y de repente, los helechos estaban cubiertos por el zumbido de los insectos.

El serpenteante camino volvió a girar y fue a dar abruptamente a una ladera, encima de un claro en el que se apilaban rocas grises. Al otro lado de la cuesta había un pinar con ramas rojas desnudas. La luz, a su alrededor y bajo ellas, era roja como una rosada puesta de sol. Casi todas las ramas se dividían a mitad de camino en dos grandes brazos que volvían a juntarse en lo alto, como las ilustraciones de las liras de los antiguos griegos.

Abajo en la hierba del claro, entre las pilas de pedernal, pequeños abedules blancos agitaban sus brillantes hojas con la ligera brisa. Por todas las rocas había brezos de color púrpura, subían por entre las grietas como si fueran fuego. En una de estas rocas desnudas estaba sentado el teniente Gerhardt, sin sombrero, en una actitud de fatiga o de profundo abatimiento, sus manos envolviendo sus rodillas, su pelo castaño, rojizo bajo el sol. Después de observarlo durante unos pocos minutos, Claude descendió por la pendiente rozando los altos helechos.

—¿Molesto? —preguntó mientras se detenía a los pies de las rocas.

—¡Oh, no! —dijo el otro, moviéndose un poco y levantando la mano de la rodilla.

Claude se sentó sobre una piedra.

—¿Esto son brezos? —preguntó—. Creo que los reconozco por Secuestrado, de Stevenson. Esta parte del mundo no es tan nueva para ti como lo es para mí.

—No, viví en París durante varios años cuando era estudiante.

—¿Qué estabas estudiando?

—Violín.

—¿Eres músico? —Claude le miró sorprendido.

—Era —respondió el otro con una sonrisa desdeñosa mientras estiraba lánguidamente las piernas sobre el brezo.

—Es una auténtica pena —comentó Claude con seriedad.

—¿El qué?

—Bueno, reclutar a tipos con un talento especial. Habría suficiente con los que no tenemos talento alguno.

Gerhardt se giró sobre su espalda y puso sus manos bajo la cabeza.

—Ah, este asunto es demasiado grande como para hacer excepciones, es universal. Si por casualidad naciste hace veintiséis años, no puedes escaparte. Si esta guerra no te mata de alguna manera, lo hará de otra —le contó a Claude que había recibido instrucción en Camp Dix y que había llegado hacía ocho meses en una banda militar, pero que odiaba el trabajo que tenía que hacer y fue transferido a infantería.

Cuando regresaron sobre sus pasos, el bosque estaba inundado de una penumbra verde. Su relación había cambiado de algún modo durante la última media hora y caminaron en medio de una confianza silenciosa hacia la conocida calle hasta la puerta de su propio jardín.

Como había cesado la lluvia, Madame Joubert había puesto el mantel sobre la mesa de madera bajo el cerezo, como las noches anteriores. Monsieur Joubert estaba trayendo las sillas y la niña llevaba una pila de pesados platos. Los apoyaba sobre su estómago y se inclinaba hacia atrás mientras caminaba para mantener el equilibrio. Llevaba zapatos, pero sin calcetines, y su desgastado vestido de algodón golpeaba sus piernas morenas. Era una pequeña refugiada belga que había sido enviada allí con su madre. Su madre había muerto ya y la niña ni siquiera había ido a visitar su tumba. No podían convencerla para que dejara el patio y saliera a la tranquila calle. Si los niños del vecindario entraban al jardín por error, ella se escondía. No tenía otros compañeros de juegos que la gata y ahora también los gatitos de la caseta de las herramientas.

La cena fue muy animada esa noche. Monsieur Joubert se alegraba de que la tormenta no hubiese durado lo suficiente como para estropear el trigo. El jardín estaba fresco y brillante después de la lluvia. Del cerezo caían gotas brillantes sobre el mantel cuando lo agitaba la brisa. La gata se quedó dormida sobre el cojín rojo de la silla de coser de Madame Joubert y las palomas revoloteaban por el suelo para no dejar escapar las lombrices que se retorcían sobre la tierra húmeda. La sombra de la casa caía sobre la mesa, pero las copas de los árboles se alzaban repletas de luz y el sol amarillo se esparcía sobre la pared de adobe y las rosas de color crema. Sus pétalos, alborotados por la lluvia, desprendían un húmedo y alegre aroma.

Monsieur Joubert debía de ser diez años mayor que su mujer. Mostraba una actitud satisfecha y una agradable chispa en sus ojos. Le caían bien estos jóvenes oficiales: Gerhardt llevaba allí más de dos semanas y de alguna forma mitigaba el silencio que se había instalado en la casa desde que el segundo hijo murió en el hospital. Los Joubert permanecían al margen de todo. Habían hecho todo lo que habían podido, dado todo lo que tenían, y ahora no tenían nada que esperar, excepto lo que toda Francia esperaba. Estaba hablando con Gerhardt sobre el gran puerto de mar que los americanos estaban haciendo en Burdeos; dijo que tenía intención de ir allí después de la guerra, para verlo todo en persona.

Madame Joubert se alegraba de oír que habían estado paseando por el bosque. ¿Había florecido el brezo? Le hubiera gustado que le hubieran traído algunas flores. Quizá la próxima vez que fueran. Ella solía caminar por allí a menudo. Sus ojos, pensó Claude, parecían más cercanos cuando hablaba sobre el bosque y, evidentemente, se interesaba mucho más por lo que florecía en él que por lo que los americanos estaban haciendo en el río Garona. Le gustaría poder hablar con ella como lo hacía Gerhardt. Admiraba el modo en que se ponía de pie y trataba de captar su interés, hablando su complicado idioma con tal ímpetu y precisión. Era un idioma que no se podía mascullar, que tenía que hablarse con energía y pasión o no hablarse. Él pensaba que simplemente hablar esa lengua excitante podría ayudar a que un alma destrozada se recuperase.

La pequeña criada que les atendía se movía a su alrededor sin hacer ruido. Sus ojos apagados no parecían mirar nunca, sin embargo veía cuándo era el momento de traer la pesada sopera y cuándo era el momento de llevársela. Madame Joubert había descubierto que a Claude le gustaba tomar las patatas junto con la carne —cuando había carne— y no en un plato aparte. Tenía que decirle a la pequeña cada vez que fuera y las trajera. La niña lo hacía con una desgana manifiesta, con hosquedad, como si la hubieran obligado a hacer algo que estuviera mal. Era una criatura muy extraña en general. Cuando los dos soldados dejaron la mesa y se dirigieron al campamento, Claude se agachó dentro de la caseta de herramientas, alzó uno de los gatitos y lo sostuvo en alto a la luz para verle parpadear. La niña, que justamente salía de la cocina, soltó un chillido agudo, uno terrible, y se puso en cuclillas tapándose la cara con las manos. Madame Joubert salió para regañarla.

—¿Qué le pasa a esa niña? —preguntó Claude mientras salían apresuradamente por la puerta—. ¿Crees que le hicieron daño o que abusaron de ella de alguna manera?

—La aterrorizaron. A menudo chilla así por la noche. ¿No la has escuchado? Tienen que ir y despertarla para que pare. No habla francés, solo valón. Y no puede o no es capaz de aprender, así que no pueden saber qué es lo que está pasando en su pobre cabecita.

Durante las dos semanas de intenso entrenamiento que siguieron, Claude se quedó asombrado ante la energía y resistencia de Gerhardt. El esfuerzo muscular de los simulacros de operaciones en trinchera le exigía físicamente más a él que a cualquiera de los otros oficiales. Era tan alto como Claude pero pesaba solo sesenta y seis kilos y no había sido criado duramente, como la mayoría. Cuando sus compañeros oficiales supieron que era violinista de profesión, que podría haber tenido un trabajo fácil como intérprete o como organizador de los espectáculos del campamento, dejaron de sentir resentimiento por su reserva o su ocasional altanería. Respetaban a un hombre que podría haberse librado y no lo había hecho.