V

La Compañía B llegó al campo de entrenamiento de S… con treinta y seis hombres menos: veinticinco habían sido enterrados durante el viaje hasta allí y a los otros once, enfermos, los habían dejado en el hospital de la base. La compañía debía unirse a un batallón que ya había entrado en acción, comandado por el teniente coronel Scott. Al llegar por la mañana temprano, los oficiales informaron de inmediato en el cuartel general. El capitán Maxey debió de llevarse una gran impresión cuando el coronel se levantó de su escritorio para agradecerle su saludo, entonces les estrechó la mano a todos y les preguntó por su viaje. El coronel no tenía una figura muy marcial: bajito, gordito, con los hombros caídos y una espalda llena de bultos como un saco de patatas. Aunque no tenía mucho más de cuarenta años, estaba calvo y el cuello de su camisa podía deslizarse con facilidad por su cabeza sin tener que desabrocharlo. Sus pequeños y brillantes ojos y su cara amable no tenían ni una pizca de arrogancia o dignidad de oficial.

Años antes, cuando el general Pershing, entonces un joven y atractivo teniente con una esbelta cintura y rubios bigotes, estaba destinado como comandante en la Universidad de Nebraska, Walter Scott era un oficial en una compañía de cadetes que el teniente solía llevarse a los torneos militares. Los llamaban The Pershing Rifles, «Los Rifles de Pershing», y ganaban premios dondequiera que fueran. Después de graduarse, Scott se estableció para llevar un negocio de ferretería en un próspero pueblo de Nebraska vendiendo cocinas de gas y mangueras para jardín durante veinte años. Más o menos cuando Pershing fue enviado a la frontera mexicana, Scott empezó a pensar que al final algo debía de estar pasando y que sería mejor dedicarse al adiestramiento. Bajó a Texas con la Guardia Nacional. Había venido a Francia con la División Primera y había logrado sus ascensos gracias a unas sólidas cualidades marciales.

—Veo que tiene un oficial menos, capitán Maxey —comentó el coronel a los allí reunidos—. Creo que tengo un hombre aquí para ocupar el puesto que le corresponde. El teniente Gerhardt es un hombre de Nueva York, vino con la banda y fue transferido a infantería. Recientemente le han nombrado oficial por su buen servicio. Tiene cierta experiencia y es un tipo muy capaz —el coronel envió a su ordenanza para que trajera al joven a quien presentó a los oficiales como teniente David Gerhardt.

Claude se había avergonzado de Tod Fanning, que siempre estaba dejándose en ridículo y nunca hubiera conseguido una promoción si su tío no hubiese sido un congresista. Pero en el momento que cruzó la mirada con el teniente Gerhardt, algo parecido a los celos se encendió dentro de él. De repente sintió que salía perjudicado al compararse con el nuevo oficial, que debía estar en guardia y no permitirse ser tratado con condescendencia.

Al salir juntos de la oficina del coronel, Gerhardt le preguntó si ya tenía alojamiento. Claude respondió que, después de que sus hombres tuvieran donde quedarse, él miraría algo para él.

El joven sonrió.

—Me temo que vas a tener problemas. La gente de por aquí ha trabajado demasiado manteniendo a los soldados y no son tan voluntariosos como lo eran antes. Yo estoy con una encantadora pareja de ancianos en el pueblo. Estoy casi seguro de que puedo meterte allí. Si vienes conmigo, hablaremos con ellos antes de que alguien más los disuada.

Claude no quería ir, no quería aceptar favores; aun así fue. Caminaron juntos a lo largo de la polvorienta carretera que transcurría entre campos de trigo a medio madurar bordeados por álamos. Las glorias de la mañana salvajes y las zanahorias silvestres que crecían en el borde de la carretera todavía brillaban por el rocío. Una brisa fresca agitaba el grano barbudo dividiéndolo en surcos y extendiendo mechones de amapolas carmesí. El nuevo oficial no era entrometido, sin lugar a dudas. Caminaba silbando suavemente para sí, parecía completamente perdido en la frescura de la mañana o en sus propios pensamientos. No había habido nada condescendiente en sus formas hasta ahora y Claude empezaba a preguntarse por qué se había sentido tan incómodo con él. Quizá era porque no tenía el mismo aspecto que el resto: aunque era joven, no tenía aspecto aniñado. Parecía experimentado, un producto terminado, más que algo que está en proceso. Era apuesto, y su cara, como sus formas y sus andares, tenía algo de distinción. Una amplia frente blanca bajo el pelo marrón rojizo, ojos color avellana sin un ápice de duda en su mirada, una nariz aguileña con un delicado perfil, una boca sensible y desdeñosa, que de alguna manera no desmerecía la amable aunque algo reservada expresión de su rostro.

El teniente Gerhardt debía de llevar en esa zona algún tiempo, parecía conocer a la gente. De camino se cruzaron con varios vecinos: una muchacha de mirada hostil que sacaba a una vaca a pastar, un anciano con una cesta en el brazo, el cartero en su bicicleta, todos ellos hablaron con el acompañante de Claude como si le conocieran bien.

—¿Qué son estas flores azules que crecen por todos sitios? —preguntó Claude de repente, señalando con el pie una mata.

—Aciano —dijo el otro—, los alemanes la llaman Kaiser-blumen, «Las flores del Káiser».

Se estaban acercando al pueblo, que lindaba con un bosque, un bosque tan grande que no se podía ver el final, se juntaba con el horizonte mediante una hilera de pinos. El pueblo no era más que una única calle. A cada lado había paredes del color de la arcilla, con puertas de madera pintadas por aquí y por allá y contraventanas verdes. El guía de Claude abrió una de estas puertas y entraron en un pequeño jardín de tierra, la casa estaba construida de forma que el jardín la rodeaba por tres lados. Bajo un cerezo había una mujer sentada con un vestido negro, cosiendo con una mesa de trabajo a su lado.

Tenía quizá cincuenta años, pero aunque su pelo era gris tenía un aspecto juvenil: mejillas enjutas, con un delicado tono rosado y unos tranquilos, risueños e inteligentes ojos. Claude pensó que parecía una mujer de Nueva Inglaterra, parecida a las fotografías de las primas y las compañeras de colegio de su madre. El teniente Gerhardt le presentó a Madame Joubert. Se desanimó un poco por el coloquio que siguió. Claramente, su nuevo compañero hablaba el mismo lenguaje desconcertante que Madame Joubert con tanta facilidad como ella y se sentía irritado y resentido mientras escuchaba. Había albergado la esperanza de que, dondequiera que se alojara, podría aprender a hablar con la gente un poco, pero con este joven experto cerca, nunca tendría el valor de probar. Podía ver que a Madame Joubert le gustaba Gerhardt, le gustaba mucho, y todo esto, por alguna razón, le desalentaba.

Gerhardt se dirigió a Claude, hablando de forma que incluyera a Madame Joubert en la conversación, aunque ella no pudiese entenderlo:

—Madame dejará que te vengas, aunque ya ha cumplido con su parte y en realidad no tiene por qué acoger a nadie más. Pero estarás tan bien aquí que me alegro de que dé su consentimiento. Tendrás que compartir la habitación conmigo, pero hay dos camas. Te la enseñará.

Gerhardt salió por la puerta y le dejó solo con su anfitriona. La mente de ella parecía leer los pensamientos de él. Cuando pronunciaba una palabra o cualquier sonido que pareciese una, ella construía rápidamente y sin problemas una frase con ella, como si estuviera bastante acostumbrada a hablar de esta manera y esperase solo monosílabos de los extraños. Era amable, incluso un poco bromista, pero él sentía que eran todo buenos modales y que en el fondo ella no le tenía en consideración en absoluto. Cuando estuvo solo en el dormitorio con suelo de baldosas del piso de arriba, mientras desenrollaba las mantas y colocaba sus cosas de afeitarse, miró hacia fuera por la ventana y la observó sentada cosiendo bajo el cerezo. Tenía una cara muy triste, pensó, no era dolor, nada agudo y definitivo, como la pena. Era una tristeza antigua, tranquila e impersonal, dulce en su expresión, como la tristeza de la música.

Cuando salió de la casa para dirigirse de vuelta a los barracones, le hizo una reverencia y trató de decir: «Au revoir, Madame. Jusqu’à ce soir». Se detuvo cerca de la puerta de la cocina para mirar las muchas ramas del rosal trepador que recorrían toda la pared, llenas de rosas color crema y puntas rosadas, solo un poco más oscuras que la pared de arcilla detrás de ellas. Madame Joubert se acercó y se quedó de pie a su lado, mirándole a él y al rosier.

Oui, c’est joli, n’est-ce pas? —cogió las tijeras que colgaban de su cinturón con un lazo, cortó una de las flores y se la puso en el ojal—. Voilá! —hizo un pequeño movimiento con su fina mano.

Al pisar la calle, se giró para cerrar la puerta de madera tras de sí y escuchó un suave revuelo en la oscura caseta de las herramientas justo a su lado. Entre los rastrillos y las palas una cara de niña asustada estaba mirándole fijamente. Estaba sentada en el suelo con el regazo lleno de gatitos. Él apenas pudo atisbar su pálida y apagada cara.