¡Se adentraban más y más en la florida Francia! Esa era la frase que Claude no dejaba de decirse a sí mismo una y otra vez al son del traqueteo de las ruedas, mientras el largo tren militar se dirigía al sur, el segundo día después de que él y su compañía hubiesen dejado el puerto de desembarco. Campos de trigo, campos de avena, campos de centeno, todas las colinas bajas y las onduladas mesetas vestidas con la cosecha. Y en todos los sitios, en la hierba, en el grano amarillo, a lo largo de los bordes de la carretera, rebosaban y ondeaban las amapolas. Al segundo día, los chicos aún seguían hablando los unos con los otros sobre las amapolas, ninguna otra cosa había superado sus expectativas tanto como esto. Habían supuesto que las amapolas crecían solo en los campos de batalla o en los cerebros de los corresponsales de guerra. Nadie sabía qué eran los acianos excepto Willy Katz, un chico austriaco de los mataderos de South Omaha, y solo conocía un nombre soez para designarlas, así que no aportó ninguna información. Durante mucho tiempo pensaron que las flores rojas de los tréboles eran salvajes (eran tan grandes como rosas silvestres). Cuando pasaron junto al primer campo de alfalfa, resonó una carcajada por todo el tren; la alfalfa era una cosa de la que, creían, fuera de sus propios terrenos en la pradera, nadie más había oído hablar.
Durante todo el camino, la Compañía B había estado encontrando las cosas viejas en lugar de las nuevas o, según su forma de pensar, las nuevas en lugar de lo viejo. Los tejados de paja, que habían estado contando según los veían eran pocos y estaban lejos unos de otros. Pero las agavilladoras americanas, de fabricantes bien conocidos, aparecían donde los campos estaban empezando a madurar, las estaban engrasando y poniendo a punto, pero no «campesinos», sino viejos granjeros de mirada sabia que parecían conocer el negocio. Los perales, enderezados con guías contra la pared como si fueran vides, no les asombraron tanto como el ver los familiares álamos de Virginia que crecían por todas partes. Claude pensó que nunca antes se había fijado en lo hermoso que podía ser este árbol. En pequeños valles verdes, a lo largo de ríos cristalinos, los álamos saludaban y susurraban, y en las pequeñas islas, de las que había muchas en estos ríos, se alzaban en masas puntiagudas, parecían agarrarse al suelo más profundo y descansar cómodamente, como si hubieran estado allí siempre y para siempre se fueran a quedar. En casa, por todo Frankfort, los granjeros estaban talando sus álamos porque eran «comunes», para plantar arces y fresnos y que salieran adelante en su lugar. No importaba, los álamos eran lo suficientemente buenos para Francia ¡y lo suficientemente buenos para él! Sentía que eran un auténtico lazo entre él y esta gente.
Cuando la Compañía B recibió por primera vez órdenes de ir a un campo de entrenamiento en la parte norte de Francia, todos los hombres se llevaban una gran decepción. Tropas mucho menos experimentadas que ellos fueron enviadas con urgencia al frente, así que, ¿para qué seguir por aquí perdiendo el tiempo? Pero ahora estaban hechos a la idea del retraso. Parecía haber una gran parte de Francia que no estaba en la guerra y no les importaba viajar un poco por un país como este. ¿La cosecha siempre era un mes más tarde que en casa, como parecía ser este año? ¿Por qué tenían los granjeros filas de árboles creciendo a lo largo de los bordes de cada campo, acaso no le quitaban fuerza al suelo? ¿Qué pretendían plantando mostazas justo a lo largo de otros cultivos? ¿Acaso no sabían que la mostaza se mete dentro de los campos de trigo y estrangula el grano?
La segunda noche los chicos la iban a pasar en Ruan y al día siguiente podrían dar una vuelta por allí. Todo el mundo sabía lo que había pasado en Ruan, y si alguien no lo sabía, ¡sus vecinos estaban ansiosos por informarle! Había tenido lugar en el mercado y era el mercado lo que ellos iban a buscar.
El día siguiente, cuando llegó, resultó ser negro y frío, un día de lluvia torrencial. Mientras caminaban en fila a través de las estrechas y abarrotadas calles, la cruel ciudad normanda no presentaba un aspecto muy alentador. Se alegraban de haber encontrado por fin la ribera, salir por el puente y aspirar el aire en el gran espacio abierto sobre el río, lejos del ruido de las ruedas de los carros y de las fuertes voces y las astutas caras de estos ciudadanos, que parecían bruscos y hostiles. Desde el puente levantaron la vista hacia las montañas de un blanco calizo; las cumbres, un borrón de un verde intenso bajo el bajo cielo de color plomizo. Observaban las flotas de amplias gabarras hundidas en el río, yendo y viniendo bajo sus pies, con sus chimeneas inclinadas. Solo un poco más lejos río arriba estaba París, el lugar al que todo soldado pretendía ir y, mientras se apoyaban en la barandilla y bajaban la mirada hacia el agua que fluía despacio, cada uno tenía en mente una imagen confusa de cómo sería. El Sena, estaban seguros, debía de ser mucho más ancho allí y lo cruzarían muchos puentes, todos más largos que el puente sobre el Missouri en Omaha. Habría más chapiteles y cúpulas doradas de las que se pudieran contar, todos los edificios más altos que cualquiera de Chicago y todo brillante, de un brillo deslumbrante, nada gris ni raído como esta vieja Ruan. Le adjudicaron a la ciudad su deseo de incalculable inmensidad, desconcertante amplitud, enormidad y pesadez babilónicas, los únicos atributos que les habían enseñado a admirar.
A última hora de la mañana, Claude se encontró solo ante la iglesia de St. Ouen. Estaba buscando la catedral y este parecía ser el sitio. Sacudió el agua de su impermeable y, al entrar, se quitó el sombrero en la puerta. El día, tan oscuro fuera, estaba aún más oscuro dentro…, a lo lejos, unas pocas velas dispersas, aun así escasos puntos de luz; justo ante él, en la penumbra grisácea, esbeltas columnas blancas en largas filas, como los troncos de unos álamos blancos.
La entrada a la nave estaba cerrada por un cordón, así que recorrió el pasillo de la derecha, pisando suavemente, pasando delante de capillas donde se arrodillaban mujeres solitarias a la luz de unas pocas velas. Excepto por ellas, la iglesia estaba vacía… vacía. Su propia respiración era audible en este silencio. Se movía con precaución, por si provocaba eco.
Cuando llegó al coro se giró y vio, muy por detrás de él, el rosetón con su corazón púrpura. Mientras estaba de pie mirando fijamente, con el sombrero en la mano, tan quieto como las esculturas de piedra de las capillas, una gran campana, muy arriba, comenzó a golpear las horas con su profunda y melodiosa garganta, once golpes, medidos y espaciados, tan intensos como los colores en la ventana, después el silencio… solo en su recuerdo la vibración de un tipo de sonido jamás soñado. Las revelaciones de la vidriera y la campana habían llegado casi simultáneamente, como si una hubiera producido la otra y ambas fueran algo excepcional comparado con lo que su mente había estado siempre buscando a tientas, o eso le parecía a él entonces.
Enfrente del coro la nave estaba abierta, sin cordón que lo cerrara. Varias sillas de paja estaban apiñadas sobre una losa del suelo de piedra. Después de dudarlo un poco, cogió una, le dio la vuelta y se sentó mirando hacia la vidriera. Si alguien se le hubiera acercado y le hubiera dicho alguna cosa, cualquier cosa, él se habría levantado y habría dicho: «Pardon, monsieur, je ne sais pas c’est défendu». Se lo repitió a sí mismo para estar completamente seguro de que lo tendría preparado.
En el tren, de camino, había hablado con los chicos sobre la mala reputación que los americanos habían adquirido de ir por todos sitios como si fuera su casa y entrometerse en todo, y les había pedido que anduvieran con cautela.
—Pero teniente —había saltado el muchacho de Pleasantville—, ¿no es toda esta expedición una intrusión? Después de todo, no es nuestra guerra.
Claude se rio, pero le dijo que tenía intención de dar un castigo ejemplar a aquel que se metiera en líos.
Se sentía enormemente satisfecho de no tener a sus inquietos compañeros presentes en ese momento. Se podía sentar ahí tranquilamente hasta el mediodía y escuchar la campana sonar de nuevo. Mientras tanto, debía intentar pensar: esto era por supuesto arquitectura gótica, había leído algo sobre esto y debería ser capaz de recordar algo sobre ello. Gótico… era una simple palabra, a él le sugería algo muy picudo y puntiagudo, arcos afilados, tejados empinados. No tenía nada que ver con estas esbeltas columnas blancas que se alzaban tan rectas y lejanas, o con la vidriera, ardiente allí en su bóveda de penumbra…
Mientras intentaba en vano meditar sobre la arquitectura, algunos recuerdos de astronomía de antiguas clases atravesaron su mente, algo sobre las estrellas cuya luz viaja a través del espacio durante cientos de años antes de alcanzar la tierra y el ojo humano. El púrpura, el carmesí y el verde botella de esta vidriera habían estado brillando durante casi el mismo tiempo antes de llegar hasta él. Sintió perfectamente cómo le atravesaba e iba más allá… como si su madre estuviera mirando por encima de su hombro. Se sentó solemnemente durante una hora, hasta las doce, los codos sobre sus rodillas, su sombrero balanceándose entre las piernas en su mano, mirando hacia arriba a través de la penumbra con ojos sinceros y meditabundos.
Cuando Claude se reunió con su compañía en la estación, se habían reído de él: ellos habían encontrado la catedral y una estatua de Ricardo Corazón de León, en el mismo sitio donde el propio corazón había sido enterrado, «el órgano idéntico», le aseguró el gordo sargento Hicks. Pero todos se alegraron de dejar Ruan.