III

A la mañana siguiente, cuando Claude llegó al hospital a ver a Fanning, encontró a todo el mundo demasiado ocupado como para reparar en él. El patio estaba lleno de ambulancias y una larga fila de camiones esperaba fuera, en la puerta. Un tren cargado de americanos heridos había llegado, desde los hospitales de campaña, para esperar su barco de vuelta a casa.

Al pasar los heridos a su lado, pensó que parecía que llevaran mucho tiempo enfermos; parecía, de hecho, como si nunca fueran a recuperarse. Los chicos que habían muerto a bordo del Anchises nunca habían parecido tan enfermos como esos hombres. Su piel estaba amarilla o púrpura, tenían los ojos hundidos y los labios resecos. Cualquier vestigio de la salud les había abandonado, todo atributo de juventud había desaparecido. Un pobre hombre, cuya cara y tronco estaban envueltos con algodón, no dejó de quejarse y al subir por el pasillo su olor era horrible. El celador de Texas le comentó a Claude:

—Al principio, a ese solo le habían volado un dedo, ¿puedes creerlo?

Estos eran los primeros heridos que Claude veía. Derramar sangre brillante, llevar la roja insignia del valor, eso era una cosa, pero verse reducido a esto era algo bien distinto. Desde luego, cuanto antes muriesen estos chicos, mejor.

El texano, al pasar con su siguiente carga, le preguntó a Claude por qué no había ido a la oficina a esperar a que acabara el ajetreo. Al mirar dentro a través de la puerta de cristal, Claude reparó en un hombre joven escribiendo sentado a un escritorio cercado por una barandilla. Algo en su figura, en la forma en que sostenía la cabeza, le resultaba familiar. Cuando levantó el brazo izquierdo para mantener abierta la página de su libro mayor, dejaba ver un muñón a la altura del codo. Sí, no cabía duda, la pálida y afilada cara, la nariz aguileña, el ceño fruncido, la frente intranquila. En ese momento, como si hubiera sentido unos ojos curiosos clavados en él, el joven detuvo su rápida escritura, estiró los hombros, puso un peso de hierro sobre la página de su libro, cogió una cajita del bolsillo y sacudió un cigarrillo sobre la mesa. Al acercarse a la barandilla, Claude le ofreció un puro.

—No, gracias. Ya no fumo de eso. Al parecer son demasiado fuertes para mí —prendió una cerilla, movió de nuevo los hombros como si los tuviera agarrotados y se sentó en el borde de su escritorio.

—¿De dónde vienen estos heridos? —preguntó Claude—. Llegué justo ayer en el Anchises.

—Vienen de varios hospitales de campaña. Creo que la mayoría son del grupo de Belleau Wood.

—¿Dónde perdió el brazo?

—Cantigny. Estaba en la División Primera. Llevaba aquí desde el pasado septiembre, esperando que ocurriera algo y entonces me alcanzan en mi primera batalla.

—¿No puede volver a casa?

—Sí, podría, pero no quiero. Me he acostumbrado a las cosas aquí. Estuve destinado en los cuarteles generales en París durante un tiempo.

Claude se apoyó sobre la barandilla.

—En casa leímos sobre Cantigny, por supuesto. Estábamos bastante emocionados, supongo que ustedes también.

—Sí, estábamos nerviosos. No habíamos estado en la línea de fuego y estábamos hartos de todo ese asunto de que lleva cincuenta años construir una maquinaria bélica. Los Hunos estaban bien posicionados. Levantamos la vista hacia esa larga colina y nos preguntamos cómo íbamos a actuar —mientras hablaba parecía que sus ojos estuvieran moviéndose todo el tiempo, probablemente porque no podía mover absolutamente nada su cabeza. Después de expulsar grandes nubes de humo hasta que su cigarrillo se consumió, se sentó ante su libro y frunció el ceño ante la página como diciendo que estaba demasiado ocupado para hablar.

Claude vio al doctor Trueman en la puerta, esperándole. Hicieron su visita de las mañanas a Fanning y dejaron el hospital juntos. El doctor se dirigió a él como si tuviese algo en mente.

—Te he visto hablando con ese joven del cuello torcido. ¿Cómo se encontraba? ¿Bien?

—No exactamente, es decir, parece muy nervioso, ¿sabes algo de él?

—¡Oh, sí! Es uno de los pacientes estrella aquí, un caso de psicopatía. Acabo de estar hablando con uno de los médicos sobre él, entonces salí y te vi con él. Le dispararon en la cabeza en Cantigny, donde perdió el brazo. La herida se curó, pero su memoria se vio afectada: le cortaron algún nervio, supongo, que conecta con esa parte de su cerebro. Este psiquiatra experto en psicopatías, Phillips, se está tomando mucho interés por él y le tiene aquí para observarlo. Está escribiendo un libro sobre él. Dice que el tipo ha olvidado casi todo sobre su vida antes de venir a Francia. Lo raro es que es su recuerdo de las mujeres lo que se ha visto más afectado. Puede recordar a su padre, pero no a su madre; no sabe si tiene o no hermanas, recuerda haber visto chicas por la casa pero piensa que debían de ser primas. Sus fotografías y pertenencias se perdieron cuando fue herido, todo excepto un puñado de cartas que tenía en el bolsillo. Son de una joven con la que está prometido, y afirma que no la recuerda en absoluto, no sabe qué aspecto tiene ni nada sobre ella, y no es capaz de recordar haberse comprometido. El doctor tiene las cartas. Parecen ser de una agradable joven de su pueblo que está ansiosa por que él trate de prosperar. Desertó poco después de ser enviado a este hospital, huyó. Lo encontraron en una granja en medio del campo aquí, una casa donde los hijos habían muerto y la gente de alguna manera le había adoptado. Se quitó el uniforme y llevaba puestas las ropas de uno de los hijos muertos. Probablemente habría logrado desaparecer si no hubiese tenido ese cuello torcido. Alguien lo vio en los campos, lo reconoció y le denunció. Supongo que a nadie le importa mucho, salvo a este doctor especialista en psicopatía que quería que su paciente preferido volviese. Aquí le llaman «el americano perdido».

—Parece estar haciendo algún tipo de trabajo clerical —observó Claude discretamente.

—Sí, dicen que es una persona muy culta. Recuerda los libros que ha leído mejor que su propia vida. No puede recordar cómo es su pueblo natal, ni su casa. Y las mujeres han sido claramente borradas, incluso la joven con la que se va a casar.

Claude sonrió.

—Quizá sea afortunado en eso.

El doctor se dirigió a él afectuosamente.

—Bueno, Claude, no empieces a hablar así al minuto de haber desembarcado en este país.

Claude pasó delante de la iglesia de St. Jacques. La noche anterior ya parecía un sueño, pero le atormentaba. Deseaba poder hacer algo para ayudar a ese chico, ayudarle a escaparse del doctor que estaba escribiendo un libro sobre él y de la chica que quería que se convirtiese en un hombre de provecho, a huir y perderse completamente en lo que había sido lo suficientemente afortunado de encontrar. Todo aquel día, mientras Claude iba y venía, no había dejado de buscar entre la multitud ese joven rostro, tan compasivo y tierno.