Claude se fue a buscar el Grand Hotel, donde había prometido cenar con Victor Morse. El portero allí hablaba inglés. Llamó a un chico pelirrojo con un uniforme sucio y le dijo que llevara al americano a la vingt-quatre. El chico también hablaba inglés.
—¡Mucho dinero en Nueva York, supongo! En Francia, no dinero.
Se abrió paso recorriendo pasillos que olían a humedad y subiendo resbaladizas escaleras, observando sagazmente, tanto como pudo, al visitante y frotando nerviosamente el pulgar contra los demás dedos todo el tiempo.
—Vingt-quatre, veinticuatro —anunció dando golpecitos en una puerta mientras abría la otra mano de manera insinuante. Claude puso algo en ella, cualquier cosa con tal de deshacerse de él.
Victor estaba de pie delante de la chimenea.
—Hola, Wheeler, entra. Nos servirán la cena aquí arriba. Es bastante grande, ¿verdad? A quince dólares el día, era esto o un gallinero; no pude conseguir otra cosa.
La habitación era lo suficientemente espaciosa como para un banquete, con dos camas enormes y grandes ventanas que giraban sobre bisagras, como si fueran puertas, y que con certeza no se habían limpiado desde antes de la guerra. Los tapices de brocado de algodón y las cortinas de encaje estaban tiesas por el polvo, la gruesa moqueta estaba cubierta de colillas de cigarro y cerillas. Había cuchillas de afeitar y bolsas de tela caqui del kit de suministros por encima del tocador, y los primeros ocupantes habían dejado sus autógrafos en el polvo de la mesa. Los oficiales dormían allí y se marchaban; y entonces llegaban otros oficiales, y la habitación permanecía igual, como un bosque en el que los viajeros acamparan para pasar la noche. El valet de chambre se llevaba solo lo que pudiera serle útil, camisas abandonadas, calcetines y zapatos viejos. Parecía un sitio más bien deprimente para hacer una fiesta.
Cuando llegó el camarero, limpió el polvo de la mesa con su delantal y puso un mantel limpio, servilletas y vasos. Victor y su invitado se sentaron bajo la luz de una bombilla eléctrica con la pantalla rota, alrededor de la cual un silencioso halo de moscas se movía incesantemente. No zumbaban, no salían rápidamente hacia arriba ni bajaban a probar la sopa, sino que se quedaban allí, en el centro de la habitación, como si fueran parte del sistema de iluminación. La atención constante del camarero hacía sentir incómodo a Claude, se sentía como si estuviera siendo observado.
—Por cierto —dijo Victor mientras removían los platos de sopa—, ¿qué opinas de este vino? Me costó treinta francos la botella.
—A mí me sabe muy bien —contestó Claude—. Pero en realidad, es el primer champán que he bebido nunca.
—¿De verdad? —Victor apuró otro vaso y suspiró—. Te envidio. Me gustaría tener que hacer todo de nuevo por primera vez. La vida es muy corta, ¿sabes?
—Yo diría que has empezado muy bien. Estamos bastante lejos de Crystal Lake.
—No lo suficiente —su anfitrión estiró el brazo hasta el otro lado de la mesa y rellenó el vaso vacío de Claude—. A veces me despierto con la sensación de que he vuelto allí. O tengo pesadillas y me veo a mí mismo sentado en ese maldito taburete en la jaula de cristal y no puedo hacer que mis libros cuadren. Oigo al viejo toser en su habitación privada, de la misma forma que tose cuando va a rechazar un préstamo a algún pobre diablo que lo necesita. Me salvé por los pelos, Wheeler, «como tizón arrebatado de un incendio», eso es todo lo que recuerdo de las Escrituras.
Las relucientes manchas rojas en las mejillas de Victor, su pálida frente y los brillantes ojos y su pequeño y elegante bigote parecían darle a su cita una peculiar intensidad. Claude le envidiaba, debía de ser muy divertido adoptar un papel e interpretarlo hasta el final, creer que te has transformado a ti mismo y admirar el tipo de persona que has logrado llegar a ser. También, en cierta manera, admiraba a Victor, aunque no podía creer en él del todo.
—Nunca volverás —dijo—, yo no me preocuparía por eso.
—Escúchame bien, ¡son miles los que nunca volverán! No estoy hablando de las bajas. Algunos de vosotros, americanos, vais a descubrir el mundo en este viaje… ¡y será una jodida gran diferencia! No habéis tenido muchas oportunidades. Hay una conspiración entre la Iglesia y el Estado para manteneros oprimidos. Esta noche voy a salir a divertirme con unas chicas, ¿quieres venir conmigo?
Claude rio.
—Creo que no.
—¿Por qué no? No te pillarán, te lo garantizo.
—Supongo que no iré —Claude habló con tono de disculpa—. Voy a ir a ver a Fanning después de la cena.
Victor se encogió de hombros.
—¡Eso es una tontería! —le hizo una seña al camarero para que abriera otra botella y trajera el café—. Bueno, es tu última oportunidad de volverte un poco loco conmigo —miró a Claude intensamente y levantó la copa—. ¡Por el futuro y nuestro próximo encuentro! —cuando bajó su copa vacía comentó—: He recibido un telegrama hoy, me voy mañana.
—¿A Londres?
—A Verdún.
Claude respiró agitado. Verdún, el simple sonido de la palabra era lúgubre, como el redoble hueco de los tambores. Victor iba allí al día siguiente. Desde donde estaban, uno podía tomar un tren hacia Verdún o sus alrededores, como en casa uno tomaba el tren hacia Omaha. Se sentía más «allá» de lo que nunca antes se había sentido y un leve estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Trató de sonar despreocupado:
—¿Entonces no irás a Londres pronto?
—Solo Dios sabe —contestó Victor con tristeza. Levantó la vista hacia el techo y comenzó a silbar suavemente una agradable melodía—. ¿La conoces? Es algo que Maisie toca a menudo: Roses of Picardy. No sabrás lo que es una mujer hasta que la conozcas, Wheeler.
—Espero tener ese placer. Me preguntaba si te habías olvidado de ella por un momento. ¿No se opone a estas diversiones?
Victor levantó las cejas con su conocida expresión traviesa.
—Las mujeres no exigen ese tipo de fidelidad al servicio aéreo. Nuestros compromisos son demasiado inciertos.
Media hora más tarde, Victor se había ido en busca de aventuras amorosas y Claude estaba deambulando solo por una calle intensamente iluminada, llena de soldados y marineros de todas las naciones. Había senegaleses negros y soldados con falda de las Tierras Altas escocesas y camioneros bajitos de Siam, todos circulando lentamente entre hileras de cabarés y cines. Las ramas extendidas de los plátanos se juntaban por encima de las cabezas, tapando el cielo y poniendo techo a la deslumbradora luz naranja. Las aceras estaban abarrotadas con sillas y pequeñas mesas donde los infantes de marina y los soldados estaban sentados bebiendo schnapps, coñac y café. En cada puerta las máquinas de discos esparcían melodías de jazz y estridentes marchas de Sousa. El ruido era atronador. En medio de la calle, un grupo de chicas sin sombreros, duras y fuertes en apariencia, estaba siguiendo a una fila de americanos torpes; se pusieron delante de ellos, dándoles golpecitos con el codo, pidiéndoles que hablaran con ellas y gritando:
—¿Me bailas fausse-trot, Sammie[33]?
Claude se colocó delante de un cine, donde el cartel de luces de neón decía: Amour, quand tu nous tiens! y se quedó observando a la gente. En la oleada de gente que pasaba delante de él, sus ojos se detuvieron en una pareja que iba cogida del brazo, agarrándose las manos, que hablaban con entusiasmo y ajenos a la multitud; diferentes, lo vio de inmediato, del resto de parejas que paseaban de forma afectuosa.
El hombre llevaba el uniforme americano, su brazo izquierdo había sido amputado a la altura del codo y mantenía la cabeza ladeada, como si tuviese el cuello rígido. Su oscuro y enjuto rostro mostraba una expresión de intensa ansiedad, sus cejas estaban contraídas como si sufriera un dolor constante. La joven también parecía preocupada. Cuando pasaron delante de él, bajo la luz rojiza del cartel del Amour, Claude pudo ver que los ojos de ella estaban inundados de lágrimas. Eran unos ojos grandes, azules, de aspecto inocente, y tenía la cara más hermosa que Claude había visto desde que desembarcó. Por su chal de seda y el pequeño sombrero de cintas azules y volante blanco, pensó que debía de ser una chica de campo. Mientras escuchaba al soldado, con la boca medio abierta, vio un hueco entre los dientes delanteros, como en esos niños a los que les acaba de salir el segundo diente. Mientras avanzaban abriéndose paso entre la multitud, ella levantó la mirada intensamente hacia el hombre que estaba junto a ella o hacia el borrón de luz, donde evidentemente no veía nada. Su cara, joven y tersa, parecía nueva en cuanto a las emociones y su desconcertada mirada le hacía a uno sentir que no sabía qué dirección tomar.
Sin darse cuenta de lo que hacía, Claude les siguió hasta salir de la multitud hacia una tranquila calle y luego hacia otra, aún más desierta, donde parecía que las casas hubieran estado dormidas durante mucho tiempo. Aquí no había farolas, ni siquiera una luz en las ventanas, solo la oscuridad natural, con la luna arriba sobre sus cabezas arrojando sombras afiladas a través del blanco pavimento de adoquines. La estrecha calle tenía un recodo y Claude llegó hasta la iglesia donde él y sus compañeros habían entrado esa tarde. Parecía más grande de noche y, excepto por el escalón hundido, no habría estado seguro de que fuera la misma. Las oscuras casas de alrededor parecían inclinarse hacia ella, la luz de la luna brillaba de color gris plateado sobre su desgastada fachada.
La pareja que caminaba delante de él subió los escalones y se retiró a un hueco de la espaciosa entrada, donde se aferraron el uno del otro en un abrazo tan largo y quieto que parecía la misma muerte. Al fin se apartaron temblando. La chica se sentó en el banco de piedra junto a la puerta. El soldado se tumbó en el suelo a sus pies y descansó la cabeza sobre las rodillas de ella, su único brazo descansando sobre su regazo.
A la sombra de las casas de enfrente, Claude permanecía observando como un centinela, preparado para desempeñar su papel si alguna alarma les asustaba. La joven se inclinó sobre el soldado, acariciando su pelo tan suavemente que debió de adormilarlo, cogió su única mano y la sostuvo contra su pecho, como para acabar con el dolor en él. Justo detrás de ella, en el escultural portal, había un viejo obispo con un gorro puntiagudo y un báculo roto, con dos dedos levantados.