I

A las doce de ese mismo día, Claude se encontraba en una calle con pequeñas tiendas, acalorado y sudando, completamente confundido, así que dio media vuelta. Camioneros y muchachos en bicicletas sin timbre le gritaban indignados, furiosos. Se metió bajo la sombra de un joven plátano y se pegó al tronco, como si le pudiese proteger. Su gran preocupación, en todo caso, no dependía de él. Con ayuda de Victor Morse había cogido un taxi por cuarenta francos, había llevado a Fanning al hospital de la base y lo dejó en manos de un gran celador de Texas. Salió del hospital sin idea alguna de adónde se dirigía, excepto que quería llegar al corazón de la ciudad. Sin embargo, esta ciudad parecía no tenerlo, solo largas arterias de piedra, repletas de calor y ruido. Seguía allí de pie, bajo su plátano, cuando un grupo de indecisas figuras marrones de mirada perdida lideradas por el sargento Hicks, subieron la calle zigzagueando entre la gente, nueve hombres con nueve actitudes diferentes de abatimiento, cada uno con una larga barra de pan bajo el brazo. Saludaron a Claude con alegría, se cuadraron y ¡parecía como si ya hubiesen encontrado su camino! Claude vio que ahora él debía ser el plátano protector para otros.

El sargento Hicks le explicó que se habían cansado de recorrer el pueblo buscando queso. Después de dieciséis días de comida dura e insípida, queso era lo único que querían. Había una tienda de alimentos subiendo la calle, donde parecía haber de todo, menos queso. Había intentado que la anciana le entendiese por señas.

—De todos modos, ¿acaso estos franceses no comen queso? ¿Cuál es la palabra que ellos utilizan, teniente? Que me maldigan si la sé, he perdido mi libro de frases. ¿Cree que podrá hacer que le entiendan?

—Bueno, lo intentaré. Vengan, chicos.

Se apiñaron y entraron los diez hombres en la tienda. La propietaria se acercó corriendo con una exclamación de desesperación. Evidentemente, había creído que ya había zanjado el asunto con ellos y no le agradaba volver a verlos. Cuando se detuvo para tomar aire, Claude se quitó su sombrero respetuosamente y llevó a cabo el acto más valiente de su vida: pronunciar la primera oración del libro de frases que le diría a una persona francesa. Sus hombres estaban detrás de él, tenía que decir algo o salir corriendo, no había otra opción. Al mirar a la anciana a los ojos, articuló firmemente:

Avez-vous du fromage, Madame? —la última palabra que añadió fue casi una inspiración, pensó, y, cuando funcionó, estaba tan sorprendido como si su revólver se hubiera disparado solo en su cinturón.

Du fromage? —chilló la señora de la tienda. Le gritó algo a su hija, que estaba tras el mostrador, cogió a Claude de la manga y tiró de él para salir de la tienda y bajar la calle corriendo con él. Lo arrastró a través de una puerta oscurecida por una larga cortina, saludó a la propietaria y después empujó a los chicos tras su oficial, como si fueran burros cabezotas.

Ellos se quedaron de pie parpadeando en la penumbra, respirando un olor agrio, húmedo, como a mantequilla de queso cottage, hasta que sus ojos atravesaron las sombras y vieron que en ese sitio no había otra cosa que no fuera queso y mantequilla. La dependienta era una mujer gorda con unas cejas negras que se juntaban encima de su nariz, estaba arremangada y su vestido de algodón estaba abierto por la zona de su blanco pecho y su garganta. Empezó de inmediato a contarles que había una restricción de productos lácteos, todo el mundo tenía que tener tarjetas de racionamiento, no les podía vender muchas cosas. Pero pronto dejó de haber nada sobre lo que discutir. Los chicos se tiraron como fieras sobre lo que tenía la mujer. Los pequeños quesos blancos que había sobre hojas verdes desaparecieron dentro de las grandes bocas. Antes de que pudiese evitarlo, Hicks había partido un gran queso redondo por la mitad y lo estaba escarbando como si fuera un melón. Ella les dijo que eran un sucios cerdos y peores que los Boches, pero no pudo detenerlos.

—¿Qué problema tiene la señora, teniente? ¿Por qué está enfadada? ¿No está aquí para vender los productos?

Claude trató de parecer más sabio de lo que era.

—Por lo que he podido entender, hay algún tipo de restricción, no está permitido comprar todo lo que se quiera. Debimos haberlo pensado, este es un país en guerra. Supongo que estamos a punto de dejarla sin nada.

—Oh, está bien —dijo Hicks limpiando su navaja—. Le traeremos algo de azúcar mañana. Uno de los tipos que nos ayudó a descargar en los muelles me dijo que si les das azúcar, siempre se callan.

Rodearon a la mujer y sacaron el dinero para que ella cogiera lo que debían.

—Venga señora, no sea vergonzosa. ¿Cuál es el problema? ¿Este dinero no le vale?

Estaba distraída por el ruido que hacían, por esas caras bronceadas con dientes blancos y pálidos ojos que se estaban agolpando tan cerca de ella. Diez grandes y bien formadas manos con los dedos estirados, las palmas abiertas llenas de billetes arrugados. Manteniendo a los chicos a distancia, fingiendo buscar un lápiz, hizo los cálculos rápidamente. El dinero que descansaba sobre las palmas de sus manos no tenía ninguna relación con ellos, unos tipos grandes, persuasivos y escandalosos, era una especie de chiste para ellos, desconocían la importancia que ese dinero tenía en el mundo. Detrás de ellos había barcos con cargamentos de dinero y detrás de los barcos…

La situación era injusta: a los americanos no podía importarles si cogía mucho o poco de sus manos, ni siquiera podría haberles agriado su buen humor. Pero había cierta tensión en la mujer del queso y los estándares de toda una vida peligraban. Su mente mecánicamente fijó dos veces y media: les cobraría dos veces y media el precio que el queso tenía en el mercado. Con este fundamento moral al que aferrarse, devolvió el cambio con precisión concienzuda y no se quedó ni con un penique de más de nadie. Mientras les decía lo muy estúpidos que eran y que era necesario aprender a contar en este mundo, les metió prisa para que salieran de la tienda. Le caían bastante bien, pero no le gustaba hacer negocios con ellos. Si ella no hubiese cogido su dinero, el siguiente lo habría hecho. De todas formas, los valores ficticios le resultaban desagradables y hacían que todo pareciese endeble e inseguro.

De pie en la puerta, observaba al grupo marrón bajar la calle caminando sin ninguna prisa. Cuando pasaron delante de la iglesia de St. Jacques, los dos que iban más avanzados tropezaron en un escalón hundido que apenas sobresalía del pavimento. Ella se rio en voz alta. Ellos miraron hacia atrás y la saludaron con la mano. Ella contestó con una sonrisa que era tanto de amistad como de enfado. Ellos le gustaban, pero no la fama de despilfarradores y derrochadores que les precedía y que les seguiría. Era superfluo y se desintegraba en un mundo de crudas verdades. Un ejército en el que los hombres tenían carne para desayunar y ¡comían más en un día de lo que los franceses en el frente conseguían en una semana! Sus cocinas ambulantes y sus trenes con provisiones tenían maravillada a Francia. Más abajo de Arlés, donde la hermana de su marido se había casado, en la desolada llanura de la Crau, sus provisiones enlatadas estaban apiladas como una cadena de montañas tapadas con lienzos bajo los cobertizos. Nadie había visto tanta comida antes: café, leche, azúcar, beicon, jamón… todas las cosas de las que el mundo estaba hambriento. Trajeron también cargamentos de cosas inútiles. Y de personas inútiles: cargamentos de mujeres que no eran enfermeras. Algunos decían que habían ido a bailar con los oficiales, para que no estuvieran ennuyés, es decir, aburridos.

Todo esto no era una parte de la guerra, no más que el hecho de que hombres hechos y derechos que no sabían contar te tendieran dinero bruscamente: eran negocios. Era una invasión, como la otra. La primera destruyó las posesiones materiales y esta amenazaba la integridad de todas las personas. La aversión por tales métodos, el profundo rechazo y desconfianza en ellos, ofuscaba la mente de la mujer del queso mientras echaba el dinero en el cajón y giraba la llave.

Con respecto a los soldados de infantería, después de que sus pies chocaran contra el hundido escalón, lo examinaron con interés y entraron a explorar la iglesia. Tenían en mente no dejar pasar ni una iglesia, de la misma forma que no dejarían escapar a un boche. Dentro se encontraron con un grupo de sus compañeros de barco, incluida la banda de Kansas, delante de los cuales presumieron de que su teniente «podía hablar francés como un nativo».

El propio teniente pensaba que se las estaba arreglando bastante bien, pero unas pocas horas después su orgullo sufrió una cura de humildad. Estaba sentado solo en un pequeño parque triangular junto a otra iglesia, admirando las robinias cultivadas y observando a algunas ancianas que estaban haciendo sus remiendos a la sombra. Un niño con un delantal negro, con la cabeza descubierta y el pelo muy corto, apareció saltando a la comba. Subió de un salto con ligereza hasta donde estaba Claude y dijo con un tono confiado y de lo más persuasivo:

Voulez-vous me dire l’heure, s’il vous plait, M’sieu’l’soldat?

Claude bajó la mirada hasta sus ojos llenos de admiración con un sentimiento de pánico. No le importaba quedarse sin habla con un hombre, incluso con una chica bonita, pero esto era terrible. Se le secó la lengua y la cara se le puso de color escarlata. La mirada expectante del niño pasó a ser de duda y después de miedo. Había hablado antes con americanos que no le entendían, pero no se habían puesto rojos ni parecían enfadados como este, este soldado debía de estar enfermo o mal de la cabeza.

El niño se dio la vuelta y se alejó corriendo.

Pocos contratiempos habían angustiado tanto a Claude. También estaba decepcionado. Había algo amable en la cara del niño que él quería… que necesitaba. Al levantarse, hincó el talón en la grava.

—Si no soy capaz de aprender a hablar con los niños de este país —murmuró— ¡me iré a casa!