IX

—¡Mira esto, doctor! —Claude pilló al doctor Trueman volviendo del desayuno y le tendió una nota manuscrita, firmada por D. T. Micks, camarero jefe. En ella decía que no se podían proporcionar más huevos o naranjas a los pacientes, ya que las reservas se habían agotado.

El doctor echó un vistazo al papel.

—Me temo que esto asegura la muerte de tu paciente. No podrás mantenerlo con vida a base de otra cosa. ¿Por qué no vas y se lo cuentas a Chessup? Es un tipo de recursos. Me reuniré allí contigo en unos minutos.

Claude había estado a menudo en la cámara del doctor Chessup desde que brotó la epidemia, más bien le gustaba esperar allí cuando iba a por medicinas o consejo. Era un lugar cómodo, personal, con alegres tapices de cretona. Las paredes estaban forradas de libros, que se mantenían en su sitio mediante listones de madera corredizos que tenían un candado en los extremos. Había muchas obras científicas en alemán e inglés; el resto eran novelas francesas en tapa blanda. Esa mañana encontró a Chessup a su mesa pesando unos polvos blancos. En el estante sobre su litera estaba el libro que se había leído para dormir la noche anterior. El título, Un Crime d’Amour[32], con las letras negras sobre fondo amarillo, captó la atención de Claude. El médico se puso su abrigo y le señaló a su visitante la silla plegable donde a veces se sentaban los pacientes para ser examinados. Claude explicó su situación.

El médico del barco era un tipo extraño procedente de Canadá, la tierra de los hombres grandes y rudos. Tenía aspecto de colegial, con las manos y los pies pequeños y una tez rosada. En el pómulo izquierdo, tenía un gran lunar marrón, cubierto de pelo suave y, por alguna razón, le daba a su rostro un aspecto afeminado. Era fácil ver por qué no había tenido mucho éxito en la práctica privada: era como alguien que intenta proteger una superficie sin pulir del calor y del frío, maldecido por la falta de confianza en sí mismo y tan sensible acerca de su apariencia aniñada que eligió encerrarse en un oscilante gallinero de madera en medio del mar. El largo camino hasta Australia le había venido estupendamente. Una vida dura y el azote del mal tiempo le daban mucho menos miedo que trabajar en la ciudad, expuesto constantemente a las distintas personalidades humanas.

—¿Ha probado a darle leche malteada? —preguntó después de que Claude le contara que Fanning podía quedarse sin alimentos.

—Al doctor Trueman no le queda ninguna botella. ¿Cuánto tiempo cree que estaremos en el mar?

—Cuatro días, posiblemente cinco.

—Entonces el teniente Wheeler perderá a su amigo —dijo el doctor Trueman, que justamente acababa de entrar.

Chessup permaneció de pie durante un rato, con el ceño fruncido mientras tiraba nerviosamente de los botones de latón de su abrigo. Cerró su puerta con pestillo y volviéndose hacia su colega dijo con resolución:

—Puedo darle cierta información, si no me compromete. Puede hacer lo que quiera pero mantenga mi nombre al margen. La pasada noche, durante varias horas, uno de los lacayos del camarero jefe se estuvo llevando cajones de huevos y cajas de naranjas desde la cocina al camarote del camarero jefe. Sea cual sea el puerto al que lleguemos, puede sacarse un chelín por los huevos frescos y quizá seis peniques por las naranjas. Son propiedad de ustedes, por supuesto, comprados por su Gobierno, pero este es su beneficio extra habitual. Llevo en este barco seis años y siempre ha sido así. Aproximadamente una semana antes de llegar a puerto, lo más selecto de las reservas que queden se lleva a su camarote y él dispone de ellas después de atracar. No sé cómo se las arregla, pero lo hace. El capitán debe de conocer su costumbre y debe de haber alguna razón para que lo permita. No es asunto mío ver nada, en una embarcación inglesa el camarero jefe es un hombre muy poderoso. Si tuviera algo en mi contra, tarde o temprano podría hacer que perdiera mi puesto en este barco. Eso es lo que pasa.

—¿Tengo su permiso para ir a ver al camarero jefe? —preguntó el doctor Trueman.

—Desde luego que no. Pero puede ir sin que yo lo sepa. Es un hombre violento al que no debe enfadar y puede convertir su viaje y el de sus enfermos en algo muy desagradable.

—Bien, no hablemos más de ello. Le agradezco que me lo haya contado y haré que no se vea mezclado en todo esto. ¿Bajará conmigo a mirar ese nuevo caso de meningitis?

Claude esperó impaciente en su camarote a que el doctor regresara. No veía por qué no se debía desenmascarar al camarero jefe y tratarle como a cualquier otro estafador. Había odiado a este hombre desde el mismo momento en que le había escuchado reprender al camarero de los baños una mañana. Hawkins no había intentado defenderse, pero permaneció de pie como un perro que ha sido terriblemente apaleado, todo su cuerpo temblando y repitiendo: «Sí, señor. Sí, señor», mientras su jefe le soltaba unos cuantos improperios en voz baja y gruñona. Claude no había oído jamás a un hombre, ni siquiera a un animal, ser tratado con tanto desprecio. El tipo tenía una cara cruel: blanca como el queso, con el pelo lacio y húmedo peinado hacia atrás desde la frente ancha, ese pelo peculiarmente graso que parece que solo crece en las cabezas de los reposteros y camareros. Sus ojos tenían la forma exacta de las almendras, pero los párpados estaban tan hinchados que las apagadas pupilas solo se veían a través de una estrecha hendidura. Un largo y pálido bigote colgaba como un flequillo sobre sus insolentes labios.

Cuando el doctor Trueman regresó del hospital, anunció que ya estaba preparado para ir a ver al señor Micks.

—Es un tipo de aspecto desagradable, pero a mí no me puede hacer nada.

Fueron al camarote del camarero jefe y llamaron a la puerta.

—¿Qué pasa? —gritó una voz amenazadora.

El doctor hizo una mueca a su acompañante y entró. El hombre estaba sentado ante un gran escritorio, cubierto por los libros de cuentas. Se giró sobre su silla.

—Perdone —dijo fríamente—, no recibo a nadie aquí. Estaría…

El doctor levantó la mano rápidamente.

—Está bien. Siento molestar, pero hay algo que debo decirle en privado. No le entretendré demasiado —Claude pensó que si hubiera dudado un instante el camarero le habría echado, pero continuó rápidamente—. Este es el teniente Wheeler, señor Micks. Un oficial amigo suyo está muy enfermo con neumonía en el camarote noventa y seis. El teniente Wheeler le ha mantenido con vida gracias a unos cuidados especiales. No es capaz de retener nada en su estómago que no sean huevos y zumo de naranja. Si toma esto, probablemente podamos mantenerle fuerte hasta que le baje la fiebre y le llevemos a un hospital en Francia. Si no se lo podemos conseguir, morirá en veinticuatro horas. Esta es la situación.

El camarero encendió la lámpara sobre su escritorio.

—¿Ha recibido la nota de que no hay más huevos ni naranjas a bordo? Así que me temo que no puedo hacer nada por ustedes. Yo no aprovisioné este barco.

—No, eso lo entiendo. Creo que el Gobierno de los Estados Unidos proporcionó la fruta, los huevos y la carne. Y sé con seguridad que los artículos que necesito para mi paciente no se han agotado. Sin entrar más en el asunto, le advierto que no voy a dejar que un oficial estadounidense muera cuando los medios para salvarlo son asequibles. Iré al capitán y reuniré a los oficiales del ejército que hay a bordo. Iré hasta donde haga falta para salvar a este hombre.

—Eso es asunto suyo, pero no interferirá en el cumplimiento de mis obligaciones. ¿Puede salir de mi camarote?

—En un momento, camarero jefe. Sé que anoche se trajeron aquí cierto número de cajas de huevos y de naranjas. Están aquí ahora y pertenecen a las A. E. F. Si está de acuerdo en darle provisiones a mi hombre, lo que sé no saldrá de aquí. Pero si se niega, haré que se investigue este asunto. No pararé hasta conseguirlo.

El hombre se sentó y cogió una pluma. Su mano grande y suave parecía de queso, como su cara.

—¿Cuál es el número del camarote?

—Noventa y seis.

—¿Qué es lo que necesita exactamente?

—Una docena de huevos y una docena de naranjas cada veinticuatro horas para entregar en el momento que mejor le convenga.

—Veré qué puedo hacer.

El hombre no levantó la cabeza de su cuaderno y sus visitas se marcharon tan repentinamente como habían venido.

Más o menos a las cuatro de la mañana, cada día, antes incluso de que los camareros de baño comenzaran su tarea, rascaban la puerta de Claude y, un mensajero, sin lavarse, medio desnudo con un delantal de tela de saco atado a su cintura y el pecho peludo cubierto de harina, dejaba allí una cesta tapada. Nunca hablaba, tenía solo un ojo y la otra cuenca inflamada. Claude supo que era un hermano retrasado del camarero jefe, pelador de patatas y lavaplatos en la cocina.

Cuatro días después de su entrevista con el señor Micks, cuando ya estaban por fin cerca del final del viaje, el doctor Trueman hizo que Claude se quedara después de la revisión médica para decirle que el camarero jefe habría caído enfermo también.

—Me mandó llamar anoche y me pidió que llevara su caso, no quiere tener nada que ver con Chessup; pero tenía que pedirle permiso y él pareció encantado de pasarme el caso.

—¿Está muy mal?

—No tiene ninguna posibilidad, y él lo sabe. Hay complicaciones: la enfermedad de Bright crónica. Al parecer tiene nueve hijos. Trataré de llevarlo a un hospital cuando lleguemos a puerto, pero solo vivirá unos pocos días, como mucho. Me pregunto a quién irán a parar esos chelines por los huevos y las naranjas que acaparó. Claude, hijo —el doctor habló con una repentina energía—, si alguna vez vuelvo a poner el pie en tierra, voy a olvidar este viaje como si se tratara de una pesadilla. Cuando estoy bien de salud, soy presbiteriano, pero ahora solo tengo la sensación de que incluso los más malvados reciben castigos aún peores de lo que se merecen.

Por fin llegó el día en que a Claude lo despertó una sensación de quietud. Se levantó de un salto, aturdido por el miedo de que algún hombre más hubiese muerto, pero Fanning estaba en su cama, respirando tranquilamente.

Algo captó su atención a través del ojo de buey: un gran saliente de tierra gris aparecía bajo la luz rosada del amanecer, poderosa y extrañamente tranquila después de la angustiosa inestabilidad del mar. Altos árboles claros, fortificaciones bajas… cercanos edificios grises con tejados rojos… pequeños veleros amarrados hacia el mar…, en lo alto del acantilado, una lúgubre fortaleza.

Siempre pensó que había sido destinado a un país destrozado y desolado, una «Francia sangrante», pero nunca había visto nada que tuviese un aspecto tan fuerte, tan autosuficiente, tan firme en sus propios cimientos como la costa que emergía ante él. Era como un pilar de eternidad. El océano tendido sumiso a sus pies y sobre él la gran mansedumbre de las primeras horas de la mañana.

Esta pared gris, imperturbable, imponente, era el fin de la larga preparación, como era también el final del mar. Era la razón de ser de todo lo que había sucedido en su vida durante los últimos quince meses. Era la razón por la que Tannhauser y el amable virginiano y tantos otros que habían zarpado con él no tendrían una vida, ni siquiera morirían como soldados. Eran simplemente los desperdicios de una gran empresa, tirados por la borda como una soga podrida. Esta amable liberación —árboles, una orilla tranquila con las aguas en calma— nunca, nunca sería para ellos. ¿Durante cuánto tiempo, se preguntaba, se agitarían sus cuerpos en ese reino inhumano de oscuridad e inquietud?

Le sorprendió una débil voz por detrás de él.

—Claude, ¿hemos llegado?

—Sí, Fanning, hemos llegado.