VII

El primer oficial de la Compañía B, el capitán Maxey, estuvo tan mareado durante todo el viaje que no pudo ser de ayuda para sus hombres con la epidemia. Debió de ser un duro golpe para su orgullo, ya que nadie había estado nunca tan ávido por cumplir con todas sus obligaciones como oficial.

Claude había tratado a Harris Maxey muy poco en Lincoln, le había conocido en casa de los Erlich y después había mantenido con él una relación de conocidos del campus. No le había gustado Maxey entonces y no le gustaba ahora, pero pensaba que era un buen oficial. La familia de Maxey era gente pobre de Misisipi que se había instalado en el condado de Nemaha y él tenía mucha ambición, no solo de tener éxito en el mundo sino, como él decía, de «ser alguien». Su vida en la universidad era una búsqueda febril de ventajas sociales y relaciones útiles. Su interés por las «personas adecuadas» llegaba a la veneración. Después de licenciarse, Maxey sirvió en la frontera mexicana. Era un maestro incasable de la instrucción y se metía de lleno en sus obligaciones con toda la energía de que su frágil físico era capaz. Era delgado y de piel clara, una rígida mandíbula hacía que los dientes de abajo sobresalieran un poco más que los de arriba y le daban a su cara un aspecto severo. Su comportamiento en general, tenso y nervioso, era la expresión de un deseo apasionado de destacar.

A Claude le parecía que estos días estaba llevando una doble vida. Cuando estaba con Fanning o estaba abajo en la bodega ayudando a cuidar de los soldados enfermos, no tenía tiempo para pensar: hacía mecánicamente la siguiente cosa que estuviera a mano. Pero cuando tenía una hora para sí mismo en cubierta, la emocionante sensación de la libertad cada vez mayor volvía a aparecer brevemente en su interior. El clima era una aventura continua, no había visto jamás nada parecido. La niebla y la lluvia, el cielo gris y las solitarias y grises extensiones del océano eran algo que había imaginado mucho tiempo atrás —recuerdos de las viejas historias sobre el mar de la infancia, quizás— y despertaban una cálida emoción en su corazón. Aquí en el Anchises parecía empezar en el punto donde se había quedado la infancia. La desagradable interrupción entremedias se había cerrado del todo. Los años de su vida se habían borrado en la niebla. Esta niebla, que al principio había sido tan deprimente, se había convertido en un refugio, una tienda moviéndose a través del espacio, ocultando de una vez por todas todo lo que había sido antes, dándole la oportunidad de corregir sus propias ideas sobre la vida y de planear el futuro. El pasado estaba físicamente cerrado, esa era su ilusión. Ya había recorrido muchas más millas que las que ponía el cuaderno de bitácora del barco. Cuando el director de la banda, Fred Max, le pidió que jugaran al ajedrez, tuvo que pararse un momento a pensar por qué ese juego evocaba en él unas connotaciones tan desagradables. La pálida y engañosa cara de Enid rara vez le venía a la mente, a no ser que casualidades de este tipo la sacaran a colación. Cuando por casualidad se encontraba con un grupo de chicos hablando sobre sus novias y sus recientes esposas, él escuchaba durante un rato y entonces se alejaba con la feliz sensación de ser el hombre menos casado del barco.

Había mucho espacio en cubierta ahora que tantos hombres estaban enfermos, bien por mareos, bien por la epidemia y, a veces, él y Albert Usher tenían el lado más azotado por las tormentas para ellos solos. El marine era la mejor compañía para estos días tan sombríos: serio, silencioso, independiente. Y él también estaba siempre mirando hacia el fututo. Con respecto a Victor Morse, Claude realmente le tenía cada vez más aprecio. Victor tomaba el té cada tarde en un rincón especial de la sala de fumadores de los oficiales —se habría muerto sin ello— y el camarero siempre le preparaba guarniciones especiales de tostadas con jamón o galletas dulces. Claude normalmente se las arreglaba para reunirse con él a esa hora.

El día del funeral de Tannhauser entró en la sala de fumadores a las cuatro. Victor le hizo una seña al camarero y le dijo que trajera un par de whiskys calientes con el té.

—Estás bastante mojado, y sabes, Wheeler, en realidad deberías mojar la garganta también. Toma —dijo mientras dejaba su vaso—, ¿no te sientes mejor con una copa?

—Mucho más, creo que tomaré otra. Es agradable sentir calor por dentro.

—Dos más, camarero, y tráigame un poco de limón fresco —los ocupantes de la sala estaban bien leyendo, bien hablando en voz baja. Uno de los chicos suecos estaba tocando el viejo piano suavemente. Victor comenzó a servir el té. Lo hacía de una forma cuidadosa, y hoy estaba especialmente solícito.

—Esta neblina escocesa se le mete a uno en los huesos, ¿verdad? Cuando pasé a tu lado en cubierta tenías bastante mal aspecto.

—Estuve levantado anoche por Tannhauser. No he dormido más de una hora —murmuró Claude bostezando.

—Sí, he oído que has perdido a tu gran cabo. Lo siento. Yo también he tenido malas noticias. Ya se sabe que vamos a llegar a puerto francés. Eso echa por tierra todos mis planes. Sin embargo, c’est la guerre! —apartó su taza encogiéndose de hombros—. ¿Vienes a dar una vuelta por fuera?

Claude se había preguntado a menudo por qué le caía bien al joven piloto, ya que no era en absoluto del tipo de Victor.

—Si no es un secreto —dijo—, en fin, me gustaría saber cómo entraste en el ejército británico.

Mientras caminaban de un lado a otro bajo la lluvia, Victor le contó su historia brevemente: cuando terminó el instituto, entró en el banco de su padre en Crystal Lake como contable. Después de las horas en el banco, patinaba, jugaba al tenis o trabajaba en el fresal, según la estación. Compraba dos pares de pantalones blancos cada verano y mandaba traer sus camisas desde Chicago y pensaba que era un hombre importante, dijo. Se comprometió con la hija del predicador. Dos años antes, en el verano que él tenía veinte, su padre quiso que viera las cataratas del Niágara, así que rellenó un modesto cheque, le advirtió acerca de las tabernas —Victor no había estado en ninguna—, de los hoteles caros y de las mujeres que se acercaban a preguntar la hora sin presentarse y le envió para allá diciéndole que no era necesario darles propina a los porteros o a los camareros. En las cataratas, Victor se juntó con unos jóvenes oficiales canadienses que le abrieron los ojos a muchas cosas maravillosas. Fue hasta Toronto con ellos. El reclutamiento iba a buen ritmo y en él vio una vía de escape del banco y del fresal. La fuerza aérea parecía la rama más brillante y atractiva del servicio. Le aceptaron y ahí estaba.

—No volverás a casa nunca —dijo Claude con convicción—. No te veo instalándote en ningún pueblecito de Iowa.

—En el servicio aéreo —dijo Victor despreocupadamente—, no nos preocupamos por el futuro. No vale la pena —sacó una pitillera de oro mate que Claude ya había visto antes.

—¿Me dejas ver eso un momento? Me he fijado a menudo en ella. Un regalo de alguien a quien apreciabas, ¿verdad?

Una punzada, algo bastante sincero, atravesó la cara aniñada del piloto y sus más bien pequeños labios rojos se tensaron claramente.

—Sí, una mujer que quiero que conozcas. Toma —levantó de un tirón la barbilla por encima del alto cuello de la camisa—, escribiré la dirección de Maisie en mi tarjeta: «Le presento al teniente Wheeler, A. E. F.». Eso es todo lo que necesitas. Si llegas a Londres antes que yo, no lo dudes. Pásate a verla de inmediato. Presenta esta tarjeta y ella te recibirá.

Claude se lo agradeció y se guardó la tarjeta en su cartera mientras Victor encendía un cigarrillo.

—No he olvidado que vas a cenar con nosotros en el Savoy, si por casualidad coincidimos en Londres. Si yo estoy allí, siempre podrás encontrarme: su dirección es la mía. Va a ser algo realmente bueno para ti conocer a una mujer como Maisie. Será agradable contigo porque eres mi amigo —continuó diciendo que ella lo había hecho todo en el mundo por él: había dejado a su marido y había renunciado a sus amistades por él. Ahora vivía en un estudio en Chelsea, donde simplemente esperaba su regreso y después temía su marcha. Era una vida horrible para ella. Entretenía a otros oficiales, por supuesto, antiguos conocidos, pero era todo una fachada. Él era su hombre.

Victor llegó incluso a enseñarle su foto, y Claude observó fijamente sin saber qué decir, una gran cara redondeada con ojos cansados y pesados párpados, el cuello estrangulado por un collar de perlas, los hombros desnudos hasta las corpulentas colinas de su pecho; no había ni una línea ni una arruga en esa gran extensión de carne. Sin embargo, por la tosca boca y la barbilla, por la misma forma de su cara, era fácil ver que era lo suficientemente mayor como para ser la madre de Victor. Cruzando la fotografía estaba escrito con una gran y ostentosa caligrafía «À mon aigle!». Si Victor no hubiese tenido la delicadeza de resolverle toda duda, Claude hubiera preferido creer que su relación con esta señora era de una naturaleza absolutamente filial.

—Mujeres como ella simplemente no existen en esa parte del mundo de la que tú vienes —murmuró el piloto, mientras cerraba de golpe el portarretratos—. Es lingüista y músico y todo eso. Con ella, la vida de cada día es un refinado arte. La vida, como ella dice, es lo que uno hace de ella, en sí misma no es nada. En el lugar de donde tú procedes no es nada… una enfermedad del sueño.

Claude se rio.

—No sé si estoy de acuerdo contigo, pero me gusta oírte hablar.

—Bueno, en esa parte de Francia donde todo está hecho pedazos por los proyectiles, encontrarás más vida en los sótanos que en tu pueblo natal, cualquiera que sea. Prefiero ser un estibador en los muelles de Londres que un tipo de la banca en alguno de tus estados con praderas. En Londres, si eres lo suficientemente afortunado de tener un chelín, puedes sacarle partido.

—Sí, las cosas están bastante sosas en casa —admitió el otro.

—¿Sosas? Dios mío, ¡es la muerte en vida! ¿Qué queda de los hombres si les quitas el fuego? Que tienen miedo de todo, los conozco: ¡chivatos de la escuela dominical merodeando por esos pequeños pueblos al anochecer! —Victor de repente cambió de tema—. Por cierto, haces buenas migas con el médico, ¿verdad? Necesito un medicamento que está en algún lugar de mi perdido baúl. ¿Te importaría preguntarle si puede hacerme esta receta? No quiero ir yo directamente. Todos estos médicos chismorrean e informaría sobre mí. He tenido suerte evitando las revisiones médicas. Verás, no quiero que me metan en ningún sitio. Dile que no es para ti, por supuesto.

Cuando Claude presentó el papel azul al doctor Trueman, este sonrió desdeñosamente.

—Ya veo, esto ha sido rellenado por un farmacéutico londinense. No, no tenemos nada de este tipo —se lo devolvió—. Esas cosas son solo paliativos. Si tu amigo quiere eso es que necesita tratamiento y sabe dónde lo puede conseguir.

Claude le devolvió el papelito a Victor mientras abandonaban el comedor después de la cena, y le dijo que no había sido capaz de conseguir nada.

—Lo siento —dijo Victor con un rubor altanero—, ¡muchas gracias!