A la mañana siguiente, el doctor Trueman le pidió a Claude que le ayudara con los enfermos cuyos partes ya se habían entregado.
—Tengo un grupo de sargentos controlando las temperaturas, demasiados para que los supervise una sola persona. No quiero pedirles nada a esos oficiales petimetres que están ahí sentados jugando al póquer todo el tiempo. O ellos no tienen conciencia o no son conscientes de la gravedad de la situación.
El médico estaba en cubierta con su impermeable, un pie en la barandilla para mantener el equilibrio, escribiendo sobre su rodilla mientras una larga fila de hombres se acercaba hasta él. Había más de setenta en la cola esa mañana y, por su aspecto, algunos de ellos parecían necesitar estar en un sitio más seco. La lluvia golpeaba el mar como balas de plomo. El viejo Anchises trataba de mantenerse a flote una ola gris tras otra, completamente solo. La niebla reducía la alentadora vista de los barcos gemelos. El médico tenía que dejar su puesto de vez en cuando, cuando los mareos vencían a su voluntad. Claude, a su lado, estaba anotando los nombres y las temperaturas. En medio del trabajo les dijo a los sargentos que se las arreglaran sin él durante unos pocos minutos. Abajo, hacia el final de la cola, había visto a uno de sus hombres que había perdido la compostura, gimoteando y llorando como un bebé, un estupendo y fornido joven de dieciocho años que nunca había dado ningún problema. Claude salió corriendo hacia él y le dio una palmadita en la espalda.
—Si no puede contenerse, Bert Fuller, vaya a donde no puedan verle. No quiero que todos estos camareros ingleses que andan por aquí sin hacer nada vean llorar a un soldado americano. ¡No he visto tal cosa en mi vida!
—¡No puedo evitarlo, teniente! —lloriqueó el chico—. Me he contenido todo el tiempo que he podido, ¡no puedo soportarlo más!
—¿Qué le pasa? Venga aquí, siéntese en esta caja y cuéntemelo.
El soldado Fuller permitió de buen grado que lo guiaran y se dejó caer sobre la caja.
—¡Estoy tan enfermo, teniente!
—Veamos cómo de enfermo está —Claude le metió un termómetro en la boca y, mientras esperaba, envió al camarero de cubierta a por una taza de té—. Tal y como pensaba, Fuller, no tiene ni medio grado de fiebre, solo está asustado, nada más. Ahora beba el té, supongo que no ha desayunado nada.
—No, señor. Soy incapaz de comerme la espantosa comida de este barco.
—Es bastante mala. ¿De dónde es?
—Soy de P… P… Pleasantville, arriba en el P… P… Platte —el chico tragó saliva y las lágrimas volvieron a brotar de nuevo.
—Bueno, a ver, ¿qué pensarían allí de usted ahora? Supongo que salió la banda y montaron un gran alboroto cuando zarpó, pensando que estaban enviando a un buen soldado. Y yo siempre he pensado que es usted un soldado de primera categoría. Creo que podemos olvidarnos de todo esto. Se siente mejor ahora, ¿verdad?
—Sí, señor. Esto sabe tremendamente bien. He tenido tan mal el estómago y anoche me dolía el pecho. Todos mis compañeros están enfermos y usted se llevó al gran Tannhauser, quiero decir al cabo Tannhauser, al hospital. Parece que todos vamos a morir aquí.
—Sé que el panorama es muy poco prometedor, pero, aun así, no me avergüence delante de estos camareros ingleses.
—No volverá a ocurrir, señor —prometió.
Cuando la revisión médica hubo terminado, Claude se llevó al doctor abajo para que viera a Fanning, que había estado tosiendo y respirando con dificultad toda la noche y no había salido de su litera. El reconocimiento fue breve: el médico supo cuál era el problema antes de utilizar el estetoscopio.
—Es neumonía, en ambos pulmones —dijo cuando salieron al pasillo—. Tengo un caso en el hospital que morirá antes del amanecer.
—¿Qué puede hacer por él, doctor?
—Ya ve que estoy atado: casi doscientos hombres enfermos y un solo médico. Los suministros son completamente inadecuados. No hay suficiente aceite de ricino en este barco para purgar a estos hombres. Estoy usando mis propios medicamentos, pero no durarán hasta el final de una epidemia como esta. No puedo hacer mucho por el teniente Fanning, aunque usted sí puede si le dedica el tiempo suficiente. Puede cuidar mejor de él aquí mismo de lo que lo harían en el hospital, no tenemos camas libres allí.
Claude encontró a Victor Morse y le dijo que era mejor que consiguiera una cama en alguno de los otros camarotes. Cuando Victor se marchó con sus cosas, Fanning le siguió con la mirada.
—¿Se va?
—Sí, si se tiene que quedar en la cama, ya somos demasiados aquí dentro.
—Me alegro. Sus historias son demasiado vulgares para mí. No soy un marica pero ese tipo es un verdadero don Quijote[30].
Claude se rio.
—No debe hablar, le hace toser.
—¿Dónde está el virginiano?
—¿Quién, Bird? —Claude preguntó asombrado: Fanning se había puesto justo a su lado durante el funeral—. Oh, se ha ido también. Duerma si puede.
Después de la cena, el doctor Trueman entró y le enseñó a Claude cómo darle un baño con alcohol.
—Es simplemente cuestión de ver si puede hacer que conserve sus fuerzas. No pruebe con ninguna de estas comidas grasientas que sirven aquí. Dele un huevo crudo batido mezclado con el zumo de una naranja cada dos horas, noche y día. Despiértele cuando sea la hora, no falle en ninguno de los intervalos. Escribiré las indicaciones al camarero de mesa y usted puede batir los huevos aquí arriba, en su camarote. Ahora debo irme al hospital. Es maravilloso lo que esos chicos de la banda están haciendo allí. Empiezo a enorgullecerme de ese sitio. Ese gran alemán ha estado preguntando por usted, está en muy mal estado.
Como no había enfermeros a bordo, la banda de Kansas se había encargado del hospital, les habían preparado para trabajar de camilleros y para primeros auxilios y, cuando se dieron cuenta de lo que estaba pasando en el Anchises, el director de la banda se dirigió al doctor y le ofreció los servicios de sus hombres. Escogió enfermeros y celadores y los dividió en los turnos de noche y de día.
Cuando Claude fue a ver a su cabo, el gran Tannhauser no le reconoció. Estaba delirando, hablando con su propia familia en el idioma de su infancia. Los chicos de Kansas habían centrado en él toda su atención. El mero hecho de que continuara hablando en una lengua prohibida en la superficie de los mares le hacía parecer más solo y sin amigos que los demás.
Del hospital, Claude bajó a la bodega donde media docena de hombres de su compañía yacían enfermos. La bodega era húmeda y olía a cerrado como un viejo sótano, tan impregnada de los olores y las filtraciones de innumerables cargamentos sucios que no se podía limpiar o mantener limpia. Casi no había ventilación y el aire era fétido por la enfermedad, el sudor y los vómitos. Dos de los chicos de la banda se ocupaban del hedor y la suciedad para ayudar a los camareros. Claude se quedó a echar una mano hasta que llegó la hora de darle a Fanning su alimento. Empezó a ver que el reloj de pulsera, que hasta ese momento había despreciado como algo afeminado y que había llevado en el bolsillo, podía resultar un objeto muy útil. Después de hacer que Fanning se tragara su huevo, apiló sobre él todas las mantas que pudo conseguir y abrió la porta para ventilar el camarote. Mientras el aire fresco entraba, se sentó en el borde de su cama y trató de poner las ideas en orden. ¿Qué había sido de esos primeros días de clima excelente, ocio y buena camaradería? Los conciertos de la banda, el Lindsborg Quartette, la emoción y la novedad del principio por estar en alta mar: todo eso se había disipado como un sueño.
Esa noche, cuando entró el doctor para ver a Fanning, lanzó el estetoscopio sobre la cama y dijo con cansancio:
—Es sorprendente que ese instrumento no haya echado raíces en mis oídos y haya crecido ahí —se sentó y se metió el termómetro en la boca durante unos instantes; después lo sostuvo en alto para inspeccionarlo. Claude lo miró y le dijo que debía meterse en la cama.
—¿Entonces quién se quedará levantado? Nada de cama para mí esta noche. Pero me voy a dar un baño caliente enseguida.
Claude preguntó por qué el médico del barco no hacía nada y añadió que debía de ser tan corto de miras como de estatura.
—¿Chessup? No, no es tan malo cuando se le conoce. Me ha ayudado mucho a preparar las medicinas y es un asistente estupendo con el que conversar sobre estos casos. Hará cualquier cosa por mí excepto tratar directamente con los pacientes. No quiere exceder su autoridad. Parece que el marine inglés es muy especial para tales cosas. Es canadiense y se graduó el primero de su clase en Edimburgo. Deduzco que fue excluido de la práctica privada. Verá, su apariencia está en su contra: es una tremenda desventaja parecer un muchacho y ser tan tímido como lo es él.
El doctor se levantó, se colocó los tirantes y cogió su maletín.
—Usted tiene buen aspecto, teniente —comentó—. ¿Sus padres aún viven? ¿Eran muy jóvenes cuando nació? Bueno, entonces los padres de ellos también lo eran, probablemente. Soy un maniático con respecto a eso. Sí, me voy a dar un baño muy pronto y me voy a tumbar durante una hora o dos. Con esos fantásticos chicos de la banda dirigiendo el hospital, tengo cierta libertad de movimientos.
Claude se preguntaba cómo aguantaba el doctor. Sabía que no había dormido más de cuatro horas durante los últimos dos días y no era un hombre de constitución fuerte. Su camarero de baño era, como dijo, su consuelo. Hawkins era un tipo ya mayor que había estado en mejores puestos en barcos mejores, sí, también en tiempos mejores. Había empezado siendo camarero de baño y ahora, gracias al destino de la guerra, había vuelto al punto donde había empezado, no era el mejor sitio para un anciano. Su espalda estaba sumisamente torcida y caminaba despacio, con los pies planos. Velaba por la comodidad de todos los oficiales y atendía al doctor como un ayudante de cámara: le sacaba la ropa limpia, le convencía para que se tumbara y tomara algo caliente después de su baño y se quedaba de pie junto a su puerta, de guardia para coger sus recados durante las pocas horas en las que estaba descansando. Hawkins había perdido dos hijos en la guerra y parecía haber encontrado un solemne consuelo en estar al servicio de los soldados.
—Tómeselo con mucha calma, señor. Lo van’a tener muy complicao por allá —solía decirles a unos y a otros.
A las once en punto, uno de los hombres de Kansas vino a decirle a Claude que su cabo estaba empeorando rápidamente. La fiebre del gran Tannhauser se había ido, pero también todo lo demás. Yacía en medio del estupor. Tenía los congestionados ojos en blanco, dejando a la vista solo partes amarillentas. Su boca estaba abierta y la lengua le colgaba por fuera, hacia un lado. Desde el final del pasillo Claude había escuchado los espantosos sonidos que salían de su garganta, sonidos como vómitos violentos o el estertor asfixiante de un hombre que está siendo estrangulado y de hecho, se estaba ahogando. Uno de los chicos de la banda le trajo a Claude una silla plegable y dijo amablemente:
—No sufre. Ahora es algo mecánico. Se hubiese ido con más facilidad si no hubiese tenido tanta vitalidad. El doctor dice que puede que recobre la conciencia unos instantes justo antes de morir, por si quiere quedarse.
—Bajaré y le daré a mi paciente privado su huevo y luego volveré —Claude se fue, regresó y dormitó sentado junto a la cama. Pasadas las tres de la mañana el ruido de la lucha cesó, de forma instantánea, la gran figura sobre la cama se convirtió de nuevo en su amable cabo. La boca se le cerró, las vidriosas gelatinas que eran sus ojos volvieron a ver una vez más; unos ojos inteligentes, humanos. Su cara había perdido ese aspecto hinchado y bruto y era de nuevo la cara de un amigo. Era casi increíble que algo que se había ido de esa manera pudiese volver. Miró con melancolía a su teniente como si le preguntara algo. Sus ojos estaban inundados de lágrimas y apartó ligeramente la mirada.
—Mein’ arme Mutter[31]! —susurró claramente.
Unos instantes después murió con absoluta dignidad, sin luchar en medio de la tortura, pero conscientemente; a Claude le pareció un muchacho valiente que estaba devolviendo algo que no le pertenecía.
Claude regresó a su habitación, levantó a Fanning una vez más y después él mismo se dejó caer sobre su propia e inclinada litera. El barco parecía revolcarse y desparramarse sobre las olas, como había visto hacer a los animales de la granja cuando daban a luz. ¡Qué indefenso era el viejo barco aquí, en las agitadas aguas, y cuánta miseria portaba! Se tumbó bocarriba mirando las oxidadas tuberías y las juntas sin pintar. Este barco era realmente el «viejo Anchises», ni siquiera los carpinteros que lo pusieron a punto para el servicio pensaban que mereciera la pena y no se habían esforzado mucho con él. Los nuevos tabiques colgaban de las juntas con apenas unos pocos clavos.
El gran Tannhauser había sido uno de los que estaban más ansiosos por zarpar. Solía sonreír mientras decía:
—Francia es el único clima sano para un hombre con un nombre como el mío.
Se había despedido de la estatua en el puerto de Nueva York junto a los demás, creyendo en ella como los demás. Solo quería servir; parecía tan difícil…
Cuando Tannhauser llegó al campamento, estaba confuso todo el tiempo y no podía recordar las instrucciones. En una ocasión, Claude le hizo adelantarse en la fila y le reprendió por no saber distinguir el lado derecho del izquierdo. Cuando investigó un poco su caso, averiguó que el tipo no estaba comiendo nada, que estaba enfermo de nostalgia. Era uno de esos jóvenes granjeros que tienen miedo a las ciudades. El bebé gigante de una familia numerosa, no había dormido fuera de casa ni una sola noche en su vida antes de alistarse.
El cabo Tannhauser, junto con otros cuatro, fue enterrado a la salida del sol. Esta vez, sin banda; el capellán estaba enfermo, así que uno de los jóvenes capitanes leyó las exequias. Claude se mantuvo al margen observando hasta que los marineros arrojaron un saco, un poco más largo que los otros cuatro, hacia un abismo del color del plomo en el mar. Ni siquiera salpicó. Después del desayuno uno de los ordenanzas le pidió que fuera a una de las pequeñas cámaras donde habían preparado a los muertos para el entierro. Las normas del ejército especificaban minuciosamente lo que se debía hacer con las pertenencias de un soldado fallecido: su uniforme, sus zapatos, sus mantas, sus armas, su equipaje personal; se deshacían de todo de acuerdo a las instrucciones. Pero en todos los casos quedaban restos: el cepillo de dientes del muerto, sus cuchillas y las fotografías que llevaba consigo. Allí estaban en cinco patéticos montoncitos, ¿qué se debía hacer con ellos?
Claude cogió las fotografías que habían pertenecido a su cabo. Una era de una joven gorda y con cara de tonta con un vestido blanco demasiado ajustado para ella, y un sombrero flexible y una bandera prendida en su abultado pecho. La otra era de una mujer mayor, sentada con las manos cruzadas sobre el regazo. Tenía su escaso pelo echado hacia atrás, tirante, su cara severa y angulosa —un rostro inconfundiblemente del viejo continente— y miraba entrecerrando los ojos a la cámara. Parecía honesta, testaruda y vacilante, pensó Claude, como si no entendiera ni lo más mínimo.
—Me quedo con estas —dijo— y las otras… simplemente arrójelas al mar, ¿no cree?