V

Esa noche, el virginiano, que dormía debajo de Victor Morse, tuvo una alarmante hemorragia nasal y por la mañana estaba tan débil que tuvo que ser llevado al hospital. El médico dijo que debían afrontar los hechos: una epidemia de gripe de un tipo particularmente sangriento y maligno se había declarado a bordo. Todo el mundo estaba un poco asustado. Algunos oficiales se habían encerrado en el salón de fumadores y bebían whisky y refrescos y jugaban al póquer todo el día, como si pudieran impedir así el contagio.

El teniente Bird murió esa misma tarde y fue enterrado al día siguiente, a la salida del sol, envuelto en una lona impermeabilizada, con un proyectil de más de ocho kilos en los pies. La mañana despuntó despejada y brillante y muy fría. El mar se enroscaba formando azules paredes de agua y el barco era arrastrado por un viento tan cortante como el hielo. Todos los chicos, salvo aquellos que estaban enfermos, asistieron: era el primer entierro en alta mar que habían presenciado y no podían evitar encontrarlo interesante. El capellán leyó las exequias mientras los demás estaban de pie con las cabezas descubiertas. La banda de Kansas tocaba una marcha solemne y el cuarteto sueco cantaba un himno. Muchos hombres apartaron la mirada mientras el saco marrón bajaba hacia las frías y agitadas crestas de color añil que parecían desprovistas de simpatía alguna hacia el ser humano. En un momento todo hubo acabado y continuaron su travesía sin él.

Las relucientes paredes de agua continuaban enroscándose en añiles y púrpuras, más brillantes que en los días de clima templado. La cegadora luz del sol no suavizaba el frío que cortaba la cara y hacía que dolieran los pulmones. Los hombres de tierra empezaron a tener esa deprimente sensación de estar donde nunca deberían haber estado. Los chicos permanecían tumbados, amontonados en la cubierta, tratando de mantenerse calientes abrazados los unos a los otros. Todo el mundo estaba mareado. Fanning se fue a la cama con la ropa puesta, tan enfermo que no pudo quitarse ni las botas. Claude estaba tumbado en la atestada popa, demasiado débil y con demasiado frío como para moverse. El sol caía sobre ellos como una llama sin que supusiera ningún consuelo. Las fuertes y rizadas olas con crestas de espuma hacían que la luz se deshiciera en millones de espejos y su brillo era casi más de lo que el ojo podía soportar. El agua parecía más densa que antes, pesada como el vidrio fundido, y la espuma de las puntas de cada cresta azul parecía tan afilada como el cristal. Si un hombre cayera sobre ellas, acabaría cortado en pedazos.

Todo el océano parecía de repente haber cobrado vida; las olas poseían una energía maligna, elegante, musculosa, estaban animadas por una especie de crueldad burlona. Solo unas pocas horas antes, un amable joven había sido arrojado a estas aguas congeladas y olvidado. Sí, ya olvidado, cada uno tenía sus propias desgracias en las que pensar.

A última hora de la tarde, el viento cesó y hubo una siniestra puesta de sol. A través del rojo oeste, una pequeña y rasgada nube negra avanzaba deprisa, y después otra, y otra. Aparecieron desde el mar figuras salvajes con forma de bruja que viajaban rápidamente y se encontraban en el oeste como convocadas por un diabólico cónclave. Se quedaban allí frente al resplandor crepuscular, formas negras y definidas, reuniéndose para tramar algo. Los pocos hombres que quedaban en la cubierta sintieron que nada bueno podía salir de un cielo como ese. Desearon estar en casa, en Francia, en cualquier otro sitio menos allí.