La mañana del tercer día, Claude, el virginiano y el marine se levantaron muy temprano, observaban el Anchises elevándose sobre las frescas colinas de agua en movimiento desde la proa que, al subir y bajar, siempre aparecía como un apagado triángulo contra el resplandor. Sus escoltas parecían barcos de un sueño, suaves e iridiscentes como una concha con los matices color perla de la mañana. Solo las manchas oscuras de humo decían que eran realidades mecánicas con fogoneros y motores.
Mientras estaban los tres allí de pie, un sargento informó a Claude de que dos de sus hombres tenían que dar parte de enfermedad. El cabo Tannhauser había tenido una hemorragia nasal tan severa durante la noche que el sargento pensó que moriría antes de que pudieran cortarla. Tannhauser estaba levantado ahora y en la fila para el desayuno, pero el sargento estaba seguro de que no debía estar allí. Este Fritz Tannhauser era el hombre más alto de la compañía, un chico medio alemán medio americano que, cuando le preguntaban su nombre, normalmente decía que era Dennis y que tenía ascendencia irlandesa. Incluso esa mañana trató de hacer una broma y, señalando su gran cara roja, le dijo a Claude que pensaba que tenía el sarampión.
—Solo que no es rubeola[28], teniente —insistía.
La inspección médica tardó bastante rato aquella mañana. Parecía estar apareciendo el brote de alguna enfermedad a bordo. Cuando Claude llevó a sus dos hombres hasta el médico, este les dijo que fueran abajo y se metieran en la cama. Cuando se fueron, se dirigió a Claude.
—Deles té caliente y ponga una pila de mantas del ejército sobre ellos. Hágales sudar, si puede —Claude comentó que la bodega no era el mejor sitio para los enfermos.
—Lo sé, teniente, pero hay varios hombres enfermos esta mañana y el otro médico a bordo es el que está más enfermo de todos. Está el médico del barco, por supuesto, pero él solo es responsable de la tripulación y hasta ahora no parece muy interesado. Tengo que revisar el hospital y los suministros médicos esta mañana.
—¿Hay algún tipo de epidemia?
—Bueno, espero que no. Pero tengo mucho que hacer hoy, así que cuento con usted para cuidar de esos dos —el médico era de Nueva Inglaterra y se les había unido en Hoboken. Era un hombre enérgico y de aspecto cuidado, con una mirada penetrante, rasgos bien definidos y el pelo del mismo gris que su pálida cara. Claude supo de inmediato que conocía su oficio y bajó para llevar a cabo las instrucciones tan bien como pudiese.
Cuando subió de la bodega, vio al piloto, cuyo nombre, según había sabido, era Victor Morse, fumando junto a la barandilla. Este compañero de camarote aún despertaba su curiosidad.
—Es la primera vez que sube, ¿verdad?
El piloto estaba mirando hacia las distantes columnas de humo sobre las trémulas y brillantes aguas.
—Y es suficiente. Me gustaría saber adónde nos dirigimos. Sería terriblemente incómodo para mí que llegáramos a un puerto francés.
—Pensaba que había dicho que tenía que presentarse en Francia.
—Y tengo que hacerlo, pero quiero hacerlo en Londres primero —continuó mirando hacia los barcos pintados. Claude se dio cuenta de que, estando de pie, mantenía la barbilla muy alta. Sus ojos, ahora que estaba bastante sobrio, eran intensamente jóvenes y audaces, parecían despreciar todo lo que había a su alrededor. Se mantenía visiblemente apartado, como si no se encontrara entre los de su clase.
Claude había visto una grulla capturada, con la pata atada al gallinero, comportarse exactamente igual entre las gallinas de Mahailey: manteniendo las alas a los lados, moviendo rápidamente la cabeza para todos lados con una mirada feroz.
—Supongo que tiene amigos en Londres, ¿no? —preguntó.
—¡Bastantes! —contestó el piloto con emoción.
—¿Le gusta más que París?
—No creo que nada sea mucho mejor que Londres. No he estado en París, siempre volvía a casa cuando estaba de permiso. Nos hacían trabajar muy duro. En la infantería y en la artillería nuestros hombres solo consiguen quince días libres en doce meses. Creo que los americanos han alquilado la Riviera, para recuperarse en Niza y Montecarlo. El único viaje organizado que hicimos fue a Gallipoli —añadió con seriedad.
Los chicos pensaban que Victor se había esforzado mucho para conseguir un acento británico, al menos al pronunciar «necesidad» y «disentería» y llamar «tiradores» a los tirantes. Ofreció a Claude un cigarrillo mientras comentaba que tenía los puros en su baúl perdido.
—Coja uno de los míos, mi hermano me envió dos cajas justo antes de zarpar. Pondré una caja sobre su litera la próxima vez que baje. Son buenos.
El joven se giró y le escrudiñó con sorpresa.
—Bueno, ¡eso es muy amable de su parte! Sí, gracias, lo cogeré.
Claude había intentado, el día anterior, cuando le dejó algunas camisas a Victor, que le hablara de sus aventuras aéreas, pero sobre este tema se cerraba en banda. Admitió que la larga cicatriz roja en su brazo se la había hecho un tirador de un Fokker alemán, pero rápidamente añadió que no tuvo importancia, ya que pudo efectuar un buen aterrizaje. Ahora, con ayuda de los puros, Claude pensó que podría investigar un poco más. Preguntó si había algo más en el baúl perdido que no pudiera ser reemplazado, algo «de valor».
—Hay una cosa cuyo valor seguro que no se puede calcular: un objetivo Zeiss en perfecto estado. Consigo de vez en cuando varios equipos fotográficos buenos, pero las lentes siempre se rompen por el calor, estas cosas normalmente no aguantan el fuego. Este lo saqué de un avión que derribé en Bar-le-Duc y no tenía ni un arañazo, simplemente un milagro.
—Se hace con todo el botín cuando derriba un aparato, ¿verdad? —preguntó Claude alentándole a seguir.
—Por supuesto, tengo una buena colección: altímetros, brújulas, barómetros. Siempre llevo conmigo este objetivo porque temo dejármelo en cualquier sitio.
—Supongo que uno se siente bastante bien al derribar uno de esos aviones alemanes.
—A veces. Yo he derribado más de la cuenta, sin embargo. Fue muy desagradable —Victor hizo una pausa, frunció el ceño. Pero la expresión sincera y crédula de Claude acabó venciendo sus reservas—. Derribé a una mujer una vez. Era un diablillo valiente, pilotaba un avión de reconocimiento y nos había incordiado un poco volando sobre nuestras líneas. Naturalmente, no sabíamos que era una mujer hasta que cayó. Estaba aplastada bajo los restos. Vivió unas pocas horas y dictó una carta a los suyos. Yo salí y dejé caer la carta dentro de sus líneas. Fue un asunto muy desagradable. Me quedé completamente tocado, aunque conseguí quince días de permiso en Londres. Wheeler —saltó de repente—, ¡ojalá estuviéramos yendo hacia allí ahora!
—Me encantaría que así fuera.
Victor se encogió de hombros.
—¡Eso espero! —giró su barbilla hacia Claude—. Verá, si quiere, ¡le enseñaré Londres! Es una promesa. Los americanos nunca llegan a conocerlo, ¿sabe? Se sientan en las tiendas de la YMCA para escribir a sus Pollyannas o se van en busca de la Torre de Londres. Yo le enseñaré una ciudad que está viva, a no ser que tenga preferencia por los museos.
Claude se rio.
—No, quiero ver vida, como se suele decir.
—Mmm, me gustaría llevarle a algunos lugares que se me ocurren. Muy bien, le invito a cenar conmigo en el Savoy la primera noche que pasemos en Londres. Se abrirá el telón en este mundo para usted. No admiten a nadie que no vaya con traje de noche, las joyas le van a deslumbrar. Actrices, duquesas, las mujeres más bellas de Europa.
—Pero yo pensaba que Londres era oscura y lúgubre desde la guerra.
Victor sonrió y, con los dedos pulgar y corazón, alisó su bigote del color de la paja.
—Quedan un par de lugares luminosos, ¡menos mal! —empezó a explicarle a un novato cómo era realmente la vida en el frente. Nadie que hubiese estado de servicio hablaba sobre la guerra o pensaba en ella, era simplemente la situación en la que vivían. Los hombres hablaban sobre ese regimiento en particular del que estaban celosos o de qué división era la favorita y era inscrita para todos los combates de demostración. Todo el mundo pensaba en sus propios asuntos, en sus vidas privadas, con las que trataban de continuar a pesar de la disciplina; en el próximo permiso, en cómo conseguir champán sin pagar por él, en dar esquinazo a los guardias, en meterse en líos con las mujeres para luego volver a salir de ellos—. ¿Se maneja bien con el francés? —preguntó.
Claude sonrió.
—No especialmente.
—Será mejor que lo repase si quiere conseguir algo de las mujeres francesas. He oído que su policía militar es muy estricta. Debe ser capaz de soltar las palabras en el mismo minuto que vea una falda, y hacerse con una cita antes de que el policía le descubra.
—Supongo que las francesas no tienen ningún escrúpulo —comentó Claude despreocupadamente.
Victor encogió sus estrechos hombros.
—No he visto que tengan muchos en ningún sitio. Cuando nosotros los canadienses estábamos entrenando en Inglaterra, todos teníamos una mujer para el fin de semana. Creo que las mujeres en Crystal Lake solían ser más o menos quisquillosas pero eso fue hace mucho y lejos de aquí. No tendrá ningún problema.
Cuando Victor estaba en medio del relato de una aventura amorosa, un poco diferente de cualquiera que Claude hubiese escuchado jamás, Tod Fanning se les unió. El piloto no hizo caso a la presencia de un nuevo oyente, pero cuando hubo terminado la historia, se alejó con su especial y arrogante paso, con los ojos fijos en la distancia.
Fanning le miró indignado mientras se iba.
—¿Se lo puede creer? No creo que sea un rompecorazones. ¡Y qué valor al llamarle teniente con acento británico! Cuando me hable a mí tendrá que pronunciarlo con acento americano o estropearé su bonita cara[29].
Los hombres recordaron ese día durante mucho tiempo después, ya que fue el último día de buen tiempo y el último de esos primeros largos días sin preocupaciones en alta mar. Por la tarde, Claude, el joven marine, el virginiano y Fanning se sentaron juntos al sol mientras observaban cómo el agua bajaba formando profundos valles y subía dando lugar a onduladas colinas azules. Usher les estaba contando a sus compañeros una larga historia sobre el desembarco de los marines en Veracruz.
—Es una grande y vieja ciudad —concluyó—. Hay algo allí que nunca olvidaré. Algunos nativos nos llevaron a unos pocos de nosotros hasta la vieja prisión situada en una roca en el mar. Echamos el día entero allí y no era ninguna exhibición turística, ¡creedme! Bajamos a los calabozos bajo el nivel del agua donde solían retener a los presos políticos, enterrados vivos durante años. Vimos todos los antiguos instrumentos de tortura: jaulas de hierro oxidadas donde un hombre no se podía tumbar ni ponerse de pie, sino que tenía que sentarse inclinado hasta que se le encorvaba la espalda. Te sentías extraño, una vez arriba, al pensar en cómo la gente había sido abandonada allí abajo hasta pudrirse cuando había tanto sol y tanta agua fuera. Parecía como si algo estuviera mal en el mundo —no dijo nada más, pero por su seria mirada Claude dedujo que creía que él y sus compatriotas, que estaban desparramados por el extranjero, ayudarían a cambiar todo eso.