III

Durante la primera mañana, Tod Fanning le enseñó el barco a Claude; no es que Fanning hubiese estado jamás en algo más grande que un vapor del lago Michigan, pero sabía bastante sobre maquinaria y no dudaba en pedir a los camareros que le explicaran cualquier cosa que no supiera. A los chicos les parecía que los camareros, y de hecho toda la tripulación, eran un grupo de hombres inusualmente amables y serviciales.

El cuarto ocupante del número 96s, el camarote de Claude, no había aparecido a mediodía, ni tampoco ninguna de sus pertenencias, así que los tres que ya habían colocado sus escasos efectos personales allí empezaron a albergar la esperanza de tener más sitio para ellos solos; ya estaba bastante abarrotado así. La tercera litera le fue asignada a un oficial del regimiento de Kansas, el teniente Bird, de Virginia, que estaba trabajando en el banco de su tío en Topeka cuando se alistó. Él y Claude se sentaron juntos en el comedor. Mientras estaban comiendo, el virginiano dijo con su amable tono de voz:

—Teniente, me gustaría que me explicara cómo es el teniente Fanning, parece muy inmaduro. Me ha estado hablando sobre un destructor de submarinos que ha inventado, pero me parece que no son más que tonterías.

Claude se rio.

—No trate de entender a Fanning, simplemente espere a conocerlo un poco y acabará por gustarle. Yo solía preguntarme cómo consiguió ser nombrado oficial, nunca puedes saber qué locura va a hacer.

Fanning había traído a bordo, por ejemplo, un par de pantalones de franela blancos, sus primeros y únicos pantalones hechos a medida, porque tenía el presentimiento de que el barco llegaría a puerto y ¡que le invitarían a una fiesta al aire libre! Tenía la costumbre de utilizar palabras complejas en el sitio equivocado, no porque intentara lucirse sino porque a él todas las palabras le sonaban parecidas. Durante los primeros días, mientras se estaban conociendo, en el campamento le dijo a Claude que esto era un defecto que no podía evitar y que se llamaba anestesia[25]. Algunas veces, este defecto provocaba confusión: cuando Fanning declaraba sentenciosamente que le gustaría estar presente cuando el príncipe heredero saldara sus cuentas con Platón, Claude se quedaba perplejo hasta que las ocurrencias posteriores revelaban que el chico se refería a Plutón[26].

A las tres en punto, había un concierto de la banda en la cubierta. Claude se puso a hablar con el director y se alegró de saber que venía de Hillport, Kansas, una ciudad donde Claude había estado una vez con su padre para comprar ganado, y de donde procedían sus catorce músicos. Eran la banda del pueblo, se habían alistado en grupo, habían completado la instrucción juntos y no se habían separado nunca. Uno de ellos era un impresor que ayudaba a sacar a la luz el Hillpor Argus cada semana, otro era dependiente en una tienda de comestibles, otro era hijo de un relojero alemán, uno estaba todavía en el instituto y otro trabajaba en el sector del automóvil. Después de la cena, Claude se los encontró a todos reunidos, muy interesados en su primera noche en el mar y discutiendo sobre si la puesta de sol sobre el agua era tan fantástica como aquellas que habían visto cada noche en Hillport. Permanecían juntos de forma tranquila y resuelta y, si empezabas a hablar con alguno, pronto te dabas cuenta de que todos los demás estaban ahí también.

Cuando Claude, Fanning y el teniente Bird se estaban desvistiendo esa noche en su estrecho cuarto, la cuarta litera todavía no había sido reclamada. Estaban en sus camas y casi dormidos cuando el hombre desaparecido entró y encendió bruscamente la luz. Se asombraron al ver que llevaba el uniforme de la Royal Flying Corps y un bastón. Parecía muy joven, pero los tres que le miraban a hurtadillas sospecharon que debía de ser una persona relevante. Se quitó el abrigo, en cuyo cuello estaba la insignia de las alas extendidas, le dio cuerda a su reloj y se cepilló los dientes con un aire de especial importancia. Poco después de que apagara la luz y se subiera a la litera, sobre la del teniente Bird, un fuerte olor a ron se esparció por el aire.

Fanning, que dormía debajo de Claude, le dio una patada al curvado colchón de encima y asomó la cabeza.

—¡Eh, Wheeler! ¿Qué tiene ahí arriba?

—Nada.

—Ese nada me huele muy bien. Tomaré un poco con quien me quiera invitar.

Ninguna respuesta de ninguna de las camas. Bird, el virginiano, murmuró:

—No arme líos —y se durmieron.

Por la mañana, cuando vino el camarero, fue avanzando poco a poco por la estrecha cabina y asomó la cabeza a la cama que estaba sobre la de Bird.

—Disculpe, señor, he buscado exhaustivamente su equipaje y no ha sido posible encontrarlo, señor.

—Le dije que deben encontrarlo —dijo airadamente una petulante voz desde arriba—. Lo traje desde el hotel St. Regis yo mismo en un taxi. Lo vi en el muelle con el equipaje de los oficiales, un baúl negro con las letras V. M. en ambos extremos. Vaya a por él.

El camarero sonrió con discreción. Probablemente sabía que el aviador había subido a bordo en un estado que le impedía realizar una observación demasiado precisa por su parte.

—Muy bien, señor. ¿Puedo traerle alguna otra cosa por ahora?

—Puede llevarse esta camisa a la lavandería y traérmela de vuelta esta noche. No tengo ropa limpia en mi bolsa.

—Sí, señor.

Claude y Fanning subieron a cubierta lo más rápidamente que pudieron y encontraron a muchos de sus compañeros allí ya, señalando las oscuras manchas de humo a lo largo del claro horizonte. Sabían que estos barcos provenían de puertos desconocidos, algunos de ellos muy lejanos, avanzando hacia allí bajo órdenes conocidas solo por sus comandantes. En unas pocas horas, todos ellos se alcanzarían los unos a los otros en un punto dado de la superficie del océano. Todos ocuparían su lugar, flanqueados por sus destructores, y avanzarían en una formación ordenada, sin cambiar sus posiciones relativas. Sus escoltas no les dejarían hasta que se les unieran los cañoneros y los destructores procedentes de cualquiera que fuera la costa que les rodeaba; qué costa era esa ni siquiera sus propios oficiales lo sabían todavía.

Más tarde esa misma mañana, este encuentro tuvo lugar de verdad. Había diez buques de tropas, algunos de ellos muy grandes, y seis destructores. Los hombres pasaron toda la mañana por ahí sin hacer nada, mirando embelesados a sus buques gemelos, tratando de averiguar sus nombres, adivinando su capacidad. A pesar de lo curtidos que ya estaban, en sus labios y narices comenzaron a formarse ampollas por la abrasadora luz del sol. Tras largos meses de entrenamiento intensivo, pasar de repente por una existencia desocupada y relajante era de agradecer para ellos. Aunque sus pasados no eran largos ni variados, la mayoría de ellos, como Claude Wheeler, tenían una sensación de alivio al haberse deshecho de todo lo que habían sido antes y afrontar algo completamente nuevo. Tod Fanning dijo mientras pasaba el rato junto a la barandilla:

—A quien le guste puede correr detrás de un tren cada mañana y dejarse los días en algún trabajo en la Westinghouse, pero no yo, ¡nunca más!

El virginiano se les unió.

—Ese inglés todavía no ha salido de la cama. Creo que ha estado emborrachándose de forma bastante ininterrumpida. Aquello huele como un bar. El camarero estaba justamente saliendo y me guiñó un ojo. Estaba guardándose algo en el bolsillo, parecía un billete.

Claude tenía curiosidad y bajó al camarote. Al entrar, el aviador, tumbado medio vestido en la litera de arriba, se incorporó sobre un codo y bajó la mirada hacia él. Sus ojos azules entrecerrados eran inescrutables, su pelo rizado estaba alborotado, pero sus mejillas estaban tan rosadas como las de una muchacha y el pequeño y finísimo bigote amarillento sobre el labio superior estaba bastante retorcido.

—Se está perdiendo un clima estupendo —dijo Claude amablemente.

—¡Ah, habrá muchos días para disfrutar del clima antes de que lleguemos y muy pocos para cualquier otra condenada cosa! —sacó una botella de debajo de su almohada—. ¿Un trago?

—No me importaría… —Claude extendió la mano.

El otro se rio y se hundió de nuevo sobre la almohada, mientras decía perezosamente, alargando las palabras:

—¡Chico valiente! Adelante, brindemos por el káiser.

—¿Por qué por él en particular?

—Por nada en particular. Brinde por Hindenburg o por el alto mando o por cualquier otra cosa que le sacara de los maizales, porque de ahí es de donde le sacaron, ¿verdad?

—Vaya, es una buena deducción, en cualquier caso. ¿De dónde le sacaron a usted?

—Crystal Lake, Iowa. Creo que ese fue el lugar —bostezó y cruzó los brazos sobre el estómago.

—Bueno, pensábamos que era inglés.

—No exactamente. Aunque he servido en el ejército de Su Majestad durante dos años.

—¿Ha volado en Francia?

—Sí. He estado yendo y viniendo todo el tiempo, Inglaterra y Francia. Ahora he malgastado dos meses en Fort Worth. De instructor. No es lo mío. Debieron de enviarme allí como una reprimenda. Sin embargo, con mi coronel nunca se sabe: esta pudo haber sido su forma de apartarme del peligro.

Claude levantó la mirada hacia él, asombrado ante tal idea.

El joven de la litera sonrió con una compasión desganada.

—¡Oh, no me refiero a los aviones de esos Boches[27]! Hay peligros y peligros. Descubrirá que le dieron una información jodidamente escasa sobre esta guerra allí donde le entrenaron. No transmiten ningún detalle importante. ¿Se va ya?

Claude no tenía intención pero ante esta sugerencia tiró hacia sí de la puerta.

—Un momento —gritó el piloto—. ¿Puede hacer que ese culo de piernas largas que duerme debajo esté calladito?

—¿Fanning? Es un buen chico. ¿Qué problema hay con él?

—Su ignorancia general y su insufrible tono familiar —soltó el otro mientras se daba la vuelta.

Claude encontró a Fanning y al virginiano jugando al ajedrez y les contó que el misterioso aviador era también un compatriota. Ambos parecieron decepcionados.

—¡Bah! —exclamó el teniente Bird.

—Después de eso, que no vuelva a darse esos aires conmigo —declaró Fanning—. ¡Crystal Lake! ¡Vaya, ni siquiera es un pueblo!

De todas maneras, Claude quería averiguar cómo un joven de Crystal Lake acabó siendo un miembro del Royal Flying Corps. De entre los cientos de extraños, media docena ya destacaba como hombres a quienes estaba decidido a conocer mejor. En conjunto, los hombres constituían un buen grupo mientras holgazaneaban por las cubiertas bajo la luz del sol, las rivalidades insignificantes y los celos de los días en el campamento estaban olvidados. Su juventud parecía fluir a la vez, como sus uniformes marrones. Vistos así como una masa de gente, pensó Claude, eran unos tipos de aspecto bastante noble. En muchos de los rostros había una mirada de auténtica franqueza, una expresión de alegre expectación y una buena voluntad llena de confianza.

Había a bordo un infante de marina, con los galones del Servicio fronterizo en su abrigo. Había estado enfermo en el hospital de la marina en Brooklyn cuando zarpó su regimiento y ahora iba hacia allí para unirse a él. Era un tipo joven, bastante pálido por su reciente enfermedad, pero representaba exactamente la idea que Claude tenía del aspecto que debería tener todo soldado. No le quitó la vista de encima al marine en todo el día.

El nombre del joven era Albert Usher y provenía de un pequeño pueblo en lo alto de las montañas Wind River, en Wyoming, donde trabajaba en una explotación forestal. Le había contado a Claude estos detalles cuando se encontraron de pie uno junto al otro esa noche, mientras observaban el amplio sol púrpura bajando hacia el mar de color morado.

Esa era la hora en la que los granjeros llevaban a sus caballos de vuelta a casa después de un día de trabajo. Claude pensaba en que su madre ahora se quedaría de pie junto a la ventana del oeste cada noche, observando el sol ponerse y siguiendo el recorrido de su hijo en su mente. Cuando el joven marine subió y se unió a él, Claude admitió sentir una punzada de nostalgia.

—Ese es el tipo de enfermedad contra la que yo no tengo que luchar —dijo Albert Usher—, me dejaron en un orfanato en un solitario rancho cuando tenía nueve años y he cuidado de mí mismo desde entonces.

Claude dirigió la vista hacia la hermosa cabeza del joven, que se erguía desde su cuello con fuertes y definidas líneas, y pensó que había hecho muy buen trabajo consigo mismo. No podría haber dicho qué era exactamente lo que le gustaba de la cara del joven Usher, pero le parecía un rostro que ha pasado por muchas cosas, que había sido entrenado como su cuerpo y que había desarrollado un carácter definido. Lo que Claude creía que resultaba de una vida de aventuras y valentía, en realidad se debía a unos huesos bien formados. La cara de Usher estaba más «moldeada» que la mayoría de los rostros sanos que le rodeaban.

Cuando se le preguntaba, el marine continuaba diciendo que, aunque no tenía casa de su propiedad, siempre tuvo la suerte de acabar entre gente amable. Podría volver a cualquier casa en Pinedale o Du Bois y ser recibido como un hijo.

—Supongo que hay mujeres amables en todos sitios —dijo—, pero, a ese respecto, Wyoming ha conseguido superar al resto del mundo. Nunca he sentido la falta de un hogar. Ahora los Marines de los Estados Unidos son mi familia, mi casa está dondequiera que estén ellos.

—¿Estuvo en Veracruz? —preguntó Claude.

—¡Ya lo creo! Pensamos que era todo un grupo en aquel momento; pero creo que no será gran cosa cuando lleguemos allí, sin embargo. Cuento con ver enfrentamientos de primera. ¿Cuánto tiempo lleva en el ejército?

—En abril hizo un año. No he tenido mucha suerte con lo de ir al frente. Me han tenido dando tumbos para entrenar a los hombres.

—Entonces su suerte está aún por llegar. ¿Se graduó en la universidad?

—No, fui a la facultad, pero no terminé.

Usher miraba con el ceño fruncido al camino dorado sobre el agua donde el sol aparecía medio sumergido, como un gran ojo vigilante que se estuviera cerrando.

—Siempre quise ir a la universidad, pero nunca lo logré. Un hombre en Laramie se ofreció a pagarme un curso de la universidad de allí, pero yo era demasiado inquieto. Supongo que me avergonzaba mi letra —hizo una pausa como si se hubiera enfrentado a algún viejo remordimiento. Un instante después, dijo de pronto—: ¿Sabe parlez-vous?

—No, sé algunas palabras, pero no soy capaz de ponerlas juntas.

—Yo igual. Espero aprender algo. Pillé bastante de español abajo, en la frontera.

Para entonces, el sol había desaparecido y por todo el oeste el cielo se ponía uniformemente amarillo, como una cortina dorada, sobre el tranquilo mar que parecía haberse solidificado en una losa de piedra azul oscuro, sin un centelleo en su inmóvil superficie. A través de la lisa oscuridad, aparecían dos manchas de un verde pálido, como los huevos de un petirrojo.

—¿Le gusta el agua? —preguntó Usher con el tono de un anfitrión educado—. Cuando viajé por primera vez en un crucero estaba entusiasmado. Aún lo estoy, pero, sabe, también me gustan las viejas montañas desnudas de Wyoming. Hay cascadas que puedes ver desde las llanuras a veinte millas de distancia, parecen sábanas blancas o algo así, tendidas allí, en los acantilados. Y abajo, en los bosques de pinos, en los fríos riachuelos, hay truchas del tamaño de mi brazo.

Esa noche, Claude estaba en cubierta, casi solo: había un concierto abajo en la cámara de oficiales. Al oeste, se habían acumulado nubes oscuras que se movían tan despacio que ondeaban sobre el agua como una tela negra colgando de un tendedero.

La música que venía de abajo sonaba bien. Cuatro chicos suecos de la colonia escandinava en Lindsborg, Kansas, estaban cantando Long, Long Ago. Claude escuchaba desde un lugar resguardado en la popa. ¿Qué estaban haciendo ellos y él aquí, en el Atlántico? Hace dos años, Claude parecía un tipo para el que la vida había terminado, anclado al suelo como un poste o como esos criminales chinos que son plantados erguidos en la tierra solo con la cabeza fuera para que los pájaros la picoteen y les piquen los insectos. Todos sus compañeros habían estado ocultos en pueblos de la pradera, con sus modestos trabajos y sus modestos planes. Sin embargo, aquí estaban, acompañados por barcos desconocidos convocados desde las cuatro esquinas del mundo. ¿Cómo han llegado a merecer la vigilancia y devoción de tantos hombres y máquinas, tal derrochador consumo de combustible y energía? Tomados de uno en uno, eran tipos normales, como él mismo. Sin embargo, aquí estaban. Y en este masificado movimiento de hombres no había nada convencional ni corriente, estaba seguro de ello. Eran, del primero al último, imprevisibles, casi increíbles. Hace cuatro años, cuando los franceses estaban en posesión del Marne, el hombre más sabio del mundo no habría concebido esta posibilidad, habrían tenido en cuenta cualquier otra excepto esta. «Puede Dios hacer que de estas piedras nazcan hijos a Abrahán».

Abajo los chicos comenzaron a cantar Annie Laurie. ¿Dónde quedaban esas noches de verano cuando solía sentarse en silencio junto al molino de viento preguntándose qué hacer con su vida?