Era medianoche cuando los muchachos tomaron su cena y empezaron a desenrollar sus mantas para dormir en el suelo de las largas salas de espera del muelle, que en otros días se habían atestado de gente que venía a dar la bienvenida a los amigos que regresaban a casa o para desearles buena suerte en sus viajes a costas extranjeras. Claude y algunos de sus hombres habían tratado de echar un vistazo a su alrededor, pero había poco que ver. La proa de un barco, pintado con dibujos blancos y negros para camuflarse, se alzaba en un extremo de la nave, pero no se podía ver el agua. Abajo en la calle adoquinada, observaron durante un rato la larga fila de carros fuertes y camiones que entraban durante toda la noche en una inmensa caverna iluminada con electricidad, donde cajas de embalaje, barriles y mercancías de todo tipo estaban apiladas, con la marca de las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses: cajas con maquinaria eléctrica de alguna fábrica de Ohio, recambios de automóviles, cureñas, bañeras, suministros médicos, fardos de algodón, cajas con comida enlatada, tanques grises metálicos llenos de fluidos químicos. Claude regresó a la sala de espera, se tumbó y se quedó dormido con la deslumbrante luz de una lámpara de arco brillando de lleno en su cara.
Le llamaron a las cuatro de la mañana y le dijeron dónde presentarse en los cuarteles generales. El capitán Maxey, sentado a un escritorio en uno de los descansillos, explicó a sus tenientes que su compañía debía zarpar a las ocho en punto en el Anchises. Era un barco inglés, un viejo transatlántico sacado del comercio con Australia que podía llevar solo dos mil quinientos hombres. La tripulación era inglesa, pero parte de las reservas (la carne, la fruta fresca y las verduras) había sido facilitada por el Gobierno de los Estados Unidos. El capitán había estado en el barco durante la noche y no le había gustado mucho. Había esperado ser asignado a uno de esos enormes y estupendos buques de la Hamburg-American Line, con comedores con acabados en palisandro, con plantas de ventilación y refrigeración y con ascensores que iban desde la cubierta hasta el sótano como en un edificio de oficinas de Nueva York.
—Sin embargo —dijo—, tendremos que aprovechar al máximo. Ahora están utilizando cualquier cosa que tenga una quilla.
La compañía formó para pasar lista en uno de los extremos de la nave con sus mochilas y rifles. Se les sirvió el desayuno mientras esperaban. Después de una hora de pie sobre el hormigón, vieron señales alentadoras: se bajaron desde el barco dos pasarelas al final de la grada y, por cada una de ellas subía una estrecha fila marrón de hombres con elegantes gorras de servicio. Reconocieron a una compañía de infantería de Kansas y empezaron a quejarse porque a ellos no les habían dado sus gorras de servicio aún y tendrían que viajar con sus viejos Stetson. Pronto fueron incluidos en una de las filas marrones que subían las pasarelas continuamente como las correas que hacen funcionar una máquina. En la cubierta un camarero dirigía a los hombres hacia abajo, a la bodega, y otro guiaba a los oficiales hasta sus camarotes. A Claude le mostraron un camarote de cuatro literas. Uno de sus compañeros de cuarto, el teniente Fanning, de su propia compañía, estaba ya allí, colocando su escaso equipaje. El camarero les dijo que los oficiales estaban desayunando en el salón comedor.
A las siete en punto, todas las tropas estaban a bordo y a los hombres les fue permitido ir a cubierta. Por primera vez, Claude vio el perfil de la ciudad de Nueva York, esbelto y gris frente al cielo de una mañana del color del ópalo. El día había amanecido caluroso y con neblina. El sol, aunque ya estaba bastante alto, era una bola roja atravesada por nubes púrpuras. Los altos edificios, de los que tanto había oído hablar, parecían frágiles e ilusorios, meras sombras de gris y rosa y azul que podrían disolverse con la neblina y desaparecer en ella. Los chicos estaban decepcionados, eran hombres del oeste, acostumbrados a la fuerte luz de las grandes alturas y querían ver la ciudad con claridad, no les decían nada estas torres desiguales que emergían débilmente a través del vapor. Todo el mundo estaba haciendo preguntas: ¿Cuál de esos pálidos gigantes era el Edificio Singer? ¿Cuál el Woolworth? ¿Qué era esa cúpula dorada que brillaba pálidamente a través de la niebla? Nadie lo sabía. Todos estaban de acuerdo en que era una lástima que no hubiesen podido pasar un día en Nueva York antes de zarpar y que se sentirían estúpidos en París cuando tuvieran que admitir que jamás habían paseado siquiera por Broadway. Los ferrys, los remolcadores y las gabarras con carbón recorrían de arriba abajo el grasiento río, todas visiones novedosas para los soldados. En los muelles de la Canard y de la compañía francesa vieron los primeros ejemplos del «camuflaje» del que tanto habían oído hablar: grandes embarcaciones pintarrajeadas con inusuales diseños que hacían daño a la vista, algunos en blanco y negro y otros con los suaves tonos del arco iris.
El remolcador atracó y echó amarras. Unos instantes después apareció un hombre en el puente que se puso a hablar con el capitán. El joven Fanning, que se había pegado a Claude, le dijo que este era el piloto y que su llegada significaba que estaban a punto de zarpar. Podían ver los brillantes instrumentos de una banda reuniéndose en la proa.
—Vamos hasta el otro lado, cerca de la barandilla, si podemos —dijo Fanning—. La gente se está amontonando aquí porque quieren ver a la Diosa de la Libertad mientras salimos. Ni siquiera saben que este barco gira en cuanto llegue al río. ¡Piensan que va primero hacia popa!
No fue fácil cruzar la cubierta, cada centímetro estaba ocupado por una bota. Toda la superestructura estaba oculta bajo uniformes marrones, se agarraban a los pescantes, a los cabrestantes, a las barandillas y a los ventiladores, como abejas en un enjambre. Justo cuando el barco estaba retrocediendo para salir, se levantó una brisa que despejó el aire. Se abrió un cielo azul por encima de sus cabezas y la pálida silueta de los edificios en la larga isla se hizo más afilada y dura. Las ventanas desprendían destellos del color de las llamas en las grises fachadas, los remates de oro y bronce de las torres empezaron a brillar donde la luz del sol pugnaba por entrar. El barco se deslizaba hacia su destino y, a la izquierda, llamaba la atención la telaraña plateada de puentes que se veían de forma confusa unos contra otros.
—¡Allí está!
—¡Hola, vieja amiga!
—¡Adiós, querida!
El enjambre se dirigió en tropel hacia estribor. Gritaban y gesticulaban a la imagen que todos estaban buscando, mucho más cerca de lo que ellos habían esperado verla, con su vestido de pliegues verdes, y la neblina ascendiendo como si fuera humo por detrás de ella. Para casi todos esos dos mil quinientos hombres, así como para Claude, era la primera vez que vislumbraban la estatua de Bartholdi. Aunque era una imagen bien definida en sus mentes, no la habían imaginado en su escenario de mar y cielo con los barcos del mundo entrando y saliendo a sus pies y las masas de nubes en movimiento detrás de ella. Las imágenes de las postales no les habían proporcionado la idea de energía de su gran gesto o de cómo su pesadez se hacía ligera entre los elementos vaporosos. «Francia nos la dio», no dejaban de decir mientras la saludaban. Antes de que Claude se hubiese recobrado de su primera emoción, la banda de Kansas en la proa comenzó a tocar Over There. Dos mil voces se unieron a ella: sobre el mar retumbaba la alegre e indomable resolución de ese aire desenfadado.
Un ferry de Staten Island pasó muy cerca por la proa del buque, eran empleados de oficina de camino al trabajo y cuando levantaron la vista y vieron estos cientos de caras, todas jóvenes, todos bronceadas y sonrientes, comenzaron a gritar y saludar con sus pañuelos. Uno de los pasajeros era un viejo clérigo, un famoso orador en su época, ahora retirado, que iba a la City cada mañana para escribir editoriales para un periódico de la iglesia. Cerró el libro que estaba leyendo, se puso de pie junto a la barandilla y quitándose el sombrero comenzó a citar solemnemente a un poeta que en su tiempo era todavía popular. «Sail on», pronunció tembloroso.
Continúa navegando, también tú, oh, Barco del Estado,
la humanidad, con todos sus temores,
con todas sus esperanzas para años futuros,
se aferra sin aliento a tu destino[24].
Mientras el buque se deslizaba por el canal de salida, el viejo siguió observándolo desde la cubierta del castillo. Ese clamoroso enjambre de brazos y gorras y rostros marrones no parecía otra cosa que una multitud de chicos americanos yendo a un partido de fútbol en algún lugar. Pero la escena era eterna: jóvenes que se alejaban para morir por una idea, un sentimiento, por el mero sonido de una frase… y en su partida le estaban haciendo promesas a una imagen de bronce en el mar.