I

Un largo tren con los vagones abarrotados, los pasajeros todos del mismo sexo, casi de la misma edad, todos vestidos igual y con idéntico sombrero, avanzaba lentamente a través del mar de prados verdes a última hora de una tarde de verano. En los vagones, las piernas encogidas se estiraban incesantemente, los hombros se giraban, las cerillas se encendían y los cigarrillos se iban pasando, sonoros bostezos de aburrimiento y alguna ocasional risa general sin motivo. De repente, el tren se detiene de golpe. Las cabezas rapadas con rostros bronceados se asoman por cada ventana. Los chicos comienzan a gritar y quejarse: ¿Cuál era el problema ahora?

El revisor pasó por todos los vagones diciendo algo de un mercancías que había descarrilado más adelante, tenía órdenes de esperar allí durante media hora. Nadie le presta ninguna atención. Un murmullo de asombro se extiende desde un extremo del tren: los chicos se apiñan en las ventanas del lado sur. Por fin hay algo a lo que mirar, aunque lo que ven es tan extrañamente silencioso que ni sus propias exclamaciones se oyen muy altas.

Su tren está detenido junto a un brazo de mar que se adentra bastantes metros en las tierras verdes. En la orilla de las tranquilas aguas están los cascos de cuatro barcos de madera en proceso de construcción. No hay ningún pueblo, no hay chimeneas de fábricas, muy pocos trabajadores. Montones de maderos esparcidos por la hierba. Un motor de gasolina bajo un refugio temporal está accionando una larga grúa que baja entre las pilas de vigas y tablas, sube una carga, silenciosa y deliberadamente la balancea hacia uno de los esqueletos de barco y la baja en algún lugar del cuerpo de esta cosa inmóvil. A lo largo de los lados de los limpios cascos hay unos pocos remachadores trabajando, están sentados en tablones suspendidos, bajándose y subiéndose ellos mismos con poleas, como pintores de brocha gorda. Solo escuchando muy atentamente puede uno oír los golpes de sus martillos. No se grita ninguna orden, no se oye el ruido sordo de maquinaria pesada ni los chirridos de un taladro de hierro rasgan el aire. Estos extraños barcos parecen estar construyéndose por sí mismos.

Algunos de los hombres salen de los vagones y corren a lo largo de las vías, preguntándose los unos a los otros cómo pueden los barcos ser construidos sobre la hierba de esta manera. El teniente Claude Wheeler estira las piernas sobre el asiento de enfrente y se queda sentado en su sitio junto a la ventana, bajando la mirada hacia esta extraña escena. La construcción de barcos, había supuesto, implicaba ruido y fraguas y máquinas y gran cantidad de hombres. Esto era como un sueño: nada más que prados verdes, unas tranquilas aguas grisáceas, una neblina flotante un poco rosada por el sol poniente, gaviotas de apariencia espectral volando lentamente con el brillo rojizo tintineando en sus alas… y esos cuatro cascos en sus abrazaderas, mirando al mar, reflexionando junto al mar.

Claude no sabía nada sobre barcos o sobre su construcción, pero estos barcos no parecían unidos con clavos, parecían ser una única pieza, como una escultura. Le recordaban a las casas que no parecen estar hechas con las manos: eran como grandes y sencillos pensamientos, como propósitos formándose lentamente aquí en el silencio junto a un brazo del Atlántico en calma. No sabía nada de barcos, pero no tenía por qué, la forma de esos cascos, sus fuertes e inevitables líneas, contaban sus historias, eran su historia, contaban toda la aventura del hombre con el mar.

¡Barcos de madera! Cuando las grandes pasiones y las grandes aspiraciones movían un país, a lo largo de sus costas se alineaban figuras como estas para ser la vaina donde se enfundaría su valor. Nada que Claude hubiese visto, oído, leído o pensado jamás había dejado todo tan claro como estas quillas de madera aún sin poner a prueba. Eran el impulso mismo, el acto en potencia, eran el «ir hasta allí», la flecha lanzada, el gran grito no pronunciado, eran el Destino, ¡eran el mañana!

La locomotora llamó con un chirrido a sus esparcidos pasajeros como una vieja pava llama a su nidada. Los soldados volvieron corriendo por el terraplén y se subieron de un salto al tren. El revisor les gritó que estarían en Hoboken a tiempo para la cena.