Los hábitos del campamento persistían. En su primera mañana en casa, Claude bajó las escaleras incluso antes de que Mahailey encendiera el fuego y salió a echar un vistazo al ganado. El rojo sol salió justo cuando bajaba la colina hacia el corral del ganado y tuvo la agradable sensación de estar en casa, en las tierras de su padre. ¿Por qué era tan gratificante ser capaz de decir «nuestra colina» y «nuestro arroyo allá abajo» o sentir bajo sus botas el crujido de este barro seco en particular?
Cuando entró al establo para ver a los caballos, los primeros animales que vio en las casillas junto a la puerta fueron las dos grandes mulas que habían salido corriendo con él enganchado. De repente, a Claude le vino a la cabeza la idea de que estos musculosos cuadrúpedos fueron los verdaderos culpables de su destino. Si no se hubieran desbocado y no le hubieran lanzado contra el alambre de espino aquella mañana, Enid no hubiera sentido lástima por él y no hubiera ido a verlo cada día, y su vida hubiera resultado diferente. Quizá si la gente mayor fuera un poco más honesta y no le enseñara a un chico a idealizar en las mujeres precisamente las cualidades que podían hacerle completamente infeliz… Pero allí había dejado todos esos arrepentimientos atrás. ¡Acaso no era algo muy propio de él haber sido arrastrado al matrimonio por un par de mulas!
Se rio al mirarlas.
—Vosotras, viejos demonios, sois lo suficientemente fuertes como para seguir gastándoles una broma así a los tipos ingenuos durante los años venideros. ¡Estáis llenas de maldad!
Uno de los animales sacudió una oreja y se aclaró la garganta de forma amenazadora. Las mulas son capaces del mayor afecto, pero odian a los esnobs, son enemigas de la casta, y esta pareja siempre pareció detectar en Claude lo que su padre solía llamar su «falso orgullo». Cuando era pequeño, ellas habían sido una fuente de humillación para él, rebuznando y estorbando en lugares públicos, tratando de hacerse notar en el almacén de maderas o delante de la oficina de correos.
En el último comedero Claude encontró a la vieja Molly, la yegua gris con la pata delantera rígida, a pesar de que le había salido una segunda pezuña, un logro del que no muchos caballos podían presumir. Estaba seguro de que ella le había reconocido: olfateó su mano y su brazo y enroscó hacia atrás el labio superior, mostrando sus desgastados dientes amarillos.
—No deberías hacer eso, Molly —dijo mientras la acariciaba—, un perro puede reír, pero a un caballo le hace parecer tonto. ¡Me parece que Dan debía haberte cepillado con la almohaza al menos una vez por semana! —cogió un cepillo de un hueco en la viga y se lo pasó por su viejo pelaje. Su pelo blanco estaba salpicado de mechas color teja, como tinta china aplicada con un fino pincel, y sus crines y su cola se habían vuelto de un amarillo verdoso. Debía de tener dieciocho años, pensó Claude mientras le sacaba brillo a sus redondas y duras caderas. Él y Ralph solían montar en ella hasta la casa de los Yoeder cuando eran niños que caminaban descalzos, guiándola con una cuerda como ronzal y dándole con los talones al potro de piernas largas que siempre estaba corriendo al lado.
Cuando entró en la cocina y le pidió a Mahailey agua templada para lavarse las manos, ella resopló con desaprobación.
—Bueno, señorito Claude, ha estado cepillando a esa vieja yegua y tiene pelos blancos por toda su ropa de soldado. ¡Está simplimente cubierto!
Si el uniforme de soldado causaba revuelo en personas de buen criterio, a Mahailey casi la hechizaba: estaba tan fascinada con ello que, en todo el tiempo que Claude estuvo en casa, no fue capaz de examinarlo en detalle ni una vez. Antes de pasar de las polainas, su capacidad de observación se nublaba por el entusiasmo y su mente empezaba a dar saltos como los monos en una jaula. Había esperado que su uniforme fuese azul, como aquellos que ella recordaba, y cuando Claude entró en la cocina la noche anterior apenas sabía qué opinar de él. Después de que la señora Wheeler le explicara que los soldados americanos no vestían de azul ahora, Mahailey se repetía a sí misma que estas ropas marrones disimulaban el polvo y que Claude nunca tendría la apariencia de los hombres desaliñados que solían parar a beber en la fuente de su madre.
—Los refuerzos de cuero son para que no le arañen las zarzas, ¿verdad? Mimagino que habrá un montón de zarzas por ahí, como esas grandes zarzamoras de los campos de Virginia. Su madre dice que los soldados cogen piojos ahora, como loacían en nuestra guerra. Simplimente lleve una pequeña botella de parafina en su bolsillo y frote con eso su cabeza por la noche. Evita que las liendres incuben.
Encima del barril de harina del rincón, Mahailey había clavado con tachuelas un póster de la Cruz Roja, un dibujo a carboncillo de una anciana moviendo con un palo la pila de yeso y madera retorcida que una vez había sido su casa. Claude se acercó para mirarlo mientras se secaba las manos.
—¿De dónde sacaste la foto?
—Ella está allí donde va usted, señorito Claude. Allí está, buscando algo que cocinar sin tener cocina ni tener platos ni tener ná, todo roto. Creo que salegraría de verle llegar.
Sonaron fuertes pisadas en la escalera y Mahailey susurró apresuradamente:
—No olvide lo de la parafina y no sea un piojoso si puede evitarlo, querido —para ella eran de la misma clase los piojos que los chistes verdes: cosas sobre las que hablar en susurros.
Después del desayuno, el señor Wheeler llevó a Claude a los campos, donde Ralph estaba dirigiendo a los recolectores. Observaron la segadora durante un rato, después se acercaron para ver los almiares y la alfalfa, y caminaron a lo largo del maizal, donde examinaron las espigas más jóvenes. El señor Wheeler le mostraba y explicaba la granja a Claude como si fuera un extraño, el chico tenía la curiosa sensación de estar siendo formalmente presentado a estos acres en los que había trabajado cada verano desde que había sido lo suficientemente mayor como para llevar agua a los recolectores. Su padre le dijo cuánta tierra poseían y cuánto valía y que estaba libre de cargas a excepción de una hipoteca insignificante que le habían concedido sobre un cuarto cuando se quedó con el rancho de Colorado.
—Cuando regreses —dijo—, Ralph y tú no tendréis que andar buscando trabajo por ahí, ambos estaréis bien establecidos. Ahora será mejor que regreses y pases por la casa del viejo Dawson para visitar a Susie. Todo el mundo se quedó asombrado cuando Leonard se fue —caminó con Claude hasta la esquina donde la tierra de los Dawson se juntaba con la suya—. Por cierto —dijo mientras se volvía—, no olvides pasar a ver a los Yoeder algún día. Gus está bastante dolido desde que lo llevaron a juicio. Pregunta por la vieja abuela, recuerda que nunca aprendió inglés y ahora le han dicho que es peligroso hablar alemán, así que no habla en absoluto y se esconde de todo el mundo. Si paso por allí por la mañana temprano, cuando ella está fuera sembrando el jardín, sale corriendo y se agacha tras las grosellas espinosas hasta que dejo de estar a la vista.
Claude decidió que iría a casa de los Yoeder ese día y a la de los Dawson al día siguiente. No le gustaba pensar que pudieran tener resentimientos hacia él en una casa donde había pasado tan buenos ratos y donde a menudo había encontrado un refugio cuando las cosas se volvían tediosas en casa. Los chicos de los Yoeder tenían una caja de música mucho antes de las primeras vitrolas y una linterna mágica, y la vieja abuela proyectaba maravillosas sombras contra una sábana y contaba historias sobre ellas. Solía poner el mapa de Europa bocabajo en la mesa de la cocina y les mostraba a los niños como en esta posición parecía una jung frau[23] y recitaba un largo poema alemán que contaba que España era la cabeza de la dama; los Pirineos, su gorguera; Alemania, su corazón y pecho; Inglaterra e Italia eran sus brazos y Rusia, aunque parecía muy grande, era solo su miriñaque. ¡Este poema ahora sería probablemente declarado propaganda peligrosa!
Mientras caminaba en soledad, Claude iba pensando cómo este campo que una vez le había parecido pequeño y aburrido, ahora parecía grande y rico en variedad. Durante los meses en el campamento había estado completamente absorbido por el nuevo trabajo y las nuevas amistades y, ahora, su propio vecindario venía a él con la frescura de las cosas que han sido olvidadas durante mucho tiempo, aparecía ante sus ojos como un todo armonioso. Se iba a ir lejos y se llevaría todo el campo en su mente, con más significado para él del que nunca antes había tenido. Estaba Lovely Creek, borboteando por ahí abajo, donde él y Ernest solían sentarse a lamentarse de que el libro de la Historia se hubiera acabado, de que el mundo hubiera llegado a una edad adulta avariciosa y las empresas nobles estuvieran muertas para siempre. Pero se iba a ir lejos…
Esa tarde, Claude la pasó con su madre. Era la primera vez que ella le tenía para sí. Ralph realmente deseaba quedarse y escuchar a su hermano hablar, pero al comprender cómo se sentía su madre, volvió al campo de trigo. No había detalle acerca de la vida de Claude en el campamento que fuera demasiado banal como para que su madre no quisiera oírlo. Le preguntó sobre las comidas, los cocineros, la lavandería, así como por sus propias obligaciones. Hizo que le describiera la instrucción con la bayoneta y que le explicara el funcionamiento de las ametralladoras y los rifles automáticos.
—Apenas veo cómo podremos soportar la preocupación cuando nuestros buques empiecen a zarpar —dijo pensativamente—. Si pueden llevaros hasta allí una vez, no tendré miedo. Creo que nuestros chicos son tan buenos como cualquiera en el mundo, pero con los submarinos que dicen que han hundido en nuestras propias costas, me pregunto cómo hará el Gobierno para llevar a nuestros hombres al otro lado sanos y salvos. Solo pensar en los barcos con miles de hombres jóvenes a bordo hundiéndose es algo tan horrible… —se tapó rápidamente los ojos con las manos.
Claude, sentado frente a su madre, se preguntaba qué hacía que sus manos fueran tan diferentes de cualesquiera otras que hubiese visto. Siempre había sabido que eran diferentes, pero ahora debía observarlas detenidamente para ver por qué. Eran finas y siempre blancas, incluso cuando las uñas estaban manchadas en la temporada de conservas Sus dedos se arqueaban en las articulaciones como si se encogieran por el contacto. Eran inquietas y a menudo, cuando hablaba, pasaban por su pelo o alisaban ligeramente su vestido. Cuando estaba nerviosa, a veces se ponía la mano en la garganta o palpaba el cuello de su vestido como si estuviese buscando un broche que hubiera perdido. Eran manos sensibles y, sin embargo, parecían no tener nada que ver con los sentidos, parecían ser los dedos de un espíritu andando a tientas.
—¿Qué opináis vosotros?
Claude volvió de su sueño:
—¿Sobre qué, madre? ¡Ah, el transporte! No nos preocupamos por eso. Es cosa del Gobierno llevarnos al otro lado. Un soldado no debe preocuparse por nada a excepción de aquello de lo que es directamente responsable. Si los alemanes hundieran unos cuantos barcos de tropas, sería una desgracia, desde luego, pero a la larga daría una buena imagen. Los británicos están perfeccionando un enorme dirigible, construido para transportar pasajeros. Si hunden nuestros barcos, eso solo supondría un retraso. En un año, los yanquis estarán sobrevolando la zona. No pueden detenernos.
La señora Wheeler se inclinó hacia delante.
—Eso deben de ser habladurías de los chicos, Claude. ¿No creerás que algo así sea factible?
—Totalmente. Los británicos dependen de sus diseñadores de aviones para hacer precisamente eso si todo lo demás falla. Por supuesto, nadie sabe todavía lo efectivos que serán los submarinos en nuestro caso.
La señora Wheeler de nuevo se cubrió los ojos con la mano.
—Cuando yo era joven, allá en Vermont, solía desear haber vivido en la época antigua cuando el mundo avanzaba a pasos agigantados. Y ahora, siento como si mi vista no pudiese soportar el esplendor que palpita en él. Parece que tuviéramos que haber nacido con facultades nuevas para comprender qué está pasando en el aire y bajo el mar.