El primer día de julio, Claude se encontraba en el veloz tren de Omaha de camino a casa con un permiso de una semana. El uniforme era todavía algo poco habitual en julio de 1917. El primer reclutamiento no había sido llamado todavía y los chicos que se habían apresurado a alistarse estaban en campos de instrucción lejos de allí. Por lo tanto, un joven pelirrojo de largas piernas con polainas, unos hombros anchos y fuertes y un aspecto responsable dentro de un ajustado uniforme caqui era una figura llamativa entre los pasajeros. Los niños y las niñas le miraban fijamente por encima de los respaldos de los asientos, los hombres se detenían en el pasillo para hablar con él, las señoras mayores se ponían las gafas y estudiaban su ropa, su abultada bolsa de lona e incluso el libro que tenía abierto pero olvidaba leer.
El campo que pasaba corriendo a ambos lados de la vía era más interesante para su ojo entrenado que las páginas de cualquier libro. Se alegraba de estar pasando por allí durante la cosecha, la época en la que el campo es más él mismo. Se dio cuenta de que había más maíz de lo normal, el tiempo había estropeado gran parte del trigo de invierno y los campos habían sido arados en primavera y replantados con maíz. Los pastos ya estaban quemados, la alfalfa se estaba poniendo verde de nuevo después de su primera poda. Los segadores y los recolectores estaban en los campos reuniendo el grano, aún palpitante, de las grandes oleadas de trigo y avena en sus amplios y fuertes brazos. Cuando el tren comenzó a aminorar en un puente sobre un campo de trigo, los recolectores, con camisas azules, petos y amplios sombreros de paja dejaron de trabajar para saludar a los pasajeros. Claude se dirigió hacia el anciano del asiento de enfrente.
—Cuando veo a estos hombres, siento como si me hubiera despertado con la ropa equivocada.
Su vecino parecía complacido y sonrió.
—¿Es ese el tipo de uniforme al que está acostumbrado?
—Desde luego no llevaba otra cosa durante el mes de julio —admitió Claude—. Cuando me encuentro viajando en un tren, en medio de la cosecha, tratando de aprender los verbos franceses, ¡entonces sé a ciencia cierta que el mundo está patas arriba!
El anciano insistió en que aceptara un puro y empezó a preguntarle. Como el héroe de la Odisea en su viaje de vuelta a casa, Claude a menudo tenía que contar de dónde era y quiénes eran sus padres. Era constantemente interrumpido mientras estudiaba el libro de frases de francés (compuesto por oraciones escogidas por su utilidad para los soldados, tales como Non, jamais je ne regarde les femmes[22]) por las preguntas de los curiosos desconocidos. En ese momento, cogió su equipaje, le estrechó la mano a su vecino y se puso su sombrero, el mismo viejo Stetson con su cordón dorado y las dos duras borlas añadidas a la rigidez de su forma cónica.
—Yo me bajo en esta estación y esperaré al mercancías que va hasta Frankfort, lo llamamos «el rabo de conejo».
El anciano le deseó una feliz estancia en casa y la mejor de las suertes para los días venideros. Todo el mundo en el vagón le sonrió mientras bajaba al andén con la maleta en una mano y la bolsa de lona en la otra. Su vieja amiga, la señora Voight, la alemana, estaba de pie delante del restaurante, haciendo sonar la campana para anunciar que la comida estaba lista para los viajeros. Una multitud de chicos merodeaba a su alrededor por la acera, riendo y chillando de forma desagradable y burlona. Cuando Claude se acercó, uno de ellos le arrebató la campana a la señora Voight, cruzó corriendo las vías con ella en las manos y se adentró en el campo de maíz. Los otros lo siguieron y uno de ellos gritó: «¡No entres ahí a comer, soldado, es una espía alemana y te echará cristal esmerilado en la comida!».
Claude entró en el comedor y tiró las maletas al suelo.
—¿Qué pasa, señora Voight? ¿Puedo hacer algo por usted?
Estaba sentada en uno de sus propios taburetes, llorando lastimosamente con los falsos rizos deshechos. Levantó la vista, soltó un pequeño grito al reconocerlo.
—¡Oh, grracias a Diost eres tú y no más prroblemas! Sabes que no soy una espía ni nahda, como essos chicos dicen. Esos jovencitos son terrriblemente durros conmigo. Les vendía carramelos cuando eran niños y ahora se vuelven así contrrra mí. ¡Hindenburg, me llaman, y Kaiser Bill! —empezó a llorar de nuevo, retorciendo sus pequeños dedos rechonchos como si se los fuera a arrancar.
—Deme algo para cenar, señora, y después iré y ajustaré las cuentas con esa pandilla. He estado lejos durante mucho tiempo, y es como si llegara a casa cuando bajo del tren y veo sus Mitchellas recorrer el porche delantero como siempre han hecho.
—¿Yah? ¿Recuerrdas eso? —se secó los ojos—. Hoy tengo empanada y guisantes, solo unos pocos, de mi prropio huerrrto.
—Tráigalo, por favor. En el campamento no tomábamos otra cosa que no fuera comida en conserva.
Algunos trabajadores del tren entraron a comer. La señora Voight le hizo señas a Claude para que se acercara al final del mostrador, donde, después de haber servido a los clientes, se sentó y le habló en susurros.
—Vaya, tienes buen aspecto con esas rropas —dijo dándole golpecitos en el brazo—. Puedo recordar algunas guerrras también. Cuando recuperamos las prrovincias que Napoleón nos quitó, Alsacia y Lorena. Esos chicos han dicho que vendrrán y me echarrán alquitrrán encima una noche y me da miedo ir a la cama. Simplemente me envuelvo en una colcha y me siento en mi vieja silla.
—No les haga ningún caso. ¿No tendrá problemas con los comerciantes de por aquí, verdad?
—No, prroblemas no, exactamente —dudó y luego se apoyó impulsivamente sobre el mostrador y le habló al oído—. Perrro las cosas no están tan mal en el viejo continente como ellos dicen. Los pobrres no son esclavos y no están oprrimiendo a nadie como se dice por aquí. Siempre el guarrdabosques deja a la gente pobrre entrrar en el bosque y llevarrse las rramas que caen y los árrboles muerrtos. Y si el granjero rrrico tiene más estiérrcol del que necesita, deja al pobrre venir y coger un poco para sus tierrras. Los pobrrres no tienen los sueldos como aquí, pero viven de forrma tan comforrtable como aquí. Y sus zapatos de maderra, de los que se burlan, es más limpio que lo que es el cuero para pisar el barrro y el estiérrcol. No se humedecen tanto y no apestan tanto.
Claude podía ver que en su corazón, lleno de tiernos recuerdos de tiempos lejanos de la tierra de su juventud, rebosaba la nostalgia. Nunca le había hablado de estas cosas antes, pero ahora había dejado salir un torrente de confidencias sobre la gran granja lechera donde había trabajado de joven; sobre las nueve vacas de las que se ocupaba y de cómo las vacas, aunque pequeñas, eran muy fuertes y tiraban de un arado todo el día y aun así daban tanta leche por la noche ¡como si hubieran estado comiendo hierba en los pastos! La gente del campo nunca tenía que gastar dinero en médicos, sino que se curaban las enfermedades con raíces y hierbas, y cuando las personas mayores tenían reumatismo cogían «uno de sus pequeños conejillos de Indias», se lo metían en la cama con ellos y el conejillo de Indias les quitaba todos los dolores.
A Claude le hubiera gustado seguir escuchándola, pero quería encontrar a los torturadores de la anciana antes de que llegara el tren. Le dejó sus maletas y cruzó las vías del tren guiado por el ocasional tintineo burlón de una campana en el maizal. En ese momento, se encontró con la pandilla, una docena o más, tumbados en un barranco poco profundo que iba desde el límite del campo y se abría hacia los pastos. Se quedó de pie en el borde del terraplén y bajó la mirada hasta ellos mientras cortaba lentamente el extremo de un puro y lo encendía. Los chicos le sonrieron abiertamente tratando de parecer indiferentes y despreocupados.
—¿Buscas algo, soldado? —preguntó el que tenía la campana.
—Sí, así es. Estoy buscando esa campana. Tienes que devolverla a donde pertenece. Todos y cada y uno de vosotros sabéis que esa mujer no haría daño a nadie.
—Es alemana y estamos luchando contra los alemanes, ¿no?
—No creo que tú llegues a combatir contra nadie. No durarías ni diez minutos en el ejército americano. No eres como nosotros. Solo hay un ejército en el mundo que quiera hombres que acosan a las ancianas. Deberías pedirles trabajo.
Los chicos soltaron una risilla. Claude le hizo señas impacientemente.
—Ven con la campana, chico.
El chico se levantó despacio y subió el terraplén para salir del barranco. Mientras caminaban a través del maizal, Claude se dirigió a él repentinamente.
—Oye, ¿no te da vergüenza?
—¡Oh, no sé de qué me hablas! —contestó el chico despreocupadamente, lanzando la campana al aire y cogiéndola como si fuera una pelota.
—Bueno, debería darte. No esperaba ver nada parecido hasta que llegara al frente. Estaré aquí de nuevo dentro de una semana y le haré la vida imposible a cualquiera que la esté molestando —el tren de Claude estaba llegando y él fue corriendo a por su equipaje. Una vez que se sentó en «el rabo de conejo», comenzó a bajar hacia sus propias tierras, donde conocía cada granja por la que pasaba, conocía la tierra incluso cuando no conocía al dueño, qué tipo de semillas plantaba y su valor aproximado. No reconocía estas granjas con la satisfacción que había anticipado porque estaba muy enfadado por las humillaciones que había sufrido la señora Voight. Todavía ardía con el fervor de un recluta. Creía que iba a ir al extranjero con una tropa expedicionaria que haría la guerra sin rabia, con una generosidad y caballerosidad inflexibles.
La mayoría de sus amigos en el campamento militar compartía sus ideas quijotescas. Se habían juntado procedentes de granjas, tiendas, molinos y minas; chicos de la universidad y chicos de los garitos más duros de las grandes ciudades; pastores de ovejas, conductores de tranvía, ayudantes de fontanero y empleados encargados del marcador de las salas de billar. Claude había visto cientos de ellos cuando no habían hecho más que llegar: «hombres de acción» con ropa de deporte barata y chillona, rancheros con chalecos de punto, maquinistas con la grasa todavía en sus dedos, hombres de granja, como Dan, con sus abrigos de domingo. Algunos llevaban maletas de papel atadas con cuerdas, otros traían todo lo que tenían en un pañuelo azul. Pero todos ellos habían venido a dar y no a pedir y lo que ofrecían era simplemente ellos mismos, sus grandes manos rojas, sus fuertes espaldas, la firme, honesta y modesta mirada en sus ojos. A veces, al ayudar al examinador médico, Claude había notado la expresión de anhelo en las caras de los hombres que esperaban en las largas colas. Parecían decir: «Si soy lo bastante bueno, cógeme. Me quedaré hasta el final». Los consideraba los hombres adecuados con los que trabajar: serviciales, de buen carácter y ansiosos por aprender. Si hablaban de la guerra o del enemigo contra el que se estaban preparando para luchar, normalmente lo hacían en un tono burlón: iban a «poner al Káiser en conserva» o hacer que el príncipe heredero se ganara la vida trabajando. Claude adoraba a los hombres con los que recibía instrucción, no habría elegido vivir en mejor compañía.
El mercancías giró para adentrarse en el valle de ese río que significaba que estaba en casa, el lugar al que la mente siempre regresaba tras la búsqueda más lejana. Las granjas pasaban rápido, los almiares, los maizales, los conocidos establos rojos, luego las largas carboneras y los tanques de agua, y el tren se detuvo.
En el andén vio a Ralph y al señor Royce, esperándolo para darle la bienvenida. Allí, en el coche, estaban su padre y su madre, el señor Wheeler en el asiento del conductor. Había una fila de coches a lo largo del apartadero. Era el primer soldado que volvía a casa y algunos de los ciudadanos habían bajado en coche para verle llegar con su uniforme. Desde un coche le saludó Susie Dawson y, desde otro, Gladys Farmer. Mientras se paraba a hablar con ellas, Ralph cogió sus maletas.
—Vamos, chicos —gritó el señor Wheeler haciendo sonar el claxon. Alejó de allí al soldado a toda prisa dejando solo una nube de polvo tras de sí.
El señor Royce se acercó al coche del viejo Dawson y dijo de forma casi infantil:
—¿No es posible que Claude esté más alto? Supongo que aprenden a erguirse de esa manera. Siempre me pareció un chico con un aspecto muy varonil.
—Supongo que su madre estará orgullosa —dijo Susie completamente entusiasmada—. Qué lástima que Enid no pueda estar aquí para verlo. Jamás se hubiera marchado de saber todo lo que iba a pasar.
Susie no pretendía que esto fuera un ataque, pero dio resultado. El señor Royce se alejó y encendió un puro con cierta dificultad. Sus manos se habían vuelto bastante temblorosas durante este último año, aunque él insistía en que su estado general de salud era tan bueno como siempre. A medida que envejecía, estaba cada vez más deprimido por la convicción de que las mujeres de su familia habían añadido poco a la calidez y el bienestar del mundo. Las mujeres debían encargarse de eso, sea lo que fuera lo demás que hiciesen. Sentía que debía disculparse con los Wheeler y con sus viejos amigos: parecía que sus hijas no tuvieran corazón.