IX

Un brillante día de junio, el señor Wheeler dejó su coche en los aparcamientos del nuevo edificio de ladrillo de los juzgados en Frankfort. Estaban en una gran plaza, rodeados por una arboleda de álamos. El césped estaba recién cortado y las flores estaban abriéndose. Cuando el señor Wheeler entró en la sala, en el piso de arriba, ya estaba medio llena de granjeros y ciudadanos, hablando en voz baja mientras las moscas del verano entraban y salían por las ventanas abiertas. El juez, un hombre manco con pelo blanco y patillas, estaba sentado a su mesa, escribiendo con la mano izquierda. Era uno de los primeros colonos del condado de Frankfort, pero por su levita y sus refinadas maneras se podría haber pensado que había llegado de Kentucky ayer y no hacía treinta años. Estaba allí esta mañana para oír un caso de deslealtad contra dos granjeros alemanes. Uno de los acusados era August Yoeder, el vecino más cercano de los Wheeler, y el otro era Troilus Oberlies, un alemán rico de la parte norte del condado.

Oberlies poseía una hermosa granja y vivía en una gran casa blanca en lo alto de una colina, con un estupendo huerto, filas de panales, establos, graneros y corrales. Criaba pavos y palomas volteadoras, y muchos gansos y patos nadaban en sus estanques para el ganado. Solía alardear de que tenía seis hijos «como nuestro emperador alemán». Sus vecinos estaban orgullosos de la propiedad que él tenía y se la mostraban a los extranjeros. Les contaban como Oberlies había llegado al condado de Frankfort siendo un hombre pobre y había amasado su fortuna gracias a su esfuerzo e inteligencia. Había cruzado el océano dos veces para volver a visitar su patria y cuando regresó a su casa en las praderas trajo regalos para todo el mundo: para su abogado, para su banquero y para los comerciantes con los que trataba en Frankfort y Vicount. Cada uno de sus vecinos tenía en su salón alguna figura de madera o algún tejido o algún ingenioso juguete mecánico que Oberlies trajo de Alemania. Era más mayor que Yoeder, llevaba corta la barba que ya era blanca y rizada, como su pelo, y aunque no era muy alto, su hinchada cara rojiza, sus ojos tan azules y cierta arrogancia con respecto a su carruaje le conferían un aspecto de persona importante. Era presumido e irascible pero, hasta que la guerra estalló en Europa, nadie había tenido jamás un problema con él. Desde entonces, le ponía pegas a todo y se quejaba constantemente: todo era mejor en el viejo continente.

El señor Wheeler había venido al pueblo preparado para echarle una mano a Yoeder si la necesitaba. Habían trabajado campos colindantes durante treinta años y le sorprendía que su vecino se hubiera metido en líos. No era un fanfarrón, como Oberlies, sino un hombre grande y silencioso, de cara seria y rasgos marcados y boca severa que rara vez abría. Su rostro podría haber salido de la arenisca roja de lo tosca y rígida que era. Él y Oberlies estaban sentados en dos sillas de madera al otro lado de la barandilla de la mesa del juez.

En ese momento, el juez dejó de escribir y dijo que escucharía los cargos contra Troilus Oberlies. Varios vecinos fueron pasando por el estrado, uno detrás de otro. Sus quejas eran confusas y casi cómicas. Oberlies había dicho que los Estados Unidos serían derrotados y que eso sería bueno. América era un gran país pero estaba gobernado por idiotas y ser gobernado por Alemania era lo mejor que le podía pasar. El testigo continuó diciendo que desde que Oberlies había hecho su fortuna en este país…

Aquí el juez le interrumpió.

—Por favor, limítese a las afirmaciones que considera desleales pronunciadas por el demandado en su presencia.

Mientras se sucedían los testigos, el juez se quitó las gafas, las dejó sobre la mesa y comenzó a limpiar los cristales con un pañuelo de seda, se las probaba y volvía a frotarlos de nuevo, como si deseara ver claro.

El segundo testigo había oído a Oberlies decir que esperaba que los submarinos alemanes hundieran unos cuantos buques de transporte de tropas, que eso atemorizaría a los americanos y les enseñaría a quedarse en casa y ocuparse de sus propios asuntos. Un tercero se quejaba de que en las tardes de domingo, el viejo se sentaba en su porche delantero y tocaba Die Wacht am Rhein[21] en su trombón de varas, para fastidio de los vecinos. Aquí fue cuando Nat Wheeler se dio una palmada en la rodilla con una sonora risotada y una risilla ahogada recorrió la sala. Las rojizas e hinchadas mejillas del demandado parecían hechas por el Creador para dar voz a un instrumento tan penetrante.

Cuando le preguntaron si tenía algo que decir sobre estos cargos, el viejo se levantó, echó los hombros hacia atrás y lanzó una mirada desafiante a la sala.

—Podrán quitarme mi propiedad y meterme en la cárcel pero no explicaré nada y no retiro nada —declaró en voz alta.

El juez contempló su tintero con una sonrisa.

—Creo que confunde la naturaleza de esta situación, señor Oberlies. No se le ha pedido que se retracte, simplemente se le ha pedido que desista de continuar con sus comentarios desleales, tanto por su propia protección y comodidad como por el sentir de sus vecinos. Escucharé ahora los cargos contra el señor Yoeder.

El señor Yoeder, según declaró un testigo, había dicho que esperaba que los Estados Unidos se fueran al infierno ahora que se habían vendido a Inglaterra. Cuando el testigo le había comentado que si disparaban al Káiser se acabaría la guerra, Yoeder había contestado que la caridad empieza en casa y que deseaba que alguien le metiera una bala al Presidente.

Cuando fue llamado, Yoeder se levantó y permaneció firme como una roca ante el juez.

—No tengo nada que decir. Los cargos son ciertos. Pensé que este era un país en el que un hombre podía decir lo que piensa.

—Sí, un hombre puede decir lo que piensa, pero incluso aquí debe asumir las consecuencias. Siéntese, por favor —el juez se echó hacia atrás en la silla y, mirando a los dos hombres que tenía delante, comenzó con la deliberación—. Señor Oberlies, señor Yoeder, ambos saben, y sus amigos y vecinos también, por qué están aquí. No han reconocido las nociones básicas de lo apropiado, que debe ser tenido en cuenta en casi todas las transacciones de la vida, muchas de nuestras leyes civiles están basadas en ello. Han permitido que un sentimiento, noble en sí mismo, les aleje y les lleve a hacer afirmaciones extravagantes que confío ninguno de ustedes tuviera intención de decir. Ningún hombre puede exigir que dejen de amar el lugar donde nacieron, pero mientras disfruten de los beneficios de este país, no deben difamar a su Gobierno para ensalzar a otro. Ambos han admitido comentarios que solo puedo declarar desleales. Le aplicó una multa de trescientos dólares a cada uno, una cantidad muy pequeña teniendo en cuenta las circunstancias. Si tengo que imponer una pena una segunda vez, será mucho más severa.

Después de que concluyera el juicio, el señor Wheeler se reunió con su vecino en la puerta y bajaron juntos las escaleras.

—Bueno, ¿qué sabes de Claude? —preguntó el señor Yoeder.

—Está todavía en Fort R. Espera volver a casa de permiso antes de embarcar. Gus, tendrás que prestarme a uno de tus chicos para cultivar el maíz. Las malas hierbas se me están yendo de las manos.

—Sí, puedes contar con cualquiera de mis chicos, hasta que los llamen a filas —dijo el señor Yoeder amargamente.

—Yo no me preocuparía. Un pequeño entrenamiento militar es bueno para un muchacho. Vosotros lo sabéis bien —el señor Wheeler le guiñó un ojo y una media sonrisa se dibujó en la adusta boca de Yoeder.

Esa noche en la cena, el señor Wheeler le dio a su mujer la versión completa de la vista, para que pudiera contársela por carta a Claude. La señora Wheeler, siempre más maestra que ama de casa, escribía rápidamente y con facilidad y sus largas cartas a Claude contaban todo lo que ocurría en el vecindario. El señor Wheeler le proporcionaba la mayor parte del material que se utilizaba para ellas. Como muchos hombres que llevaban tiempo casados, había cogido la costumbre de ocultarle las noticias sobre el vecindario a su mujer. Pero desde que Claude se había ido, le contaba todo lo que creía que le podía interesar al muchacho. Como ella dijo lacónicamente en una de sus cartas: «Tu padre habla en casa mucho más que antes y a veces creo que está tratando de ocupar tu lugar».