VIII

Durante el crudo mes de marzo, el señor Wheeler iba al pueblo en su carro casi cada día. Por primera vez en su vida tenía una preocupación oculta. El único miembro de su familia que nunca le había dado problemas, su hijo Bayliss, estaba ahora justamente bajo sospecha.

Bayliss era un pacifista y no dejaba de decir a la gente que si los Estados Unidos simplemente se quedaran al margen de esta guerra, e hicieran acopio de todo lo que Europa estaba perdiendo, pronto estarían realmente en posesión del capital del mundo. Había cierta lógica en las declaraciones de Bayliss que hacía tambalearse la imperturbable suposición de Nat Wheeler de que un punto de vista es tan bueno como cualquier otro. Cuando Bayliss luchaba contra la bebida y el tabaco, Wheeler simplemente se reía: que un hijo suyo resultara ser un prohibicionista era una broma que él era capaz de comprender. Pero la actitud de Bayliss sobre la crisis actual le molestaba. Día tras día se sentaba en la tienda de su hijo e interrumpía sus argumentos con burlas. Bayliss no fue a casa en todo el mes. Le dijo a su padre:

—No, madre está muy violenta. Será mejor que no vaya.

Claude y su madre leían los periódicos por las tardes pero hablaban tan poco acerca de lo que leían que Mahailey preguntaba con preocupación si todavía estaban combatiendo por allá. Cuando conseguía hablar con Claude a solas durante unos instantes, sacaba las fotos de los países devastados del suplemento del domingo y le pedía que le dijera qué iba a ser de esa familia, fotografiada entre las ruinas de su casa; o sobre esa anciana, que estaba sentada junto al borde de la carretera con un fardo.

—¿Adónde va a ir en cualquier modo? Ve, señorito Claude, tiene su cazuela de hierro, ¡pobre anciana, carhando con ella todo el camino!

Las fotos de soldados con máscaras de gas la confundían: el gas era algo que no había conocido en la Guerra Civil, así que dedujo por sí misma que estas máscaras ¡las llevaban los cocineros del ejército para protegerse los ojos cuando cortaban cebollas!

—¡La de cebollas que tienen que cortar, se les caerían los ojos si no se pusieran ! —argumentaba.

La mañana del 8 de abril, Claude bajó las escaleras temprano y empezó a limpiar sus botas, que tenían costras de barro. Mahailey estaba agachada junto a la cocina, soplando y resoplando. El fuego siempre tardaba en prender con el mal tiempo. Claude cogió un viejo cuchillo y un cepillo, y poniendo el pie sobre una silla junto a la ventana del oeste comenzó a raspar la bota. Le había dado los buenos días a Mahailey, nada más. No había dormido bien y estaba pálido.

—Señorito Claude —rezongó Mahailey—, esta cocina nunca ha prendío como la antigua que tenía y que me quitó el señorito Ralph. No puedo hacer con ella. Quizá me la podía limpiar a fondo el próximo domingo.

—La limpiaré hoy, si tú me lo pides. No estaré aquí el próximo domingo. Me voy.

Algo en su tono hizo que Mahailey se levantara, parpadeando todavía por el humo, y le mirara de repente.

—¿No irá a irse allí por donde está la señorita Enid? —preguntó preocupada.

—No, Mahailey —había dejado el cepillo de los zapatos y estaba con un pie sobre la silla, el codo sobre la rodilla, mirando por la ventana hacia el exterior como si se hubiera olvidado de sí mismo—. No voy a China, voy a ir a ayudar a combatir a los alemanes.

Aún miraba fijamente los húmedos campos. Antes de que pudiera detenerla, antes de percatarse de lo que Mahailey estaba haciendo, ella cogió la poco digna mano del joven y se la besó.

—¡Sabía que lo haría! —sollozó—. ¡Siempre he sabido que lo haría, mi buen chico! ¡La vieja Mahailey lo supo!

Su cara respingona estaba agitada: su boca, sus cejas, incluso las arrugas de la parte inferior de su frente estaban en funcionamiento, moviéndose. Claude sintió cómo se le cerraba la garganta al contemplar con ternura esa cara; más allá de los pálidos ojos, en esa cabecita donde no había espacio para muchos pensamientos, una idea estaba luchando y atormentándola, la misma idea que le había estado atormentando a él.

—Eres buena, Mahailey —murmuró entre dientes, le dio suaves golpecitos en la espalda y se giró—. Ahora date prisa con el desayuno.

—¿No la dicho a su madre toavía? —susurró.

—No, aún no. Pero a ella también le parecerá bien —cogió su gorro y bajó hasta el establo para atender a los caballos.

Cuando Claude regresó, la familia estaba sentada a la mesa para el desayuno. Se deslizó en su sitio y observó a su madre mientras bebía su primera taza de café. Entonces se dirigió a su padre.

—Padre, no veo necesario esperar a ser llamado a filas. Si puede prescindir de mí, me gustaría entrar en un campo de instrucción en algún sitio. Creo que tengo posibilidades de obtener una graduación de oficial.

—No me extrañaría —el señor Wheeler se echó sirope sobre las tortitas generosamente—. ¿Qué opinas al respecto, Evangeline?

La señora Wheeler había soltado el cuchillo y el tenedor silenciosamente. Miró a su marido con cierta alarma, mientras sus dedos se movían inquietos por el mantel.

—He pensado —continuó Claude apresuradamente— que quizá pueda subir hasta Omaha mañana y averiguar dónde se van a ubicar los campos de instrucción y hablar con el hombre a cargo del reclutamiento. Por supuesto —añadió suavemente—, puede que no me acepten. No tengo ni idea de cuáles son los requisitos.

—No, yo tampoco sé mucho de eso —el señor Wheeler enrolló la tortita de encima y se la llevó a la boca. Después de masticar un rato dijo—: ¿Tienes pensado ir mañana?

—Me gustaría. No me voy a entretener en preparar equipaje: algunas camisas y ropa interior en una maleta. Si el Gobierno me quiere, me dará la ropa.

El señor Wheeler apartó su plato.

—Bueno, ahora supongo que será mejor que salgamos a ver el trigo. No sé, pero creo que será mejor arar la parte sur y sembrar maíz. No creo que dé nada más.

Cuando Claude y su padre salieron por la puerta, Dan se levantó con más ímpetu que de costumbre y se precipitó tras ellos. No quería que lo dejaran solo con la señora Wheeler. Ella permaneció sentada al extremo de la abandonada mesa del desayuno. No estaba llorando. Sus ojos estaban completamente ciegos. Su espalda estaba tan encorvada que parecía estar inclinada soportando un gran peso. Mahailey quitaba la mesa silenciosamente.

Fuera, en los campos llenos de barro, Claude terminaba la conversación con su padre. Le explicaba que quería escabullirse sin decirle adiós a nadie.

—Ya sabes que tengo experiencia —dijo ruborizado— en empezar las cosas y no llegar muy lejos con ellas. No quiero que se diga nada sobre esto hasta que esté bien seguro. Puedo ser rechazado por un motivo u otro.

El señor Wheeler sonrió.

—Espero que no. Sin embargo, le diré a Dan que mantenga la boca cerrada. ¿Podrías ir a casa de Leonard Dawson a por la llave inglesa que tomó prestada? Es casi mediodía y probablemente esté en casa.

Claude encontró al gran Leonard dando de beber a sus caballos en el molino de viento. Cuando Leonard le preguntó qué pensaba sobre el mensaje del Presidente, de inmediato se le escapó que se iba a Omaha a alistarse. Leonard extendió la mano para tirar de la palanca que controlaba la casi inmóvil rueda.

—Mejor espera unas semanas y voy contigo. Voy a intentarlo en los Marines. Les he echado el ojo.

Claude, de pie junto al borde del tanque, casi se cae hacia atrás.

—¿Por qué… para… para qué?

Leonard lo miró detenidamente.

—¡Dios mío, Claude, no eres el único tipo por aquí que lleva bien puestos los pantalones! ¿Para qué? Bueno, te diré para qué —levantó tres grandes dedos rojos de forma amenazadora—: Bélgica, el Lusitania, Edith Cavell. Toda esa inmundicia se me ha metido bajo la piel. Sembraré mi maíz y después padre cuidará de Susie hasta que vuelva.

Claude respiró hondo.

—Bueno, Leonard, me has tomado el pelo: me creí todo ese rollo que me has estado soltando de que no te importaba quién aplastaba a quién.

—¡Y no me importa un pepino —protestó Leonard—! Pero hay un límite. He estado a punto de marcharme desde lo del Lusitania. Ya no consigo disfrutar con nada en mi casa. Susie se siente de la misma manera.

Claude miró a su gran vecino.

—Bueno, yo me voy mañana, Leonard. No se lo digas a mis amigos, pero, si no consigo entrar en el ejército, me enrolaré en la marina. Siempre están dispuestos a aceptar hombres fornidos. No voy a volver aquí —extendió la mano y Leonard se la cogió de un manotazo.

—Buena suerte, Claude. Quizá nos encontremos en tierras extranjeras. ¡No sería gracioso…! Dale recuerdos a Enid cuando le escribas. De veras, siempre pensé que era una chica estupenda, aunque no esté de acuerdo con ella en lo de la ley seca.

Claude cruzó los campos mecánicamente, sin mirar adónde iba. Su sentido de la vista se había vuelto hacia su interior para centrarse en escenas y eventos completamente imaginarios todavía.