VII

Una mañana tormentosa, Claude iba conduciendo el gran carro hacia el pueblo para conseguir una carga de madera. Las carreteras estaban empezando a descongelarse y los campos tenían un aspecto negro y sucio. Por aquí y por allá en el oscuro barro, quedaban cortezas de hielo grises, perforadas como un panal, atravesadas por los húmedos tallos de los hierbajos. Mientras el carro traqueteaba por la zona alta justo por encima de Frankfort, Claude se fijó en una nueva y brillante bandera en la cúpula del colegio. Nunca antes la había visto ondear por otro motivo que no fuera el 4 de julio o un mitin político. Hoy era como si la viera por primera vez, sin bandas, sin ruido, sin oradores. Una mancha de color agitada contra el empapado cielo de marzo.

Modificó la ruta para pasar por delante del instituto, detuvo los caballos y esperó unos minutos hasta que sonara la campana del mediodía. Los chicos y chicas más mayores salieron los primeros, una oleada de impermeables y paraguas. En ese momento vio a Gladys Farmer, con un chubasquero amarillo y un sombrero impermeable, y le hizo un gesto con la mano. Ella se acercó al carro.

—Me gusta la decoración —dijo mirando la cúpula.

—Es una bandera de seda que los chicos mayores compraron con el dinero del atletismo. Les advertí que no la izaran con esta lluvia, pero el delegado de la clase me dijo que compraron esa bandera a prueba de tormentas.

—Sube y te llevo a casa.

Ella cogió la mano que le tendía, puso el pie en el eje de la rueda y subió hasta el asiento a su lado. Claude hizo un chasquido con la lengua a los caballos.

—¿Así que tus alumnos mayores se sienten belicosos últimamente?

—Mucho, ¿qué opinas tú?

—Creo que tendrán oportunidad de expresar sus sentimientos.

—¿De verdad, Claude? Parece tremendamente irreal.

—Ninguna otra cosa parece muy real, tampoco. Voy a recoger una carga de madera pero no espero poner un solo clavo en ella. Estas cosas no importan ahora. Solo hay una cosa que debemos hacer y solo una cosa que importa, todos lo sabemos.

—¿Sientes que está más cerca cada día?

—Cada día.

Gladys no contestó. Solo le miró seriamente con sus tranquilos y generosos ojos marrones. Se detuvieron en la casa baja cuyas ventanas estaban llenas de flores. Ella le cogió la mano y saltó al suelo, reteniéndola un instante mientras se despedía. Claude condujo de vuelta hacia el almacén de maderas. En un lugar como Frankfort, un chico cuya esposa estaba en China difícilmente podía ir a ver a Gladys sin suscitar habladurías.