La señora Wheeler temía que Claude no se encontrara cómodo en su antigua casa después de haber tenido una casa propia. Puso su mejor mecedora y una lámpara de lectura en su dormitorio. Él a menudo se pasaba toda la tarde ahí, cubriéndose los ojos con la mano, haciendo como que leía. Cuando se quedaba abajo después de la cena, su madre y Mahailey se sentían agradecidas. Además de recopilar fotos de la guerra, Mahailey ahora rebuscaba entre las viejas revistas del ático imágenes de China. Había marcado en el gran calendario que tenía en la cocina el día en que Enid llegaría a Hong-Kong.
—Señorito Claude —dijo de pie junto a la pila mientras lavaba los platos de la cena—, es completamente de día donde la señorita Enid está, ¿a que sí? Porque el mundo es redondo y el viejo sol’stá brillando por allí donde la gente amarilla.
De vez en cuando, mientras trabajaban juntas, la señora Wheeler le contaba a Mahailey lo que sabía acerca de las costumbres de los chinos. La anciana nunca antes había tenido dos asuntos que no fueran personales por los que interesarse al mismo tiempo y apenas sabía qué hacer con ellos. Murmuraba, en parte para Claude, en parte para ella misma:
—No están luchando por allí donde está la señorita Enid, ¿verdad? Y ella no tiene que llevar su tipo de ropa porque ella es una mujer blanca. Ella no dejará que maten a sus bebés ni que hagan esas cosas espantosas que siempre hanecho y no les dejará rezar a sus íbolos de piedra porque no les pueden ayudar a ninguno. Espero que la señorita Enid sea muy buena con ellos todo el tiempo.
Tras sus diplomáticos monólogos, sin embargo, Mahailey tenía sus propias ideas y estaba tremendamente escandalizada por la marcha de Enid. Temía que la gente dijera que la mujer de Claude había corrió pa’dejarle y, en las montañas de Virginia, donde se habían formado sus principios sobre la sociedad, un marido o una esposa que desertaban así eran el objeto de las burlas más espantosas. Una vez detuvo a la señora Wheeler en una oscura esquina del sótano para susurrarle:
—La esposa del señorito Claude no se va a’quear allí como su hermana, ¿verdad?
Si uno de los chicos Yoeder o Susie Dawson por casualidad pasaban por casa de los Wheeler para comer, Mahailey nunca olvidaba mencionar a Enid en voz alta.
—La esposa del señorito Claude, ella corta las patatas crudas en la cacerola y las fríe. Ella no las cuece antes como yo. Sé que es una cocinera terriblemente buena, sé que lo es —sentía que las referencias de pasada a la esposa ausente hacían que las cosas pareciesen mejores.
Ernest Havel venía a ver a Claude ahora, pero no a menudo. Ambos sentían que sería inapropiado renovar su relación anterior. Ernest aún se sentía ofendido por lo de la cerveza, como si Enid le hubiera arrebatado la jarra de los labios con sus propias y correctivas manos. Como Leonard, creía que Claude había hecho un mal negocio en lo que al matrimonio se refería, pero en lugar de sentir lástima por él, Ernest quería verle convencido y castigado. Al casarse con Enid, Claude había traicionado los principios liberales y simplemente era justo que pagara por su apostasía. La primera vez que fue a pasar la tarde en casa de los Wheeler después de que Claude volviese a vivir a casa, Ernest emprendió la tarea de explicarle sus objeciones a la prohibición. Claude se encogió de hombros.
—¿Por qué no lo dejamos? Es un tema que no me interesa, en cualquier caso.
Ernest se ofendió y no volvió durante cerca de un mes; no, de hecho, no regresó hasta que el anuncio de que Alemania reanudaría los enfrentamientos con submarinos sin restricción alguna hizo que todo el mundo mirase inquisitivamente hacia su vecino.
Entró en la cocina de los Wheeler la noche después de que estas noticias llegaran a los campos y encontró a Claude y a su madre sentados a la mesa, leyéndose los periódicos en voz alta el uno al otro por turnos. Ernest apenas se había sentado cuando sonó el teléfono. Claude contestó.
—Es la operadora del telégrafo en Frankfort —dijo mientras colgaba el auricular—. Ha repetido un mensaje de padre, enviado desde Wray: «Estaré en casa pasado mañana. Leed los periódicos». ¿Qué significa? ¿Qué cree que estamos haciendo?
—Quiere decir que él considera nuestra situación muy grave. No es propio de él enviar un telegrama salvo en caso de enfermedad —la señora Wheeler se levantó y caminó distraídamente hacia el teléfono, como si fuera a revelar algo más sobre el estado de ánimo de su marido.
—¡Qué mensaje más extraño! Estaba dirigido a usted, madre, no a mí.
—Él sabe cómo me siento al respecto. Algunos de los antepasados de tu padre eran gente de mar, salidos de Portsmouth. Sabe lo que significa cuando a nuestros barcos les dicen a qué parte del océano pueden ir y a cuál no. No es posible que Washington pueda aceptar tal afrenta por nosotros. ¡Pensar que en este momento, más que nunca, deberíamos tener una administración democrática!
Claude se rio.
—Siéntese, madre, espere un día o dos. Deles tiempo.
—La guerra habrá terminado antes de que Washington pueda hacer nada, señora Wheeler —declaró Ernest con melancolía—. Conseguirán que Inglaterra se rinda por el hambre y Francia será derrotada en cuanto hagan un alto en el camino. Todo el ejército alemán estará en el frente occidental ahora. ¿Qué puede hacer este país? ¿Cuánto creéis que se tarda en formar un ejército?
La señora Wheeler, que caminaba impaciente de un lado a otro, se detuvo de golpe y tropezó con la mirada de irritación de Ernest.
—¡Yo no sé nada, Ernest, pero creo en la Biblia. Creo que en un abrir y cerrar de ojos seremos transformados[20]!
Ernest miró al suelo. Respetaba la fe. Como él decía, debes respetarla o despreciarla, ya que no se podía hacer otra cosa.
Claude estaba sentado con los codos apoyados en la mesa.
—Siempre vuelve a lo mismo, madre. Incluso aunque un ejército inexperto pudiera hacer algo, ¿cómo íbamos a llevarlo hasta allí? Aquí hay una autoridad naval que dice que los alemanes están construyendo submarinos a un ritmo de tres por día. Probablemente no los soltarán hasta que no tengan los suficientes para mantener despejado el océano.
—No pretendo decir lo que podríamos conseguir, hijo. Pero debemos posicionarnos, moralmente. Nos han dicho todo este tiempo que podíamos ser de más ayuda para los Aliados fuera de la guerra que dentro de ella porque podríamos enviar municiones y suministros. Si acordamos retirar esa ayuda, ¿qué estaríamos haciendo?: ¡ayudar a Alemania mientras fingimos que solo nos interesan nuestros propios asuntos! Si nuestra única alternativa es estar en el fondo del mar, ¡sería mejor que estuviésemos allí!
—¡Madre, siéntese! No lo podemos solucionar esta noche. Nunca la había visto tan nerviosa.
—Tu padre también está nervioso o nunca habría enviado ese telegrama —la señora Wheeler cogió de mala gana su cesto de la costura y los chicos conversaron con la antigua y cómoda cordialidad de siempre.
Cuando Ernest se fue, Claude caminó hasta la casa de los Yoeder con él y volvió a través de los campos cubiertos de nieve, bajo el brillo helado de las estrellas invernales. Al levantar la vista hacia el cielo, sintió más que nunca que ellas debían de tener algo que ver con el destino de las naciones y con las cosas incomprensibles que estaban pasando en el mundo. En el ordenado universo debía de haber alguna mente que leyera el acertijo de este infeliz planeta, que supiera qué se estaba formando en el oscuro eclipse de ese momento. Una pregunta quedaba colgando en el aire, por encima de toda esta silenciosa tierra a su alrededor, por encima de él, por encima de su madre, incluso. Temía por su país, como la noche que estuvo en los escalones del State House en Denver, cuando no se había ni imaginado esta guerra, escondida en el seno del tiempo.
Claude y su madre no tuvieron que esperar mucho. Tres días después supieron que el embajador alemán había sido destituido y el embajador estadounidense retirado de Berlín. Para los más mayores, estos hechos eran temas sobre los que pensar y conversar, pero para jóvenes como Claude eran vida y muerte, predestinación.