Claude llevaba casado un año y medio. Una mañana de diciembre, le llegó un mensaje telefónico de su suegro pidiéndole que fuera a Frankfort de inmediato. Encontró al señor Royce hundido en la silla de su despacho, fumando como siempre, con varias cartas que parecían del extranjero sobre la mesa delante de él. Mientras las sacaba de los sobres y ponía en orden los papeles, Claude se dio cuenta de lo mucho que le temblaban las manos.
En una carta del jefe del equipo médico de la escuela misionera donde Caroline Royce enseñaba, se informaba al señor Royce de que su hija estaba gravemente enferma en el hospital de la misión. Tenía que ser enviada a una parte más salubre del país para que pudiera descansar y recibir tratamiento y no estaría lo suficientemente fuerte para retomar sus tareas durante un año o más. Si algún miembro de su familia pudiera ir a ocuparse de ella, apaciguaría la gran preocupación de las autoridades. Había también una carta de una compañera y otra algo incoherente de la propia Caroline. Después de que Claude terminara de leerlas, el señor Royce le sacó una caja de puros y empezó a hablar con desánimo sobre los misioneros.
—Podría ir con ella —se quejaba—, ¿pero, qué bien le haría? No simpatizo con sus ideas y eso solo la preocuparía más. Como puedes ver, está decidida a no volver a casa. No creo en un pueblo que trata de abrirse paso o imponer su religión a otros. No soy ese tipo de hombre —se sentó mirando su puro. Después de una larga pausa, de repente comenzó a hablar—: No hago más que oír hablar de China una y otra vez… Me parece demasiado lejos para ir a buscar problemas, ¿no? Un hombre no tiene mucho control sobre su propia vida, Claude. Si no fuera por la pobreza o enfermedades que la atormentan, solo sería un nombre en un mapa. Podría haberme ido bastante bien, si no hubiera sido por China y algunas otras cosas… Si Carrie hubiera tenido que dar clases para comprarse ropa o para ayudar a pagar las facturas, como las hijas del viejo Harrison, probablemente se habría quedado en casa. Siempre pasa algo. Lo que no tengo claro es si debo enseñarle a Enid estas cartas.
—Bueno, tendrá que saberlo, señor Royce. Si ella siente que debe ir junto a Carrie, no estaría bien que yo interfiriera.
El señor Royce sacudió la cabeza.
—No sé. No parece justo que China recaiga sobre ti también.
Cuando Claude llegó a casa y le entregó las cartas a Enid, comentó:
—Tu padre está muy preocupado por esto. Nunca le he visto tan avejentado como hoy.
Enid estudió el contenido de las mismas, sentada en su pequeño y ordenado escritorio, mientras Claude fingía leer el periódico.
—Está claro que yo soy la que debe ir —dijo cuando terminó.
—¿Crees que es necesario que alguien vaya? Yo no lo veo así.
—Resultaría muy extraño que ninguno de nosotros fuera —contestó Enid con ímpetu.
—¿Cómo que resultaría extraño?
—Bueno, se lo parecería a sus compañeros, como si su familia no tuviera sentimientos.
—¡Oh, si se trata de eso! —Claude sonrió perversamente y levantó el periódico de nuevo—. Me pregunto qué les parecerá a las personas de aquí que te vayas y abandones a tu marido.
—¡Eso es algo mezquino, Claude! —se levantó bruscamente, entonces vaciló, perpleja—. La gente de aquí me conoce mejor que eso. No dirás que no estarías perfectamente en casa de tu madre —como él no levantó la vista del periódico, ella se fue a la cocina.
Claude permaneció sentado sin moverse escuchando los rápidos movimientos de Enid mientras encendía el fogón para preparar la cena. La luz en la habitación se tornó grisácea. Fuera, los campos se fundían unos con otros mientras se acercaba la noche. Los jóvenes árboles del jardín se doblaban y daban sacudidas debido al gélido viento del norte. A menudo pensaba con orgullo que el invierno moría en la puerta de su casa y, en el interior, no había corrientes en los vestíbulos ni ningún rincón frío. Este era su segundo año aquí. Cuando conducía de vuelta, la idea de poder librarse de esta casa durante un largo periodo le había provocado una agradable excitación, pero, ahora, no quería dejarla. Algo se había ablandado en él. Se preguntaba si no podrían intentarlo de nuevo y hacer que las cosas fueran mejor. Enid estaba cantando en la cocina con un tono de voz apagado, tenue. Claude se levantó y cogió su abrigo y el cubo para ordeñar. Al pasar al lado de su mujer, junto a la ventana, se detuvo y la rodeó con el brazo de manera inquisitiva.
Ella levantó la vista.
—Está bien. Ahora ya te parece mejor, ¿no es cierto? Es lo que pensaba. ¡Santo cielo, cómo apesta este abrigo, Claude! Tengo que conseguirte otro.
Claude conocía ese tono. Enid nunca cuestionaba si sus propias decisiones eran correctas. Cuando se decidía, no había manera de hacer que cambiara de opinión. Bajó el camino hasta el granero con las manos metidas dentro de los bolsillos del pantalón y el brillante cubo colgando del brazo. Volver a intentarlo, ¿qué había que intentar? Tópicos, pequeñeces, falsedad… Su vida le estaba asfixiando y no tenía el valor de romper con ella. ¡Déjala ir! ¡Déjala irse cuando debería…! ¡Qué espantoso mundo donde nacer! ¿O acaso solo era espantoso para él? Todo lo que tocaba se estropeaba en sus manos… como siempre había sucedido.
Cuando una hora después se sentaron a cenar en el salón de atrás, Enid parecía agotada, como si esta vez su decisión le hubiera costado algo.
—Creo que pasarías un invierno más tranquilo en casa de tu madre —comenzó alegremente—. No tendrás tantas cosas de las que ocuparte como tienes aquí. No tenemos necesidad de desordenar esta casa. Le bajaré la plata a mi madre y podemos dejar el resto de las cosas como están. ¿Habrá sitio para mi coche en el garaje de tu padre? Quizá te venga bien.
—Ah, no, no lo voy a necesitar. Lo llevaré a la casa del molino —contestó esforzándose por mostrar despreocupación.
Todos los objetos familiares que había a su alrededor iluminados por la luz de la lámpara parecían aún más quietos y solemnes de lo habitual, como si estuvieran conteniendo la respiración.
—Supongo que sería mejor que llevaras las gallinas a casa de tu madre —continuó Enid en el mismo tono de voz—. Pero no me gustaría que se mezclaran con sus Plymouth Rocks, no tienen ni una pluma negra ahora. Pide a madre Wheeler que use todos los huevos y que no deje que mis gallinas pongan en primavera.
—¿En primavera? —Claude levantó la vista de su plato.
—Por supuesto, Claude. Seguramente no pueda volver antes del próximo otoño, si quiero ser de alguna ayuda para la pobre Carrie. Intentaré estar en casa para la cosecha, si eso te parece bien —se levantó para traer el postre.
—¡Ah, por mí, no te des prisa! —murmuró mirando fijamente el sitio vacío de ella.
Enid regresó con el pudin caliente y con lo necesario para el café de después de la cena.
—Esto ha surgido tan de repente que debemos hacer planes de inmediato —explicó—. Creo que a tu madre le gustará hacerse cargo de Rose, es una buena vaca. Y así podrás tener toda la nata que quieras.
Cogió la pequeña taza de borde dorado que ella le estaba ofreciendo.
—Si vas a estar fuera hasta el próximo otoño, venderé a Rose —anunció con brusquedad.
—Pero ¿por qué? Tendrías que buscar mucho para encontrar una vaca como ella.
—De todas maneras, la venderé. Los caballos, por supuesto, son de padre, él los pagó. Si vacías este sitio, a lo mejor quiere alquilarlo. Puede que encuentres un arrendatario aquí cuando vuelvas de China —Claude se tragó su café, dejó la taza y se fue al salón de delante, donde se encendió un puro. Caminó de un lado a otro manteniendo los ojos fijos en su mujer, que seguía sentada a la mesa bajo el círculo de luz de la lámpara de techo. Su cabeza, inclinada ligeramente, mostraba su pelo castaño perfectamente peinado. Cuando estaba desconcertada, su cara siempre parecía más afilada y su barbilla más larga.
—Si tú no tienes apego a este sitio —dijo Claude desde la otra habitación—, difícilmente puedes esperar que yo me quede por aquí y me encargue de todo. Mientras estuviste haciendo campaña, hice el papel de ama de llaves aquí.
Los ojos de Enid se entrecerraron, pero no se sonrojó. Claude nunca había visto aparecer un toque de color en las pálidas y suaves mejillas de su mujer.
—No seas infantil. Sabes que me importa este lugar, es nuestro hogar. Pero ningún sentimiento estaría bien si va a evitar que cumpla con mi obligación. Tú estás bien y puedes ir a la casa de tu madre. Mi hermana está enferma y entre extraños.
Empezó a recoger los platos. Claude se acercó rápidamente a la luz para enfrentarse a ella.
—No es solo que te vayas, ya sabes por qué estoy así: es porque quieres irte. Te gusta la idea de tener la oportunidad de alejarte entre todos esos predicadores, con su envolvente tono de voz y sus fantasías.
Enid levantó la bandeja.
—Si me gusta es porque tú no estás dispuesto a gobernar nuestras vidas de acuerdo a los ideales cristianos. Hay algo en ti que se revela todo el tiempo. Han surgido muchísimas cuestiones importantes desde que nos casamos y tú te has mostrado indiferente o sarcástico acerca de cada una de ellas. Quieres llevar una vida completamente egoísta.
Salió con resolución de la habitación y cerró la puerta tras ella. Más tarde, cuando regresó, Claude no estaba allí, su sombrero y su abrigo no estaban en el perchero. Debió de salir silenciosamente por la puerta principal. Enid se quedó levantada hasta las once y después se fue a la cama.
Por la mañana, al salir de su dormitorio, encontró a Claude dormido en el sofá, vestido, con el abrigo echado por encima. Tuvo un momento de pánico y se inclinó sobre él pero no pudo detectar olor alguno a alcohol. Comenzó a preparar el desayuno moviéndose silenciosamente.
Una vez que se decidió a ir a cuidar de su hermana, Enid no perdió el tiempo. Encargó un pasaje y envió un telegrama a la escuela misionera. Dejó Frankfort la semana antes de la Navidad. Claude y Ralph la llevaron hasta Denver y la dejaron en el expreso transcontinental. Claude, a su vuelta, se mudó a la casa de su madre y le vendió la vaca y las gallinas a Leonard Dawson. Excepto para ir a ver al señor Royce, ahora apenas salía de la granja y evitaba a los vecinos. Tenía la sensación de que estaban hablando sobre sus asuntos privados, lo que, por supuesto, estaban haciendo. La familia Royce y la familia Wheeler, decían, no podían comportarse como los demás y no tenía sentido que lo intentaran: Claude había construido la mejor casa del vecindario pero, naturalmente, no iba a vivir en ella. Y se había casado pero, muy propio de él, ¡tenía a su mujer en China!
Un día nevado, cuando no había nadie por allí, Claude cogió el coche y subió hasta su propiedad para cerrar la casa para el invierno y traer la fruta en conserva y las verduras que estaban en el sótano. Enid había empaquetado su mejor mantelería en su arcón de cedro y había ordenado escrupulosamente los armarios de la cocina y de la porcelana antes de irse. Comenzó a cubrir las sillas tapizadas y los colchones con sábanas, enrolló las alfombras y aseguró las ventanas. Mientras hacía todo esto, sus manos cada vez estaban más entumecidas y desganadas y su corazón era como un trozo de hielo. Todas estas cosas que había escogido cuidadosamente y de las que se había sentido tan orgulloso no tenían más valor para él que unos trastos viejos apilados en una tienda de segunda mano cualquiera.
¡Cuánta tristeza y fealdad inherente a tales objetos cuando el sentimiento que los había convertido en algo tan valioso ya no existía! Los restos de la vida humana tenían aún menos valor y eran aún más feos que las cosas muertas y decadentes de la naturaleza. Basura… trastos viejos… su mente no podía imaginar nada que expusiera y condenara así todos los actos deprimentes, agotadores, siempre repetidos por los que la vida transcurría día tras día. Actos sin significado… al mirar al exterior y ver el paisaje gris a través de la nieve cayendo con suavidad, no pudo evitar pensar que sería mucho mejor si la gente pudiese dormir como los campos, si pudieran ser cubiertos por un manto de nieve para despertar con sus penas curadas y sus derrotas olvidadas. Se preguntó cómo iba a seguir durante los años que tenía por delante, si no se deshacía de este dolor en su alma.
Por fin, cerró la puerta con pestillo, guardó la llave en su bolsillo y fue hasta la zona de los árboles madereros a fumarse un puro y despedirse del lugar. Una vez allí, estuvo paseando tranquilamente durante más de una hora, bajo los árboles torcidos con nidos vacíos en sus ramas. Cada vez que llegaba a una parte donde el seto se interrumpía, podía ver la pequeña casa entregándose sumisamente a la soledad. No creía que fuera a vivir ahí de nuevo jamás. Bueno, al menos, el dinero que su padre había invertido en el lugar no se perdería: siempre podría conseguir un arrendatario mejor que quisiera tener una confortable casa allí. Varios chicos del vecindario estaban planeando casarse el próximo año. El futuro de la casa estaba a salvo. ¿Y él? Se detuvo de repente, sus pies habían seguido un camino incierto y sin rumbo por el blanco suelo. Le sacaba de quicio ver sus propios pasos. ¿Qué era…? ¿Cuál era su problema? ¿Por qué no podía al menos dejar de sentir cosas ni de albergar esperanzas? ¿Qué motivos había ya para tener esperanzas?
Oyó un quejido lastimero y, al mirar atrás, vio a la gata del granero que había salido a buscarse la vida. Estaba de pie junto al seto, su pelo negro azabache erizado contra los copos de nieve húmedos, una pata levantada, maullando con tristeza. Claude se inclinó y la cogió.
—¿Qué pasa, Blackie? ¿Escasean los ratones en el granero? Mahailey diría que traes mala suerte; quizá sea así, pero no puedes evitarlo, ¿verdad? —la metió en el bolsillo de su abrigo.
Más tarde, cuando se estaba subiendo al coche, trató de sacarla y meterla en una cesta, pero se agarró al nido que formaba el bolsillo de su abrigo clavando las uñas en el forro. Él rio.
—Bueno, si traes mala suerte, ¡supongo que te quedarás conmigo!
Ella levantó hacia él sus asustados ojos amarillos y ni siquiera maulló.