Desde la ventana del piso de arriba, la señora Wheeler podía ver a Claude moviéndose de arriba abajo sembrando el trigo en la zona oeste. Se sentía sola por él. No iba a casa tan a menudo como hubiera podido. Había empezado a preguntarse si Claude era una de esas personas que están siempre descontentas, ya que fuera lo que fuese lo que le desilusionaba, lo mantenía oculto bajo llave en su pecho. Uno tenía que aprender las lecciones de la vida, sin embargo le ponía un poco triste verle apoltronado e indiferente a los veintitrés.
Después de observar por la ventana durante un rato, se volvió hacia el teléfono, llamó a casa de Claude y le preguntó a Enid si le importaría que su hijo fuera a su casa a comer.
—Mahailey y yo nos sentimos solas cuando el señor Wheeler está fuera mucho tiempo —añadió.
—Pues claro que no, madre Wheeler —Enid habló alegremente, como siempre hacía—. ¿Hay alguien ahí que pueda enviar para avisarle?
—Había pensado ir yo misma andando hasta allí, Enid. No está lejos, si voy con tiempo.
La señora Wheeler salió de casa un poco antes del mediodía y se detuvo junto al arroyo para descansar antes de subir la larga colina. Al llegar al límite del campo se sentó en la hierba y esperó a que los caballos se acercaran caminando pesadamente por los largos surcos. Claude la vio y los detuvo.
—¿Pasa algo, madre? —gritó.
—Oh, no. Quiero que vengas a casa a comer conmigo, eso es todo. Llamé por teléfono a Enid —desenganchó los caballos y él y su madre bajaron juntos la colina, caminando detrás de los animales. Aunque no habían estado a solas como ahora desde hacía mucho tiempo, ella pensó que sería mejor hablar de cosas impersonales.
—Que no se me olvide darte un artículo sobre la ejecución de esa enfermera inglesa.
—¿Edith Cavell? He leído algo sobre ello —contestó él, indiferente—. No es ninguna sorpresa. Si pudieron hundir el Lusitania, sin duda pueden disparar a una enfermera inglesa.
—De alguna forma, tengo la sensación de que esto es distinto —murmuró su madre—. Es como la ejecución de John Brown. Me pregunto si pudieron encontrar soldados para ejecutar la sentencia.
—¡Oh, supongo que tendrán muchos soldados dispuestos a ello!
La señora Wheeler levantó la vista hacia él.
—No veo cómo vamos a permanecer al margen de todo esto mucho más, ¿y tú? Supongo que nuestro ejército no sería más que un grano de arena en el desierto, incluso aunque lográramos llegar hasta allí. Nos dicen que podemos ser más útiles con nuestra agricultura y nuestras fábricas de lo que podríamos ser yendo a la guerra. Solo espero que no sea propaganda electoral. No me fío de los demócratas.
Claude se rio.
—Bueno, madre, supongo que en esto no tienen nada que ver los partidos políticos.
Ella sacudió la cabeza.
—Todavía no he encontrado un asunto de interés público que no fuese cuestión de partidos políticos. Bueno, solo podemos cumplir con nuestras obligaciones a medida que se nos requieran y tener fe. ¿Este campo es lo que te quedaba del trabajo de otoño?
—Sí, ahora tengo tiempo para hacer algunas cosas por aquí. Voy a construir un buen almacén para guardar mi propio hielo este invierno.
—¿Estáis pensando en subir a Lincoln a pasar unos días?
—Supongo que no.
La señora Wheeler suspiró. El tono de él significaba que le había dado la espalda a los antiguos placeres y a los antiguos amigos.
—¿Enid y tú habéis reservado entrada para el ciclo de espectáculos en Frankfort?
—Creo que sí, madre —contestó con cierta impaciencia—. Le dije que debería encargarse de eso cuando pasase por el pueblo algún día.
—Por supuesto —insistió su madre—, algunas de las actividades no son muy buenas pero debemos apoyarlas y aprovechar lo que tenemos.
Claude sabía y su madre sabía que aprovechar lo que se tiene no era lo suyo. Sus caballos se detuvieron en el pilón.
—No me espere. Iré para allá en un minuto —al ver su rostro alicaído, le sonrió—. No se preocupe, madre, siempre la cojo aun cuando trata de dármelas con queso. Ninguno de nosotros es lo bastante listo para engañar al otro.
Ella levantó la vista hacia él con esa sonrisa con la que los ojos casi le desaparecían.
—¡Pensé que había sido lista esta vez!
Era un consuelo, reflexionaba mientras subía la cuesta, sentirle cerca de nuevo, captar su atención, incluso.
Mientras Claude se lavaba para la cena, Mahailey se acercó a él con la página del periódico donde salían las viñetas que ilustraban la brutalidad de los alemanes. Para ella, eran todo fotografías, no conocía otra manera de crear una imagen.
—Señorito Claude —preguntó—, ¿cómo es que esos alemanes son gente tan’fea? Los Yoeder y los tipos alemanes de por aquí no son tan’feos.
Claude trató de distraerla con indulgencia.
—Quizá son los feos los que están luchando y los que están en casa son agradables, como nuestros vecinos.
—Entonces, ¿por qué no hacen que sus soldados se que’en en casa y no vayan rompiendo las cosas de los demás y echándoos de sus casas? —murmuró indignada—. Dicen que los bebés nacieron en medio de la nieve el invierno pasado y ni’un fuego ni ná pá sus madres. Señó, señorito Claude, no fue así en nuestra guerra, los hombres no hacían ná a las mujeres o los niños. Muchas de las veces nuestra casa estaba llena de soldados del Norte y nunca rompieron ni un tanto así de la porceana de mi madre.
—Tendrás que volver a hablarme de todo esto algún día, Mahailey. Tengo que comer y volver al trabajo; si no recogemos el trigo, la gente de allí no tendrá nada para llevarse a la boca, ya sabes.
Las imágenes de los periódicos significaban mucho para Mahailey porque apenas podía recordar la Guerra Civil. Mientras estudiaba detenidamente fotografías de campamentos y campos de batalla y pueblos devastados, las cosas volvían a su mente: las compañías de infantería de la Unión llenas de polvo que se paraban a beber en la fría fuente de su madre. Les había visto quitarse las botas y lavar sus pies sangrantes por el camino. Su madre le había dado a un chico infectado de piojos una camisa limpia y ella nunca pudo olvidar la visión de la espalda del muchacho «tan roja como la ternera, donde se había rascado». Cinco de sus hermanos estaban en el ejército confederado. Cuando uno de ellos resultó herido en la segunda batalla de Bull Run, su madre pidió prestado un carro y caballos, hizo un viaje de tres días hasta el hospital de campaña y se trajo al chico a su casa de las montañas. Mahailey se acordaba de cómo sus hermanas mayores se turnaban para echarle agua fría de la fuente en la pierna gangrenada durante todo el día y toda la noche. No quedaban médicos en el vecindario y, como nadie pudo amputarle la pierna al muchacho, murió poco después. Mahailey era la única persona en la casa de los Wheeler que había visto la guerra con sus propios ojos y sentía que este hecho le concedía una indudable superioridad.