III

Después de que el duro trabajo de la cosecha estuviese terminado, la señora Wheeler a menudo convencía a su marido, cuando salía en su carro, para que la llevara hasta la nueva casa de Claude. Se alegraba de que Enid no dejara el salón en penumbra, como hacía la señora Royce con el suyo. Las puertas y las ventanas estaban siempre abiertas, las enredaderas y las petunias en las jardineras de las ventanas se agitaban con la brisa y las habitaciones inundadas de sol, estaban meticulosamente ordenadas. Enid se ponía vestidos blancos para trabajar, con zapatos y calcetines blancos. Llevaba la casa con facilidad, sistemáticamente. Las mañanas de lunes, Claude ponía la lavadora antes de irse a trabajar y a las nueve, la ropa ya estaba tendida en las cuerdas. A Enid le gustaba planchar y Claude nunca antes había podido lucir tantas camisas limpias o, al menos, nunca las había llevado puestas con tanta satisfacción. Ella le dijo que no necesitaba ahorrar en camisas para el trabajo, era tan fácil planchar seis como tres.

Aunque en unos pocos meses el coche de Enid había recorrido más de dos mil millas debido al apoyo a la ley seca, no se podía decir que desatendiera su casa por la reforma. Si desatendía a su marido o no, dependía de la concepción de cada uno acerca de cuál era su obligación para con él. Cuando la señora Wheeler vio lo bien que dirigían su pequeño hogar, el aspecto alegre y atractivo que tenía Enid cuando uno pasaba por allí por casualidad, se sorprendía de que Claude no fuese feliz. El mismo Claude estaba sorprendido: si su matrimonio le decepcionaba en ciertos aspectos, debía comportarse como un hombre, se decía a sí mismo, y sacar partido de sus cosas buenas. Si su mujer no le quería, era porque el amor significaba una cosa para él y algo diferente para ella. Estaba orgullosa de él, se alegraba de verle cuando regresaba de los campos y se mostraba solícita para atender sus necesidades materiales. Todo lo relacionado con el abrazo de un hombre era desagradable para Enid, algo impuesto a las mujeres, como el dolor del parto, debido quizá a la transgresión de Eva.

Esta repugnancia era algo más que física, le disgustaba el ardor de cualquier tipo, incluso el ardor religioso. Había sido más cariñosa con Claude antes de casarse con él de lo que era ahora, pero esperaba adaptarse. Quizá alguna vez podría volver a gustarle exactamente de la misma manera. Incluso el hermano Weldon le había insinuado que, por el bien de su futura tranquilidad, debía ser indulgente con el joven. Y ella pensaba que había sido indulgente. No podía entender sus momentos de desesperado silencio, los mordaces comentarios aún más amargos que a veces dejaba caer, su evidente irritación si iba con él hasta los árboles madereros donde Claude solía pasar las tardes de domingo tumbado sobre la hierba alta, sin hacer nada.

Claude solía tumbarse allí para observar las nubes mientras se decía a sí mismo: «Para mí, todo se ha terminado». Otros hombres además de él habían debido de sentirse decepcionados, y Claude se preguntaba cómo lo habían soportado durante toda una vida. Él siempre había sido un buen chico porque era un idealista: había deseado ser tremendamente feliz en el amor y ser merecedor de esa felicidad. Ni en sueños imaginó que pudiera ser de otra manera.

Ahora, algunas veces, cuando salía al campo en una brillante mañana de verano, le parecía que la Naturaleza no solo sonreía, sino que se reía abiertamente de él. Su orgullo sufría, pero lo hacían incluso más sus ideales y el impreciso sentido de la belleza que tenía. Enid podía convertir su vida en algo espantoso sin siquiera saberlo. En esos momentos, se odiaba a sí mismo por aceptar completamente su reticente hospitalidad. Estaba siendo injusto consigo mismo.

Enid le parecía atractiva todavía. Se preguntaba por qué ella no tenía ni un mínimo sentimiento que se correspondiera con su gracia natural y sus ligeros movimientos; con la actitud dulce, casi melancólica, en la que él a veces la sorprendía. Cuando volvía del trabajo y la encontraba sentada en el porche, apoyada junto a la columna, con las manos agarrándose las rodillas, su cabeza un poco hacia abajo, apenas podía creer la rigidez con la que le recibía cada vez. ¿Había algo repelente en él? ¿Era, después de todo, culpa suya?

Había notado que Enid era bastante más indulgente con el padre de Claude que con ninguna otra persona. El señor Wheeler pasaba a verla casi cada día e incluso la llevaba en su carro. Bayliss venía del pueblo a pasar la tarde de vez en cuando. Las cenas vegetarianas de Enid le venían bien y, como trabajaban juntos en la campaña de prohibición, siempre tenían temas que discutir. Bayliss tenía un prejuicio tanto social como higiénico contra el alcohol y lo odiaba no ya por el daño que ocasionaba, sino por el placer que proporcionaba. Claude se negaba constantemente a participar en las actividades de la Anti-Saloon League o a distribuir lo que Enid y Bayliss llamaban «nuestra literatura».

En los pueblos rurales, el término «literatura» se aplicaba solo a un tipo especial de texto impreso: había literatura sobre la ley seca, literatura sobre la higiene y el sexo y, durante el azote de una enfermedad del ganado, había literatura sobre la fiebre aftosa. Este uso especial de la palabra no molestaba a Claude, pero su madre, siendo una profesora a la antigua usanza, se quejaba de ello.

Enid no podía entender la indiferencia de su marido hacia un tema tan candente y solo podía atribuirla a la influencia de Ernest Havel. A veces le pedía a Claude que fuera con ella a una de las reuniones del comité. Si era en domingo, decía que estaba cansado y que quería leer el periódico. Si era un día entre semana, tenía algo que hacer en el granero o tenía intención de despejar la zona de los árboles madereros. De hecho, serró unas cuantas ramas muertas y taló un árbol que un rayo había dañado. Más allá de eso, no habría dejado a nadie limpiar esa zona, habría muerto por defenderla.

Los árboles madereros eran su refugio. En los claros de hierba, rodeados por las tupidas paredes de amarillentos fresnos, se sentía libre, como si no se hubiera casado; libre de fumar tanto como quisiera, libre para leer y para soñar. Algunos de sus sueños habrían helado de terror la sangre de su joven esposa y algunos habrían derretido de pena el corazón de su madre. Tumbarse bajo el cálido sol y levantar la vista hacia el inoxidable azul del cielo de otoño, escuchar el seco susurro de las hojas al caer y el sonido de las atrevidas ardillas saltando de rama en rama; tumbarse así y dejar que su imaginación jugara con la vida, eso era lo mejor que podía hacer. Sus pensamientos, se decía a sí mismo, eran suyos. Ya no era un niño. Iba hasta los árboles madereros a encontrarse con un hombre joven, más experimentado e interesante que él mismo, un hombre que no se había atado con ningún compromiso.