II

Después de que se fuera Leonard, Claude recogió los restos de la cena y regó la calabacera antes de irse a ordeñar. En realidad, eran calabazas de verano, de la variedad de cuello torcido, de color naranja y con verrugas; la planta estaba ya llena de calabazas maduras, colgando de los fuertes tallos entre las ásperas hojas verdes y los espinosos zarcillos. Claude había observado su rápido crecimiento y cómo se habían abierto sus moteadas flores amarillas, sintiéndose agradecido con una cosa que hacía con tanto vigor aquello para lo que la habían puesto allí. Tenía el mismo sentimiento con respecto a su vaca Jersey, que volvía a casa cada noche con las ubres llenas y les daba su leche con gusto, apartando la cola de la cara de Claude, como solo hacen las vacas bien dispuestas.

Una vez que terminó de ordeñar, se sentó en el porche delantero y encendió un puro. Mientras fumaba, no pensaba en otra cosa que no fuera el frescor silencioso y tranquilo del aire y en lo bueno que era estar sentado sin hacer nada. La luna flotaba sobre los campos de trigo desnudos, grande y mágica, como una enorme flor. De pronto, cogió unas toallas de baño, cruzó el jardín hasta el molino de viento, se quitó la ropa y se metió en el depósito para los caballos. El agua se había templado al sol durante toda la tarde y no estaba mucho más fresca que su cuerpo. Se estiró dentro, apoyó la cabeza sobre el borde metálico, se echó sobre su espalda y levantó la vista hacia la luna. El cielo estaba de color negro azulado, como si fuera agua templada, profunda y azul, y la luna parecía tumbada sobre él como un nenúfar, flotando arrastrada por una corriente invisible. Cabría esperar ver sus grandes pétalos abrirse.

Por algún motivo, Claude empezó a pensar en tiempos y países remotos sobre los que había brillado. Nunca se le habría ocurrido pensar que el sol viniese de tierras lejanas o que hubiese tenido un papel importante en la vida humana en otras épocas. Para él, el sol giraba alrededor de los campos de trigo, pero la luna, de alguna manera, procedía del pasado histórico y le hacía pensar en Egipto y los faraones, en Babilonia y los jardines colgantes. Parecía haber bajado la mirada hacia las locuras y decepciones del hombre; hacia el interior de las habitaciones de los esclavos en la antigüedad, de las ventanas de las cárceles y de las fortalezas donde languidecían los cautivos.

Dentro de las personas, también languidecían los cautivos. Sí, dentro de la gente que caminaba y trabajaba a pleno sol había cautivos morando en la oscuridad, invisibles desde su nacimiento hasta el momento de su muerte. Dentro de esas prisiones, la luna brillaba y los prisioneros se arrastraban hasta las ventanas y miraban hacia fuera con ojos profundamente tristes hacia el círculo blanco que no revela ningún secreto y los comprende todos. Quizá incluso en personas como la señora Royce y su hermano Bayliss hubiera algo de esto, pero ese era un pensamiento que le estremecía. Se lo quitó de encima con un rápido movimiento de la mano en el agua, que, agitada, captó la luz y jugó con negros y dorados sobre el pecho de Claude como si estuviera viva. En su propia madre el espíritu prisionero se hacía casi más presente para la gente que su ser corpóreo. Lo había notado muy a menudo cuando se sentaba junto a ella en noches de verano como esta. Mahailey también tenía uno, aunque las paredes de su prisión eran muy gruesas…, y Gladys Farmer. Oh, sí, ¡cuánto tenía Gladys que contarle a este confidente tan perfecto! Las personas con grandes aspiraciones necesitaban unas relaciones de este tipo; sus deseos eran tan hermosos que no existía en este mundo experiencia capaz de satisfacerlo. Y estos niños de la luna, con sus insatisfechos anhelos y sueños fútiles, eran una raza mejor que los niños del sol. Esta idea inundó el corazón del joven como si hubiera salido la luna de nuevo, fluyó indefinida y fuerte a través de su cuerpo, mientras permanecía tumbado totalmente inmóvil, como la muerte, por miedo a perderla.

Por fin, el objeto cuadrado y negro que había captado los iracundos ojos de Leonard Dawson se acercó por la carretera principal. Claude recogió su ropa y las toallas y, sin entretenerse en usar ninguna de las dos, corrió, un hombre blanco a través de un blanco y desnudo jardín. Al alcanzar el refugio de la casa, encontró su albornoz y salió disparado hacia el porche de arriba, donde se tumbó sobre la hamaca. En ese momento, escuchó su nombre, pronunciado como si se escribiera «Clod». Su mujer subió las escaleras y miró fuera, hacia donde él estaba. Claude se quedó tumbado, inmóvil y con los ojos cerrados, y ella se marchó. Cuando todo se quedó de nuevo en silencio, miró hacia el campo en calma y a la luna en el cielo añil oscuro. Todavía se sentía poseído por su revelación, hacía que todo su cuerpo estuviera más sensible, como la cuerda de un arco muy tirante. Por la mañana había olvidado o se sentía avergonzado de aquello que la noche anterior había parecido tan real y tan completamente suyo. Decidió que, por lo general, era mejor no pensar en tales cosas y que, cuando pudiese, evitaría pensar.