Claude iba a continuar cultivando las tierras con su padre y, después de volver de su viaje de novios, se puso a trabajar de inmediato. La cosecha era casi tan abundante como el verano anterior y estaba ocupado en los campos seis días a la semana.
Una tarde de agosto volvió a casa con los caballos, les dio de comer y de beber pausadamente y entonces entró en casa por la puerta de atrás. Sabía que Enid no estaría allí: había ido a Frankfort a una reunión de la Anti-Saloon League. El Prohibition Party[18] estaba empezando a moverse en Nebraska ese verano, con la seguridad de que se votaría a favor de prohibir el alcohol en todo el Estado al año siguiente, un propósito que lograría de forma triunfal.
La cocina de Enid, inundada por el sol de la tarde, brillaba con la pintura nueva, el impoluto linóleo y los recipientes blancos y azules. En el comedor el mantel estaba preparado y la mesa cuidadosamente dispuesta para uno. Claude abrió la nevera, donde tenía preparada su cena: un plato de salmón en lata con una salsa blanca; huevos duros, pelados y colocados sobre una cama de hojas de lechuga; un bol de tomates maduros; un trozo de pudin frío de arroz, nata y mantequilla. Colocó estas cosas sobre la mesa, cortó un poco de pan y, después de lavarse despreocupadamente las manos y la cara, se sentó a comer con su camisa del trabajo. Apoyó el periódico contra una jarra de cristal roja y leyó las noticias sobre la guerra mientras tomaba su cena. Se puso de mal humor cuando escuchó fuertes pisadas acercándose a la casa: Leonard Dawson asomó la cabeza por la puerta de la cocina; Claude se levantó rápidamente para coger su sombrero, pero Leonard entró, sin invitación, y se sentó. Su camisa marrón estaba húmeda donde los tirantes se ajustaban a los hombros y su cara, bajo el ancho sombrero de paja que no se quitó, sin afeitar y manchada de polvo.
—Adelante, termina tu cena —gritó—. Tener una mujer con su propio coche es lo más parecido a no tener mujer. ¡Cómo les gusta dar vueltas por ahí! Me he cuidado muy mucho de evitar que Susie aprendiera a conducir. Escucha, Claude, ¿cuándo crees que podrás dejarme la trilladora? Mi trigo va a empezar a brotar en las gavillas muy pronto. ¿Crees que tu padre estará dispuesto a trabajar en domingo, si yo os ayudo, para dejar la máquina libre un día antes?
—Me temo que no. A madre no le gustaría. Nunca hemos hecho eso, ni siquiera cuando estábamos desbordados.
—Bueno, creo que me pasaré por tu casa y hablaré con tu madre. Si ella pudiera mirar dentro de mis gavillas de trigo, quizá podría convencerla de que es un caso bastante parecido al del buey del vecino que se cae en un hoyo en sábado[19].
—Esa es una buena idea. Ella siempre es razonable.
Leonard se levantó.
—¿Qué novedades hay?
—Los alemanes han torpedeado un barco de pasajeros inglés, el Arabic; vienen también a por nosotros.
—Eso es genial —dijo Leonard—, quizá ahora los americanos se queden en casa y se ocupen de sus propios asuntos. No me importa cómo se machacan los unos a los otros por allí, ¡ni lo más mínimo! Me da igual cuál de los dos borre al otro del mapa primero.
—Tus abuelos eran ingleses, ¿no?
—Eso fue hace mucho: sí, mi abuela llevaba un gorro y tenía pequeños rizos blancos y a menudo le digo a Susie que no me importaría que el bebé acabara teniendo la piel de mi abuela. Tenía la tez más fina que jamás he visto.
Cuando salieron por la puerta de atrás, una tropa de gallinas blancas con crestas rojas corrió hacia ellos chillando. Era la hora a la que se les solía dar de comer. Leonard se detuvo para admirarlas.
—Tienes un buen montón de gallinas. Siempre me han gustado las blancas de Livorno. ¿Dónde tienes a todos tus gallos?
—Solo tenemos uno. Está encerrado en el gallinero. Las gallinas están poniendo. Enid va a intentar criar polluelos durante el invierno.
—¿Solo un gallo? ¿Y puedo preguntar qué hacen estas gallinas?
Claude se rio.
—Ponen huevos, exactamente igual, mejor incluso. Son los huevos fértiles los que se estropean con el calor.
Leonard pareció enfadarse ante esas palabras.
—Es la primera vez que oigo un disparate semejante —bramó—. Yo crío gallinas de forma natural o no las crío —se metió en el coche de un salto por miedo a hablar de más.
Cuando llegó a casa, su mujer estaba preparando la cena y el bebé estaba sentado cerca de ella, en su cochecito, jugando con el sonajero. Sucio y sudoroso como estaba, Leonard cogió al bebé y empezó a besarlo y a olerlo, restregando su barba de tres días contra los pliegues de su suave cuello. La pequeña estaba fuera de sí de alegría.
—Ve a lavarte para cenar, Len —gritó Susie desde la cocina. Él dejó a la niña y empezó a echar agua en la jofaina, hablando con los ojos cerrados.
—Susie, estoy de un humor de perros. ¡No puedo soportar a la maldita mujer de Claude!
Ella estaba sacando mazorcas de una gran olla de hierro y levantó la vista a través del vapor.
—¿Por qué? ¿La has visto? Descolgué el teléfono y mientras me mantenía a la espera, oí a Enid cómo le decía a Bayliss que estaría en el pueblo hasta tarde.
—¡Oh, sí! De hecho, ella fue al pueblo y Claude estaba allí, tomando su cena fría él solo. Esa mujer es una fanática, no se conforma con aplicar la prohibición a la raza humana, ahora ha empezado a hacerlo con las gallinas.
Mientras colocaba las sillas y acercaba el cochecito a la mesa, le explicaba a su mujer el método de Enid para criar aves de corral. Ella dijo que en realidad no veía nada malo en ello.
—Venga, sé sincera, Susie, ¿has oído alguna vez que las gallinas siguieran poniendo sin un gallo?
—No, pero yo fui educada a la antigua. Enid tiene libros sobre aves de corral y sobre jardines y todo ese tipo de cosas. No tengo ninguna duda de que sacará buenas ideas de ellos. Pero de todos modos, ten cuidado. Es nuestra vecina más cercana y no quiero tener problemas con ella.
—Tendré que apartarme de su camino, entonces. Si intenta ejercer de misionera con mis gallinas, le contaré unas cuantas verdades que su vergonzoso marido no le dice. En mi opinión, ella ya tiene a ese chico intimidado.
—Mira, Len, sabes que no le va a hacer nada a tus gallinas. Mantén la boca cerrada. Pero sí que parece que Claude evita a la gente —admitió Susie mientras llenaba de nuevo el plato de su marido—. La señora de Joe Havel dice que Ernest ya no va a casa de Claude. Parece que Enid estuvo por allí y quería que Ernest colocara en su granero algunos carteles de la ley seca sobre lo de los quince millones de borrachos, como ejemplo para los bohemios. Ernest no lo hizo y le dijo que iba a votar a favor del alcohol, y Enid está bastante resentida, según dijo la señora Havel. Es una pena, esos dos eran tan amigos… Daba gusto verlos juntos —Susie habló con tanto afecto que su marido le lanzó una breve mirada de tímido cariño.
—¿Crees que a Claude le gustó tener al predicador en su casa, sentado días tras día en el porche delantero con su corbata blanca mientras él salía a recoger el trigo, cuando no llevaban casados ni dos meses?
—Bueno, de todas maneras, supongo que Claude comió mucho más mientras estuvo allí el hermano Weldon. Los predicadores no toman calorías o como sea que las llame Enid —dijo Susie, que siempre estaba viendo el lado positivo de las cosas—. La mujer de Claude tiene la cocina preciosa, pero yo también podría tenerla así si no tuviera que guisar, como ella.
Leonard le dedicó una significativa mirada.
—No creo que pudieras vivir con ese tipo de hombres que se alimentan solo de latas.
—No, yo tampoco lo creo —ella empujó el cochecito hacia él—. Cógela, papi, quiere jugar contigo.
Leonard se puso a la niña sobre los hombros y la llevó fuera para enseñarle los cerdos. Susie seguía riéndose para sí mientras recogía la mesa y lavaba los platos, le divertía lo que su marido le había contado.
Más tarde, esa noche, cuando Leonard salió hacia el granero para ver que todo estaba en orden antes de irse a la cama, vio un imperceptible objeto negro deslizándose por la carretera principal bajo la luz de la luna, una lucecita roja parpadeaba en la parte trasera. Llamó a Susie para que se asomara a la puerta.
—Ves, ahí va, hacia casa para contarle a Claude el éxito de la reunión. ¡Seguro que la recibe con los brazos abiertos!
—Bueno, Leonard, si a Claude le gusta…
—¿Gustarle? —el gran Leonard se irguió—. ¿Qué remedio le queda al pobre chico? Le han timado.