La noche antes de su boda, Claude se fue temprano a la cama. Había estado yendo de un lado a otro con Ralph en el coche, terminando los últimos preparativos, y estaba agotado. Se quedó dormido casi de inmediato. Las mujeres de la casa no podían olvidar con tanta facilidad el acontecimiento del día siguiente. Después de lavar los platos de la cena, Mahailey subió al ático para coger la colcha que había estado guardando durante tanto tiempo como regalo de boda para Claude. La sacó del arcón, la desdobló y contó las estrellas del dibujo antes de envolverla —contar era un logro del que ella se sentía muy orgullosa—. La iban a llevar a la casa del molino con los otros regalos al día siguiente. La señora Wheeler se fue a la cama muchas veces esa noche. No dejaba de pensar en las cosas de las que debían ocuparse: levantarse y asegurarse de que la ropa interior de invierno de Claude se había metido en su baúl, ante la posibilidad de que hiciera frío en las montañas; o bajar al sótano a comprobar que los seis pollos asados que completarían la cena de la boda estaban cubiertos, a salvo de los gatos. Mientras realizaba estas tareas, rezaba constantemente. No había rezado durante tanto tiempo y de forma tan ferviente desde la batalla del Marne.
A la mañana siguiente, temprano, Ralph cargó el gran coche con los regalos y las cestas de comida y bajó corriendo a la casa de los Royce. Había ya dos coches procedentes del pueblo en el jardín del molino; habían traído a un grupo de chicas que llegaron con todas las rosas de junio de Frankfort para arreglar la casa para la boda. Cuando Ralph hizo sonar el claxon, media docena de ellas bajaron corriendo a recibirlo, reprochándole no haber traído a su hermano con él. Ralph se puso inmediatamente a trabajar: llevaba la escalera de mano donde le decían, puso clavos y ató los tallos espinosos de las rosas trepadoras alrededor de las columnas entre el salón de delante y el de detrás, formando el arco bajo el cual iba a tener lugar la ceremonia.
Gladys Farmer no había podido dejar sus clases en el instituto para ayudar en esta agradable tarea pero a las once en punto llegó una camioneta cargada de peonías blancas y rosas del propio jardín de Gladys y con una caja de flores de invernadero que había encargado en Hastings para Enid. Las chicas mostraron su admiración, pero comentaron que Gladys había sido, como siempre, una derrochadora: las flores de su propio jardín hubieran sido suficientes, en realidad. La camioneta la conducía un chico harapiento de pelo lacio que trabajaba en el taller del pueblo y al que llamaban Irv «el Silencioso», porque nadie había podido sacarle ni una palabra. Casi no tenía voz: apenas un pequeño y leve chillido al principio de su garganta, como el susurro ahogado de un médium en estado de trance. Cuando llegó a la puerta principal, con ambos brazos llenos de peonías, se las arregló para resollar:
—Estas flores son de parte de la señorita Farmer. Hay algunas más ahí abajo.
Las chicas regresaron al coche con él y sacó una caja cuadrada, atada con lazos blancos y pequeñas campanillas plateadas que contenía el ramo de novia.
—¿Cómo es que tienes tú estas cajas? —le preguntó Ralph al chico delgado—. Iba a ir al pueblo a por ellas.
El mensajero tragó saliva.
—La señorita Farmer me dijo que si había más flores en la estación marcadas con esta dirección debía traerlas.
—Eso ha sido muy amable de su parte —Ralph metió la mano en el bolsillo de sus pantalones—. ¿Cuánto? Ajustemos cuentas antes de que me olvide.
Un rubor rosado recorrió la pálida cara del chico, un rostro delicado bajo el desgreñado pelo contraído con una especie de tímida tristeza. Sus ojos estaban siempre entrecerrados, como si no quisiera ver el mundo que le rodeaba, o que este le viera a él. Vagaba como en un sueño.
—La señorita Farmer —susurró— me ha pagado.
—¡Vaya, piensa en todo! —exclamó una de las chicas—. Tú solías ir a la clase de Gladys, ¿verdad Irv?
—Sí, señora —se metió en la camioneta sin abrir la puerta, deslizándose como una anguila alrededor del volante, y se marchó.
Las chicas siguieron a Ralph por el camino de gravilla hasta la casa. Una susurró a las demás:
—¿Creéis que Gladys vendrá esta noche con Bayliss Wheeler? Yo siempre he creído que ella reservaba un lugar muy especial en su corazón para Claude.
Alguien cambió de tema.
—No puedo dejar de pensar en haber oído a Irv hablar tanto. Gladys ha debido de embrujarlo.
—Siempre fue amable con él en el instituto —dijo la joven que había preguntado al silencioso muchacho—. Decía que era buen estudiante, pero que tenía tanto miedo que nunca podía contestar en voz alta. Le dejaba poner las respuestas por escrito en su mesa.
Ralph se quedó a comer, entreteniéndose con las muchachas hasta que su madre le llamó por teléfono.
—Ahora me tengo que ir a casa y ocuparme de mi hermano o se presentará esta noche con una camisa de rayas.
—Dale recuerdos de nuestra parte —le gritaron las muchachas mientras se alejaba— y dile que no se retrase.
Mientras conducía hacia la granja, Ralph se encontró con Dan, que llevaba el baúl de Claude al pueblo. Redujo la velocidad:
—¿Algún mensaje? —gritó.
Dan sonrió.
—Ná, le dejé apañándoselas tan bien como se podía esperar.
La señora Wheeler se encontró con Ralph en las escaleras.
—Está levantado en su habitación. Se queja de que los zapatos nuevos le aprietan demasiado. Creo que son los nervios. Quizá deje que le afeites, estoy segura de que él se va a cortar. Y me hubiera gustado que el barbero no le hubiera dejado el pelo tan corto, Ralph. Odio esta nueva moda de esquilar a los hombres detrás de las orejas: la nuca es la parte más fea de un hombre —habló con tanto resentimiento que Ralph rompió a reír.
—Vaya, madre, ¡pensaba que todos los hombres le parecían iguales! De todas formas, Claude no es ninguna belleza.
—¿Cuándo vas a querer darte el baño? Tengo que arreglármelas para que no todo el mundo pida el agua caliente a la vez —se volvió hacia el señor Wheeler, que estaba sentado a su buró rellenando un cheque—. Papá, ¿puedes darte tu baño ahora y quitarte del medio?
—¿Baño? —gritó el señor Wheeler—, ¡no quiero darme ningún baño! Yo no me voy a casar estar noche. Supongo que no tenemos que meternos todos en remojo solo por Enid.
Ralph se rio disimuladamente y subió corriendo. Encontró a Claude sentado en la cama, con un zapato puesto y otro no. Había una pila de calcetines esparcida sobre la alfombrilla, una maleta abierta sobre una silla y una bolsa de viaje sobre otra.
—¿Estás seguro de que son demasiado pequeños? —preguntó Ralph.
—Como cuatro tallas.
—Bueno ¿y por qué no los compraste de tu talla?
—Lo hice. Ese estafador de Hastings debió de meter otro par cuando no estaba mirando. No pasa nada —le arrebató de las manos el zapato que su hermano sostenía para poder examinarlo—. No me importa, mientras me pueda mantener de pie con ellos. Mejor llama a la estación y pregunta si el tren va con retraso.
—No lo sabrán todavía. Quedan siete horas para la hora prevista de llegada.
—Entonces llama más tarde, pero averígualo de algún modo. No quiero estar dando vueltas por la estación esperando el tren.
Ralph silbó. Claramente su hermanito iba a ser difícil de manejar. Propuso un baño como medida relajante. No, Claude ya había tomado su baño. ¿Había entonces preparado la maleta?
—¿Cómo demonios voy a prepararla cuando no sé lo que me voy a poner?
—Te pondrás una camisa y un par de calcetines. Voy a quitarte de en medio todo esto —Ralph cogió un puñado de calcetines y empezó a emparejarlos. Varios tenían manchas de un rojo brillante en los dedos. Empezó a reírse—. Ya sé por qué te hacen daño los zapatos, ¡te has cortado en el pie!
Claude se levantó de un salto, como si le hubiera picado un avispón.
—¿Quieres salir de aquí y dejarme en paz? —gritó.
Ralph se esfumó. Le dijo a su madre que se vestiría de inmediato, ya que tendrían que usar la fuerza con Claude en el último momento. La ceremonia iba a ser a las ocho; a continuación, la cena, y Claude y Enid saldrían de Frankfort a las diez y veinticinco en el expreso de Denver. A las seis en punto, cuando Ralph llamó a la puerta de su hermano, le encontró afeitado, peinado y vestido a excepción del abrigo. Llevaba la camisa metida por dentro, sin arrugas, y su corbata, correctamente anudada. Sea cual fuera el dolor que ocultaban, sus zapatos de auténtica piel estaban pulidos y brillantes y eran decididamente puntiagudos.
—¿Has hecho la maleta? —preguntó Ralph, asombrado.
—Casi. Me gustaría que revisaras las cosas y me las ordenaras mejor, si puedes. Odiaría que una mujer viera el interior de esa maleta tal y como está. ¿Dónde debería guardar mi tabaco? Hará que huela todo, lo ponga donde lo ponga. Toda mi ropa parece oler a comida o a almidón o a algo. No sé lo que Mahailey hace con ella —terminó con amargura.
Ralph parecía indignado.
—Vaya, ¡todo ingratitud! ¡Mahailey lleva planchando tus malditas y viejas camisas toda una semana!
—Sí, sí, ya lo sé. No me pongas nervioso. Olvidé meter algún pañuelo en el baúl, así que tendrás que meter un buen puñado en algún sitio.
El señor Wheeler apareció en la puerta; llevaba sus pantalones negros de domingo tan arriba que parecían ahorcar su camisa blanca y su escaso pelo desprendía un rico olor a aceite de malagueta. Sostenía delicadamente un pequeño papel doblado entre sus gruesos dedos.
—¿Dónde está tu billetero, hijo?
Claude cogió los pantalones descartados y sacó del bolsillo un trozo cuadrado de piel. Su padre lo cogió y colocó dentro el trozo de papel, junto al dinero.
—Supongo que querrás comprar a tu mujer alguna baratija que se le antoje —dijo—. ¿Tienes los billetes de tren aquí? Toma, el recibo de tu baúl que trajo Dan. No lo olvides, lo he puesto con los billetes de tren y lo he marcado con una C. y una W., así sabrás cuál es tu recibo y cuál el de Enid.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Claude ya había sacado del banco todo el dinero que podría necesitar. Este cheque adicional era la forma que el señor Wheeler tenía de admitir que lamentaba algunos comentarios sarcásticos que había hecho unos cuantos días antes, cuando descubrió que Claude había reservado un compartimento en el expreso de Denver. Claude había respondido bruscamente que, siempre que Enid y su madre iban a Michigan, reservaban un compartimento y que no iba a permitir que viajara de forma menos confortable con él.
A las siete en punto, la familia Wheeler salía en los dos coches que estaban esperando junto al molino de viento. El señor Wheeler conducía el gran Cadillac y Ralph llevó a Mahailey y a Dan en el Ford. Cuando llegaron a la casa, el jardín estaba ya repleto de coches negros y el porche y los salones llenos de gente hablando y yendo de un lado a otro.
Claude fue directamente al piso de arriba. Ralph comenzó a sentar a los invitados, colocando las sillas plegables de tal forma que quedara un pasillo desde los pies de las escaleras hasta el arco floral que había construido esa mañana. El predicador tenía la Biblia en la mano y estaba de pie bajo la luz, buscando el capítulo correspondiente. Enid hubiera preferido que el señor Weldon hubiera bajado de Lincoln para que la casara, pero eso hubiera herido profundamente al señor Snowberry. Después de todo, él era su pastor, aunque no fuese tan elocuente y convincente como Arthur Weldon. Conocía menos palabras que la mayoría de los seres humanos y ni siquiera las que usaba le salían con facilidad. En el púlpito, las buscaba y luchaba con ellas hasta que las gotas de sudor rodaban por su frente y llegaban hasta su tosca y enmarañada barba marrón. Pero creía lo que decía y su capacidad para expresarse era tan limitada que no se sentía tentado a decir más cosas de las que creía. Había sido tambor durante la guerra civil, en el bando de los perdedores, y era un hombre sencillo y valiente.
Ralph iba a ser el encargado de recibir a los invitados y el padrino. Gladys Farmer no pudo ser una de las damas de honor porque iba a tocar la marcha nupcial. A las ocho en punto, Enid y Claude bajaron las escaleras, juntos, guiados por Ralph y seguidos por cuatro jóvenes vestidas de blanco, como la novia. Ocuparon su lugar bajo el arco ante el predicador. Este empezó con un capítulo del Génesis sobre la creación del hombre y la costilla de Adán, leyéndolo torpemente, como si no supiera realmente por qué había seleccionado ese pasaje y estuviera buscando algo que no encontrara. Sus quevedos no dejaban de resbalarse y caerse encima del libro abierto. Durante esta prolongada desastrosa lectura, Enid permaneció en calma, mirándole con respeto, muy guapa con su velo corto. Claude estaba tan pálido que su aspecto resultaba casi artificial, nadie le había visto así antes. Su cara, entre su traje tan oscuro y su pelo suave y rojizo, estaba blanca y seria y pronunciaba sus respuestas con una voz apagada. Mahailey, en la parte de atrás de la habitación, con un sombrero negro con grosellas espinosas en él, estaba de pie, para no perderse nada. Observaba al señor Snowberry como si esperase captar algún signo del milagro que estaba llevando a cabo. Siempre se había preguntado qué hacía el predicador para convertir el mayor error del mundo en el mayor acierto del mundo.
Cuando terminó, Enid subió al piso de arriba para ponerse su vestido para el viaje y Ralph y Gladys empezaron a sentar a los invitados para la cena. Solo veinte minutos después, bajó Enid y ocupó su lugar junto a Claude a la cabecera de la larga mesa. Los invitados se levantaron y brindaron por la salud de la novia con ponche de uva. El señor Royce, sin embargo, mientras los invitados estaban siendo sentados, había llevado al señor Wheeler a la bodega, donde los dos viejos amigos bebieron un vaso de un añejo whisky de Kentucky y se estrecharon las manos. Cuando regresaron a la mesa, con un aspecto más rejuvenecido que cuando se retiraron, el predicador percibió el olor acre del licor y se sintió menospreciado. Miraba desconsoladamente a su rojiza copa de vino y pensaba en las bodas de Caná. Trataba de aplicar la Biblia literalmente a la vida y aunque no se hubiera atrevido a expresarlo en voz alta en esos días, nunca pudo entender por qué él era mejor que su Señor.
Ralph, como maestro de ceremonias, mantuvo la calma y no se olvidó de nada. Cuando llegó el momento de empezar, le dio un golpecito a Claude en el hombro, interrumpiendo a su padre en una de sus mejores historias. Al contrario de lo habitual, la pareja nupcial iría a la estación sin que les acompañaran, así que desaparecieron de la cabecera de la mesa con un simple gesto de cabeza y una sonrisa a los invitados. Ralph les urgió a meterse en el coche donde ya había guardado el equipaje de mano de Enid. Solo la arrugada y menuda señora Royce se escapó de la cocina para decirles adiós.
Aquella noche unos gamberros habían salido del pueblo y habían sembrado la carretera cerca del molino de docenas de botellas rotas, para después esconderse detrás del ciruelo salvaje a esperar la diversión. El de Ralph fue el primer coche que se salió y, aunque sus luces hacían relucir esta cama de cristales puntiagudos, no hubo tiempo de parar. La carretera tenía cunetas a ambos lados así que tuvo que seguir adelante y llegó a Frankfort con los neumáticos deshinchados. El expreso estaba silbando justo cuando llegaban a la estación; él y Claude cogieron las cuatro maletas de mano y las colocaron en el compartimento. Tras dejar a Enid allí con ellas, los dos muchachos fueron a la plataforma posterior, al vagón panorámico, a hablar hasta que saliera el tren. Ralph repasó con los dedos de la mano la lista de cosas que le había prometido a Claude atender. Claude se lo agradeció con profunda emoción, sentía que sin Ralph nunca hubiera podido casarse. No habían sido jamás tan buenos amigos como en los últimos quince días.
Las ruedas comenzaron a girar. Ralph apretó la mano de Claude, corrió al principio del coche y se bajó. Cuando Claude pasó a su lado, estaba de pie agitando su pañuelo; a la luz de la estación, resultaba algo cómico con su traje negro y su rígido sombrero de paja, las piernas cortas bien separadas y su incurable aire desenfadado.
El tren se deslizaba silenciosamente hacia la oscuridad del verano, a lo largo del valle arbolado del río. Claude estaba solo en la plataforma posterior, fumando un puro, nervioso. Cuando pasaron el profundo corte donde el Lovely Creek desembocaba en el río, vio a lo lejos, durante un instante, el destello de las luces de la casa del molino. La brisa de la noche estaba en calma, cargada de la dulce fragancia del meliloto que crecía a lo largo de los raíles y de las parras salvajes húmedas por el rocío. El revisor vino a pedir los billetes y le dijo, con una prudente sonrisa, que había estado buscándole por todas partes, ya que no había querido molestar a la señora.
Después de que se fuera, Claude miró su reloj, tiró lo que le quedaba del puro y regresó recorriendo los vagones. Los pasajeros se habían ido a la cama, siempre bajaban la intensidad de las luces del techo cuando el tren dejaba Frankfort. Se abrió paso a través de los pasillos de oscilantes cortinas verdes y golpeó suavemente la puerta de su compartimento. Se abrió un poco y allí estaba Enid, de pie, con una bata de seda blanca con muchos volantes y el pelo en dos suaves trenzas sobre sus hombros.
—Claude —dijo en voz baja—, ¿te importaría buscarte un compartimento en otra parte del vagón esta noche? El mozo dijo que no están todos ocupados. No me encuentro muy bien, creo que el aliño de la ensalada de pollo estaba demasiado fuerte.
Él contestó de forma mecánica.
—Sí, por supuesto. ¿Quieres que te traiga algo?
—No, gracias. Dormir me va a sentar mejor que cualquier otra cosa. Buenas noches.
Ella cerró la puerta y él oyó correr el pestillo. Se quedó de pie mirando la pulida madera del panel de la puerta durante un instante. Entonces se volvió, indeciso, y regresó por el ligeramente oscilante pasillo de cortinas verdes. En el vagón panorámico se tendió sobre dos sillas de mimbre y encendió otro puro. A las doce en punto, entró el mozo.
—Este vagón se cierra durante la noche, señó. ¿Es usté el caballero del compartimento en el catorce? ¿Quiere uno inferior?
—No, gracias. ¿Hay coche para fumadores?
—‘Stá el vagón de tercera para fumaores, pero probablemente no esté muy limpio a esta hora de la noche.
—No importa. ¿Está en la parte delantera? —Claude le dio distraídamente una moneda y el mozo le condujo hasta un coche bastante sucio: había periódicos y colillas esparcidos por el suelo y los cojines de piel estaban grises de polvo. Además, había unos cuantos hombres de aspecto estrafalario tumbados, sin zapatos, y con los tirantes colgando por detrás de la espalda. Al verlos se acordó de que tenía el pie izquierdo muy dolorido y de que sus zapatos debían de llevar un buen rato haciéndole daño. Se los quitó con dificultad y hundió los pies, con los calcetines de seda, en el asiento de enfrente.
En ese largo, sucio e incómodo viaje, Claude sintió muchas cosas pero el sentimiento predominante era la nostalgia. El dolor era tal que le hacía volver con una especie de penosa cobardía a aquellas cosas viejas y familiares en las que se sentía tan seguro como seguro era el amanecer. ¡Si la llanura de artemisas, sobre la cual las estrellas estaban brillando, pudiera de repente deshacerse y convertirse en las serpenteantes curvas del Lovely Creek, con la casa de su padre en la colina, oscura y silenciosa en la noche de verano…! Cuando cerró los ojos pudo ver la luz de la ventana de su madre y, más abajo, el resplandor de la lámpara de Mahailey, sentada dando cabezadas y remendando sus viejas camisas. El amor del ser humano era algo maravilloso, se dijo a sí mismo, y era mucho más maravilloso cuando no se espera nada a cambio.
Por la mañana, la tormenta de ira, decepción y humillación que bullía en su interior cuando se sentó en el vagón panorámico había desaparecido. Quedaba una cosa: el tono de voz peculiarmente superficial, indiferente y desinteresado de su mujer cuando le había mandado ir a dormir a otro sitio. Era el tono apagado en el que la gente hace comentarios triviales sobre cosas triviales.
El día amaneció con un resplandor plateado sobre la salvia de verano. El cielo se puso rosa; la arena, dorada. La brisa trajo, a través de las ventanas, el olor acre de la artemisa: un olor que es peculiarmente estimulante por la mañana temprano, cuando parece prometer siempre libertad: grandes espacios, nuevos comienzos, mejores días.
El tren tenía previsto llegar a Denver a las ocho en punto. Exactamente a las siete y media, Claude llamó a la puerta de Enid, esta vez con firmeza. Estaba vestida y le recibió con el rostro fresco y sonriente y con el sombrero en la mano.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó él.
—¡Oh, sí! Me encuentro perfectamente esta mañana. Te he colocado todas tus cosas; están allí, sobre el asiento.
Él las miró.
—Gracias, pero me temo que no voy a tener tiempo de cambiarme.
—¿No? Vaya, siento mucho haberme olvidado de darte tu bolsa anoche. Pero debes ponerte otra corbata, al menos. Aún vas vestido de novio.
—¿Sí? —preguntó, haciendo una mueca casi imperceptible.
Todo lo que necesitaba estaba cuidadosamente colocado sobre el asiento de felpa: una camisa, un cuello, una corbata, un cepillo, incluso un pañuelo. Tiró los que llevaba en su bolsillo, que estaban negros de quitarse el polvo de la carbonilla que se había estado colando en el vagón durante toda la noche y cogió el limpio. Tenía una mancha húmeda y, al desdoblarlo, reconoció la fragancia de una colonia que Enid usaba a menudo. Por alguna razón, estas atenciones le desarmaron. Sintió que los ojos le escocían y se llenaban de lágrimas y, para ocultarlas, se inclinó sobre la palangana de metal y empezó a frotarse la cara. Enid estaba de pie junto a él, colocándose el sombrero delante del espejo.
—Hueles terriblemente a tabaco, Claude. ¿No habrás fumado antes del desayuno?
—No, estuve en el vagón de fumadores un buen rato. Supongo que mis ropas cogieron mucho olor.
—¡Estás cubierto de polvo y carbonilla también! —cogió el cepillo para la ropa del portaequipajes y empezó a pasárselo.
Claude le cogió la mano.
—¡No, por favor! —dijo bruscamente—. El mozo puede ocuparse de eso.
Enid le observaba furtivamente mientras cerraba y ajustaba las correas de su maleta. Había oído muchas veces que los hombres estaban de mal humor antes del desayuno.
—¿Estás segura de que no olvidas nada? —preguntó Claude antes de cerrar la maleta de ella.
—Sí. Nunca me dejo nada en los trenes, ¿tú sí?
—A veces —contestó con cautela, sin levantar la vista mientras ajustaba bruscamente los cierres de la maleta.