Enid decidió que se casarían en la primera semana de junio. A principios de mayo los obreros empezaron a trabajar en el enyesado y la pintura de la nueva casa. Las paredes quedaron relucientes y Claude se pasaba todo el día engrasando y puliendo los suelos de pino amarillo y los revestimientos. Odiaba tener a todo el mundo pisando sus suelos. Plantó las calabaceras en el porche de atrás, dispuso las clemátides y las lilas y preparó la tierra para hacer un huerto. Enid y él iban a ir a Denver y a Colorado Springs durante su viaje de novios, pero como Ralph estaría en casa para entonces, se había comprometido a pasarse para regar las flores y los arbustos si el tiempo era muy seco.
Enid a menudo se traía su labor y se sentaba a coser en el porche de delante mientras Claude pulía toda la madera en el interior de la casa, o cavaba y plantaba en el exterior. Esta fue la mejor parte de su noviazgo, a Claude le parecía que jamás había pasado unos días más felices. Si Enid no iba, se quedaba mirando hacia la carretera, pendiente de cualquier sonido; pasaba de una cosa a otra sin avanzar nada. Se sentía lleno de energía mientras ella se sentara allí, en el porche, con encajes y lazos y muselina en su regazo. Cuando pasaba por delante al entrar o al salir de la casa y se detenía para estar cerca de ella durante un instante, Enid parecía alegrarse de que lo hiciera. Le gustaba que él admirara su bordado y no dudaba en enseñarle las puntillas y el bordado que estaba cosiendo en su nueva ropa interior nueva. Él intuía, por las miradas que intercambiaban, que los pintores consideraban que su comportamiento era demasiado atrevido para alguien que pronto se convertiría en una novia. A él, en cambio, le parecía que era encantador, aunque nunca lo hubiera esperado de Enid. Su corazón latía con fuerza cuando se daba cuenta hasta qué punto confiaba en él, ¡lo poco que la intimidaba! Ella le permitía quedarse allí, de pie, a su lado, observando sus rápidos dedos o sentado en el suelo a sus pies, mirando fijamente la muselina prendida con alfileres a su rodilla, hasta que su propio sentido del decoro le decía que continuara con su trabajo ignorando las opiniones de los pintores.
—¿Cuándo vas a venir conmigo hasta los árboles madereros? —preguntó Claude, dejándose caer en el suelo junto a ella, en una tarde cálida y ventosa. Enid estaba sentada en el suelo del porche, con la espalda apoyada contra una columna y los pies sobre una de esas matas redondas de verdolaga que crecen en la tierra batida—. He vuelto a ver a mi bandada de codornices. Viven entre la hierba alta, junto a una acequia que tiene agua la mayor parte del año. Voy a plantar un par de filas de guisantes allí, para que tengan comida cerca; creo que el maizal de Leonard es un gran peligro, no sé si fiarme de él o no.
—Se lo has contado a Ernest Havel, supongo.
—¡Oh, sí! —contestó Claude tratando de no darse cuenta del leve tono de acritud en la voz de ella—. En él se puede confiar plenamente. Ese sitio es un paraíso para los pájaros. Los árboles están llenos de nidos. Si estás allí por la mañana puedes escuchar a los jóvenes petirrojos graznando por su desayuno. Sube pronto mañana por la mañana y ven conmigo, ¿vale? Pero lleva zapatos resistentes, hay mucha humedad entre la hierba alta.
Mientras estaban hablando, un torbellino repentino se levantó a la vuelta de la esquina de la casa, alcanzó el pequeño montón de los cubrecorsés de encaje doblados y los esparció por el polvoriento jardín. Claude corrió tras ellos con el floreado neceser de costura de Enid para meter dentro cada cubrecorsé, a medida que se los encontraba ondeando en la hierba. Cuando regresó, Enid había guardado su alfiletero y se estaba poniendo el sombrero.
—Gracias —dijo con una sonrisa—, ¿encontraste todo?
—Eso creo —se apresuró hacia el coche para esconder su cara de culpabilidad: Claude se había guardado en el bolsillo un pequeño trozo de encaje, en lugar de meterlo en la bolsa.
A la mañana siguiente, Enid llegó temprano para escuchar a los pájaros en los árboles madereros.