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Era una tarde de domingo y Claude había bajado a la casa del molino, ya que Enid y su madre habían regresado de Michigan el día anterior. La señora Wheeler, recostada en una mecedora, estaba leyendo, y el señor Wheeler, en mangas de camisa, con el cuello de la camisa de los domingos desabrochado, estaba sentado a su buró de nogal, entreteniéndose con las columnas de números. En ese momento, se levantó y bostezó, estirando los brazos por encima de su cabeza.

—Claude quiere empezar a construir inmediatamente, arriba junto a los árboles madereros. He estado echando cuentas sobre la madera. Los materiales de construcción estás baratos justo ahora, así que creo que lo mejor es que le deje seguir adelante con ello.

La señora Wheeler levantó la mirada del papel distraídamente.

—Bueno, yo también lo creo.

Su marido se sentó a horcajadas en una silla y, apoyando los brazos en el respaldo, la miró.

—¿Qué piensas de esta unión, por cierto? No recuerdo que me lo hayas dicho.

—Enid es una joven buena y cristiana… —empezó la señora Wheeler con resolución, pero su frase quedó en el aire como una pregunta.

Él se movió impacientemente.

—Sí, lo sé pero ¿qué hace que un chico fornido como Claude quiera escoger a una chica como esa? Venga, Evangeline, ¡se volverá a repetir la misma historia que con su madre!

Al parecer, estos recelos no eran nuevos para la señora Wheeler, ya que alargó la mano para detenerle y susurró con solemne agitación:

—¡No digas nada! ¡Ni respires!

—Oh, ¡no me entrometeré! Nunca lo hago. Desde luego, la prefiero como nuera que como esposa. Claude es más tonto de lo que yo le consideraba —cogió su sombrero y bajó dando un paseo hasta el granero, pero su mujer no recobró la compostura tan fácilmente. Se levantó de la silla en la que se había instalado con la esperanza de encontrarse cómoda, cogió un plumero y empezó a recorrer como una loca la habitación, cepillando la superficie de los muebles. Cuando las noticias de la guerra eran malas, o cuando se sentía preocupada por Claude, se ponía a limpiar la casa o a revisar los armarios, agradecida por ser capaz de poner las pequeñas cosas en orden en un mundo tan caótico.

Tan pronto como se terminó la siembra de otoño, Claude fue a la ciudad a buscar poceros para perforar su nuevo pozo y, mientras ellos trabajaban, comenzó a cavar el sótano. Estaba construyendo su casa en un tramo nivelado, junto a los árboles madereros de su padre, porque cuando era un niño pensaba que esa arboleda era el sitio más hermoso del mundo. Era un cuadrado de unos treinta acres, situado entre fresnos, arces y álamos, con una espesa morera en el lado sur. Los árboles se habían desatendido en los últimos años, pero si él se instalaba allí arriba podría podarlos y cuidarlos en los ratos libres.

Ahora, cada mañana, se levantaba y subía rápidamente en su Ford para trabajar en su sótano. Había oído que cuanto más profundo era un sótano, mejor, y él pretendía que este fuera lo suficientemente profundo. Un día Leonard Dawson paró a ver los progresos que estaba haciendo. De pie junto al borde del agujero, gritó al chico, que estaba sudando abajo:

—Dios, Claude, ¿para qué quieres un sótano tan profundo como este? ¡Cuando a tu mujer se le ocurra la idea de ir a China, puedes abrir una trampilla y meterla dentro!

Claude soltó la azada y subió corriendo la escalera.

—A Enid no se le van a ocurrir tales ideas —dijo con ira.

—Bueno, no tienes que enfadarte. Me alegra oírlo, lamenté que la otra chica se fuera. Siempre me pareció que Enid tenía claro lo de China, pero no la he visto desde hace bastante tiempo, desde que se fue a Michigan con la señora.

Después de irse Leonard, Claude volvió a su trabajo, todavía molesto. Por dentro, no estaba totalmente tranquilo con respecto a Enid. Cuando bajaba al molino, era normalmente el señor Royce, no Enid, quien buscaba entretenerlo, le seguía por el camino hasta la puerta y parecía lamentar verlo irse. No podía culpar a Enid de falta de interés en lo que él estaba haciendo: ella no hablaba ni pensaba en otra cosa que no fuera la casa nueva, y la mayoría de sus sugerencias eran buenas. A menudo, él deseaba que le pidiese algo poco razonable, un derroche. No tenía caprichos egoístas, e incluso insistía en que el cómodo dormitorio del piso de arriba que él había diseñado con tanto cuidado se debía reservar como habitación de invitados.

A medida que la casa comenzó a tomar forma, Enid subía a menudo en su coche para ver cómo avanzaba, para enseñarle a Claude muestras de papel para las paredes y telas o el diseño para un asiento de ventana que había recortado de alguna revista. Su orgullo por cada detalle era incuestionable. Lo decepcionante era que parecía más interesada en la casa que en él. Estos meses, en los que podían estar juntos tanto como quisieran, ella los consideraba solamente un periodo de tiempo en el que estaban construyendo una casa.

Todo se arreglaría cuando estuvieran casados, se decía Claude a sí mismo. Él creía en el poder transformador del matrimonio de la misma manera que su madre creía en los efectos milagrosos de la conversión. El matrimonio reduce a todas las mujeres al común denominador, transforma a una muchacha fría y satisfecha de sí misma en una mujer cariñosa y generosa. Estaba bien que Enid no fuera consciente ahora de todo lo que iba a ser cuando fuera su mujer. Se decía a sí mismo que no querría que fuera de otra manera.

Pero se sentía solo igualmente. Colmaba a la pequeña casa de todos los preciados cuidados que Enid parecía no necesitar. Estaba encima de los carpinteros, instándoles a que acabaran los armarios y los aparadores con la mayor delicadeza, indicándoles el lugar adecuado de las baldas, de las juntas de los alféizares y las cubiertas. A menudo se quedaba por la noche hasta tarde, después de que los obreros con sus ruidosas botas se hubiesen ido a casa a cenar. Se sentaba en una viga o en el esqueleto del porche de arriba y casi se perdía en sus pensamientos dándoles vueltas y anticipando cosas que parecían más lejanas que nunca. La luz agonizante, las silenciosas estrellas que iban saliendo eran una compañía agradable y comprensiva. Una noche, un pájaro entró volando y revoloteó frenéticamente entre todos los tabiques, chillando asustado antes de salir a toda velocidad hacia el atardecer a través de una de las ventanas de arriba y encontrar el camino hacia su libertad.

Cuando los carpinteros estaban a punto de poner la escalera, Claude telefoneó a Enid y le pidió que viniera para que les mostrara la altura a la que quería que hicieran los peldaños. Su madre siempre había tenido que subir escaleras que eran demasiado empinadas. Enid detuvo el coche en el Frankfort High School a las cuatro en punto y convenció a Gladys Farmer para que la acompañara.

Cuando llegaron, encontraron a Claude trabajando en el enrejado del porche de atrás.

—Claude es como Jonás —rio Enid—, quiere plantar calabaceras aquí, de forma que crezcan sobre el enrejado y hagan sombra. Se me ocurren muchas otras enredaderas que serían más decorativas.

Claude dejó el martillo y dijo con tono persuasivo:

—¿Has visto alguna vez una calabacera cuando tiene algo a lo que enredarse, Enid? No creerías lo hermosa que es: calabazas y flores amarillas colgando por entre grandes hojas verdes al mismo tiempo. Una anciana alemana que tiene un pequeña cafetería en una de esas estaciones de camino a Lincoln las tiene creciendo en su porche de atrás, y he querido plantarlas desde que las vi.

Enid sonrió con indulgencia.

—Bueno, supongo que al menos me dejarás tener clemátides en el porche delantero. Los hombres se están preparando para marcharse, así que mejor veamos lo de los escalones.

Después de que los obreros se hubiesen ido, Claude llevó a las chicas arriba por la escalera de mano. De una pequeña entrada fueron a dar a una gran habitación que abarcaba tanto el salón delantero como el trasero. Los carpinteros la llamaban «la sala de billar». Había dos ventanas alargadas, como puertas, que daban al tejado del porche y en el techo inclinado había dos ventanas abuhardilladas, una orientada hacia el norte, hacia los árboles madereros, y la otra hacia el sur, hacia Lovely Creek. Gladys se sintió de inmediato cautivada por esta habitación, vacía y sin enyesar como estaba.

—¡Qué habitación más hermosa! —exclamó.

Claude aceptó el comentario con entusiasmo.

—¿Verdad que sí? Verás mi idea es dejar la segunda planta para nosotros en lugar de dividirla en pequeñas habitaciones cuadradas, como hace normalmente la gente. Podemos subir aquí y olvidarnos de la granja, de la cocina y de todos nuestros problemas. He hecho un gran armario para cada uno de nosotros y tengo todo pensado. ¡Y ahora Enid quiere reservar esta habitación para los predicadores!

Enid se rio.

—No solo para los predicadores, Claude, para Gladys cuando venga a visitarnos, ya ves que le gusta, y para tu madre cuando venga a pasar una semana de descanso. No creo que debamos escoger la mejor habitación para nosotros.

—¿Por qué no? —argumentó Claude con vehemencia—. Estoy construyendo la casa entera para nosotros. Vente fuera, al tejado del porche, Gladys. ¿No es estupendo para las noches calurosas? Quiero poner una barandilla alrededor y convertirlo en una terraza donde podamos tener sillas y una hamaca.

Gladys se sentó en el alféizar de la ventana.

—Enid, sería una tontería dejar esta habitación para los invitados. Nadie la va a disfrutar tanto como vosotros. Puedes ver toda la región desde aquí.

Enid sonrió pero no mostró ningún indicio de que fuera a ceder.

—Esperemos para ver la puesta de sol. Ten cuidado, Claude, me pone nerviosa verte ahí tumbado.

Se había estirado en el borde del tejado, una pierna colgando y la cabeza apoyada sobre su brazo. Los llanos campos se volvieron rojos, los distantes molinos de viento eran destellos blancos y pequeñas nubes rosadas aparecieron en el cielo sobre ellos.

—Si convierto esto en una terraza —murmuró Claude—, el pico del tejado siempre proyectará una sombra sobre ella por las tardes y por las noches las estrellas estarán justo encima de nuestras cabezas. Será un lugar estupendo para dormir durante la cosecha.

—Oh, siempre puedes subir a dormir aquí en una noche calurosa —dijo rápidamente Enid.

—No sería lo mismo.

Se quedaron sentados viendo cómo iba desapareciendo la luz en el cielo y Enid y Gladys se acercaron la una a la otra a medida que comenzaba a notarse el fresco de la noche otoñal. Los tres amigos estaban pensando en lo mismo y, sin embargo, si por algún tipo de hechizo cada uno hubiera empezado a contar sus pensamientos en voz alta, la sorpresa y la amargura se habrían posado sobre ellos. Las reflexiones de Enid eran las más inocentes. La discusión sobre la habitación de invitados le había recordado al hermano Weldon. En septiembre, de camino a Michigan con la señora Royce, se había detenido durante un día en Lincoln para recibir consejo de Arthur Weldon acerca de si debía o no casarse con alguien a quien ella había descrito como «un hombre no salvado». El joven señor Weldon abordó este tema con cautela, pero cuando supo que el hombre en cuestión era Claude Wheeler, se volvió más parcial de lo que era su costumbre. Parecía pensar que el que ella se casara con Claude era la única manera de recuperarle y no dudó en decir que el servicio más importante que las chicas devotas pueden llevar a cabo por la Iglesia es acercar a un joven prometedor a la misma. Enid había estado casi segura de que el señor Weldon aprobaría su modo de actuar antes de consultarle, pero su conformidad siempre satisfacía el orgullo de la joven. Le dijo que, cuando tuviera una casa de su propiedad, esperaba que pasara una parte de las vacaciones de verano allí, y él expresó candorosamente su intención de hacerlo así.

Gladys también estaba perdida en sus propios pensamientos, sentada con esa naturalidad que la hacía parecer más bien indolente, su cabeza descansando contra el marco desnudo de la ventana, mirando el sol poniente. La luz rosada hacía que sus ojos castaños brillaran como el cobre viejo y tenían una expresión melancólica, como si en su mente la joven estuviera desafiando algo. Cuando por casualidad la miró, Claude pensó que debía de ser muy duro estar destinada a ser la persona excepcional de la comunidad, ser más talentoso o más inteligente que el resto. Para una chica debía de ser el doble de duro. Se incorporó de repente y rompió el largo silencio.

—Me olvidaba, Enid, tengo que contarte un secreto. El otro día, en la zona de los árboles madereros, sorprendí a una bandada de codornices. Deben de ser las únicas que queden en todo este vecindario, y dudo que alguna vez salgan de esos árboles. La poa no se ha cortado en tres años, no desde que me fui a la universidad, y quizá viven de las semillas de la hierba. En verano por supuesto, están las moreras.

Enid se preguntaba si los pájaros podrían haber aprendido tanto del mundo como para haberse quedado escondidos en un montón de madera. Claude estaba seguro de que sí.

—Nadie pasa cerca de ese lugar excepto padre, él viene por aquí a veces. Quizá las haya visto y nunca dijo nada. Sería muy propio de él —les contó que había esparcido maíz sin cáscara por la hierba para que los pájaros no estuvieran tentados a salir volando hacia el maizal de Leonard Dawson—. Si Leonard las ve, probablemente les pegue un tiro.

—¿Por qué no le pides que no lo haga? —sugirió Enid.

Claude se rio.

—Eso sería pedir demasiado. Un grupo de codornices que sale volando de un maizal es una imagen tremendamente tentadora para un hombre al que le guste cazar. Prepararemos un picnic para ti cuando vengas el próximo verano, Gladys. Hay algunos lugares hermosos por allí, entre los árboles madereros.

Gladys se levantó.

—¡Vaya, ya es de noche! Se está muy bien aquí, pero debes llevarme a casa, Enid.

Encontraron el interior oscuro. Claude ayudó a Enid a bajar por la escalera y la acompañó hasta su coche, y después volvió a por Gladys. Estaba sentada en el suelo, en lo alto de la escalera. Le dio la mano y la ayudó a levantarse.

—Así que te gusta mi casita —dijo agradecido.

—¡Sí, ya lo creo! —su voz vibraba por la emoción, pero no se esforzó en decir más. Claude bajó delante de ella para evitar que se resbalara. Ella se quedaba rezagada mientras él la guiaba a través de confusas puertas y la ayudaba a pasar las pilas de listones esparcidos por el suelo. En el borde de la entrada abierta del sótano, ella se detuvo y se apoyó con cansancio sobre el brazo de él durante un instante. No hablaba, pero él comprendió que su nueva casa la entristecía, que ella también había llegado a ese lugar donde debía abandonar el camino conocido. Estaba deseando susurrarle y suplicarle que no se casara con su hermano. Se entretuvo un rato y vaciló, buscando a tientas en la oscuridad. Ella tenía el mismo tipo de maldita sensibilidad que él: esperaba demasiado de la vida y se decepcionaría. Era reacio a llevarla afuera, a la fría noche, sin unas palabras de súplica. Habría prolongado, por propia voluntad, su travesía a través de las muchas puertas y pasillos. Quizá, si eso hubiera sido posible, sus fuerzas hubieran dado con lo que estaban buscando; incluso en este breve intervalo, se habían despertado y habían dado señales de su presencia, habían pronunciado una petición confusa. Claude estaba enormemente sorprendido de sí mismo.