Enid y la señora Royce se habían marchado al sanatorio de Michigan donde pasaban parte del verano cada año, y no volverían hasta octubre. Claude y su madre centraron toda su atención en los partes de guerra. Día tras día, durante las dos primeras semanas de agosto, las desconcertantes noticias procedentes de todos los pequeños pueblos llegaban hasta las granjas más apartadas.
A mediados de mes, llegó la información sobre la caída de los fuertes en Lieja, bombardeados durante nueve días y finalmente reducidos en unas pocas horas con los cañones que surgían desde detrás, armas que evidentemente podían destruir cualquier fortificación que se hubiera construido o podido construir jamás. Incluso para esta gente tranquila que cultivaba trigo, los cañones ante Lieja eran una amenaza, no para su seguridad o sus bienes, sino para su establecida y cómoda forma de pensar. Los cañones supusieron la introducción en la guerra de una fuerza superior a la humana que después causaría, repetidamente, los mismos efectos que los desastres naturales tan imprevisibles como los maremotos, los terremotos o las erupciones de los volcanes.
El día veintitrés llegaron las noticias de la caída de los fuertes en Namur de nuevo advirtiendo de que un poder de destrucción sin precedentes había quedado suelto en el mundo. Unos cuantos días después, la noticia de la destrucción de la antigua y pacífica sede del conocimiento en Louvain dejó claro que esta fuerza se estaba dirigiendo hacia fines increíbles. Para entonces, también, en los periódicos abundaban las referencias a la aniquilación de población civil. Algo nuevo, y ciertamente malvado, estaba operando entre la humanidad. Nadie estaba preparado para darle un nombre. Ninguna de las manidas palabras para describir el comportamiento del ser humano parecía adecuada. Los epítetos asociados con el nombre de «Atila» eran demasiado personales, demasiado dramáticos, estaban demasiado impregnados de las antiguas y conocidas pasiones humanas.
Una tarde de la primera semana de septiembre, la señora Wheeler estaba en la cocina haciendo pepinillos en vinagre cuando escuchó el coche de Claude volviendo de Frankfort. Entró de repente, dejando que la mosquitera se cerrara de golpe tras él, y lanzó un fardo de periódicos sobre la mesa.
—¿Qué le parece, madre? ¡Los franceses han trasladado la sede del gobierno a Burdeos! Evidentemente, no creen que puedan conservar París.
La señora Wheeler se secó la pálida y sudorosa cara con el dobladillo de su delantal y se sentó en la silla más próxima.
—¿Quieres decir que París ya no es la capital de Francia? ¿Es posible?
—Eso es lo que parece. Aunque los periódicos dicen que es una medida preventiva.
Ella se levantó.
—Subamos a consultar el mapa. No recuerdo exactamente dónde está Burdeos. Mahailey, no dejes que el vinagre se queme, ¿de acuerdo?
Claude la siguió a la sala de estar donde su nuevo mapa colgaba de la pared sobre el sofá. Apoyada contra el respaldo de una mecedora de mimbre, comenzó a mover la mano sobre la reluciente superficie de brillantes colores, murmurando:
—Sí, aquí está Burdeos, más bien hacia el sur, y aquí está París.
Claude, detrás de ella, miraba por encima de su hombro.
—¿Cree que le van a entregar su ciudad a los alemanes como si fuera un regalo de Navidad? Yo pienso que antes la quemarían, del mismo modo que los rusos hicieron en Moscú. Ahora podrían hacer algo mejor que eso, ¡podrían dinamitarla!
—No digas esas cosas —la señora Wheeler se dejó caer sobre la honda silla de mimbre y se dio cuenta de que estaba muy cansada, ahora que había dejado la cocina y el calor de los fogones. Empezó a mover débilmente el abanico de palma delante de su cara—. Dicen que es una ciudad muy hermosa. A lo mejor los alemanes la perdonan, como hicieron con Bruselas. A estas alturas deben de estar hartos de tanta destrucción. Coge la enciclopedia y mira a ver qué pone. Me he dejado las gafas abajo.
Claude trajo un volumen de la estantería y se sentó en el sofá. Empezó:
—«París, la capital de Francia y el departamento del Sena», ¿me salto la historia?
—No, léelo todo.
Se aclaró la garganta y prosiguió:
—«En su primera aparición en la historia, no había nada que presagiara el importante papel que París iba a interpretar en Europa y en el mundo…».
La señora Wheeler se mecía y abanicaba, olvidando la cocina y los pepinos, como si nunca hubiesen existido. Descansaba su cuerpo agotado mientras su mente, que nunca estaba cansada, se mantenía ocupada con el relato de las primeras construcciones religiosas bajo el mando de reyes merovingios. Sus ojos siempre estaban entretenidos cuando se posaban en el cuello moreno y los anchos hombros de su pelirrojo hijo.
Claude leía cada vez más rápido, hasta que se detuvo para tomar aire.
—Madre, ¡hay páginas enteras sobre reyes! Leeremos esto en otro momento. Quiero averiguar cómo están las cosas ahora y si su historia va a continuar —recorrió con el dedo las columnas de arriba abajo—. Aquí, esto parece interesante: «Defensas: París, en un informe alemán reciente sobre las grandes fortalezas del mundo, posee tres anillos de defensa distintos» —aquí se interrumpió—. ¿Y qué le parece esto? Un informe alemán y ¡esto es un libro inglés! El mundo simplemente se ha equivocado con los alemanes desde el primer momento. Es como si invitáramos a venir a un vecino y le mostráramos nuestro ganado y nuestros graneros y se pasara todo el tiempo planeando cómo venir por la noche y aporrearnos en nuestras camas.
La señora Wheeler se pasó la mano por la frente.
—Sin embargo, hemos tenido muchos vecinos alemanes y ninguno que no fuera amable y servicial.
—Lo sé. Todo lo que la señora Erlich me contó sobre Alemania me hizo querer ir allí. Y esos mismos hombres que cantan hermosas canciones sobre mujeres y niños invadieron los pueblos belgas y…
—¡No, Claude! —su madre extendió las manos como para hacer retroceder las palabras—. Lee sobre las defensas de París, eso es en lo que debemos pensar ahora. No puedo hacer otra cosa que creer que hay un solo fuerte que los alemanes no pusieron en su libro y que resistirá. Sabemos que París es una ciudad cruel pero debe de haber mucha gente temerosa de Dios allí y Dios la ha preservado todos estos años. Viste en los periódicos que las iglesias están llenas de mujeres rezando —se inclinó hacia delante y le sonrió con indulgencia—. ¿Y crees que esas oraciones no van a conseguir nada, hijo?
Claude se revolvió en su butaca, como siempre que su madre tocaba ciertos temas.
—Bueno, verá, no puedo olvidar que los alemanes también están rezando. Y supongo que son de naturaleza más pía que los franceses —abrió el libro de nuevo y una vez más siguió—: «De nuevo a nivel del mar, en la parte más estrecha de la gran curva del Marne…».
Claude y su madre ya se habían familiarizado con el nombre de ese río y con la idea de su importancia estratégica antes de que empezara a destacar en los negros titulares unos pocos días después.
Las tareas de labranza de otoño habían comenzado como de costumbre. El señor Wheeler había decidido sembrar de nuevo seiscientos acres de trigo. Pasara lo que pasase al otro lado del mundo, necesitarían pan. Cogió él mismo una tercera pareja de caballos para ir a los campos cada mañana a ayudar a Dan y a Claude. Los vecinos decían que nadie excepto el Káiser podría haber sido capaz de hacer que Nat Wheeler volviera al trabajo cotidiano.
Como los hombres estaban todos en el campo, la señora Wheeler iba ahora todas las mañanas al buzón en el cruce, a un cuarto de milla, para coger los periódicos de Omaha y Kansas City del día anterior que dejaba el mensajero. Con tantas ansias por saber, abría los periódicos y empezaba a leerlos mientras volvía a casa y sus pies, nunca demasiado seguros, trazaban un sinuoso camino entre girasoles y plantas solanáceas. Una mañana, de hecho, se sentó sobre un banco de hierba rojiza junto al camino y leyó todas las noticias sobre la guerra antes de ponerse en marcha, mientras los saltamontes daban saltos sobre su falda y las ardillas salían de sus madrigueras y la miraban despreocupadas. Ese mediodía, cuando vio a Claude dirigir sus caballos hacia el pilón, se apresuró hasta él sin pararse a coger su sombrero y llegó hasta el molino sin aliento.
—Los franceses han dejado de retirarse, Claude. Están oponiendo resistencia en el Marne. Se está librando una gran batalla. Los periódicos dicen que podría decidir la guerra. Está tan cerca de París que parte del ejército salió en taxis.
Claude se detuvo.
—Bueno, será decisivo para París en cualquier caso, ¿no? ¿Cuántas divisiones?
—No he logrado enterarme; los informes son muy confusos. Pero solo hay unos pocos ingleses allí y los franceses son tremendamente inferiores en número. Tu padre volvió antes que tú y tiene los periódicos arriba.
—Están veinticuatro horas retrasados. Iré a Vicount esta noche después de terminar el trabajo y conseguiré el de Hastings.
Por la noche, cuando regresó de la ciudad, encontró a su padre y a su madre esperándole. Se detuvo un instante en la sala de estar.
—No hay muchas novedades, excepto que la batalla sigue en marcha y prácticamente todo el ejército francés ha entablado combate. Los alemanes les superan en número de hombres: cinco por cada tres franceses y nadie sabe cuánto en artillería. El general Joffre dice que los franceses no retrocederán un paso más —no se sentó, sino que fue directamente arriba a su habitación.
La señora Wheeler apagó la lámpara, se desvistió y se tumbó, pero no se durmió. Un buen rato después, Claude la escuchó cerrar con delicadeza una ventana y sonrió para sí mismo en la oscuridad. Su madre, lo sabía, siempre había pensado que París era la más infame de las ciudades, la capital de católicos frívolos bebedores de vino que eran responsables de la masacre de San Bartolomé y de Voltaire, el ateo de sonrisa burlona. Durante las dos últimas semanas, desde que los franceses comenzaron a retirarse en Lorena, había notado con diversión como crecía en ella la preocupación por París.
Era curioso, reflexionaba tumbado en la oscuridad completamente despierto: hace cuatro días la sede del gobierno había sido trasladada a Burdeos, lo que había dado lugar a que París pareciese haberse convertido de repente en la capital, no de Francia, ¡sino del mundo! Sabía que no era el único joven granjero al que le hubiera gustado estar esa noche junto al Marne. El hecho de que el río tuviese un nombre pronunciable, con la fuerte «r» propia del oeste en medio de la palabra como una piedra angular, de alguna manera concedía a la imaginación de uno un modo más firme de aferrarse a la situación. Tumbado sin moverse y pensando deprisa, Claude sentía que incluso él podría superar la barrera de la «cortesía» francesa —mucho más aterradora que las balas de los alemanes— e introducirse sin ser visto en ese ejército inferior en número. Los modales de uno no importarían en el Marne esta noche, la noche del ocho de septiembre de 1914. Nada en el mundo le gustaría más que ser un átomo de esa pared de carne y hueso que emergía y se fundía y volvía a emerger ante la ciudad que había significado muchísimo durante siglos pero nunca tanto como ahora.
Su nombre había llegado a tener la pureza de una idea abstracta. En los grandes continentes dormidos, en pueblos de cosechas rodeados de tierra, en las pequeñas islas del mar, durante cuatro días los hombres observaron ese nombre como escudriñan la noche a la espera de un cometa o una estrella fugaz.