A última hora de la tarde del seis de agosto, Claude y su carro vacío recorrían tranquilamente el camino plano de la llanura entre Vicount y el valle de Lovely Creek. Había hecho dos viajes hasta la ciudad ese día. Aunque había reservado su pareja de caballos más fuerte para tirar durante la calurosa tarde, estos estaban demasiado cansados para animarles a trotar. Sus cuellos estaban moteados de manchas de sudor y las ijadas estaban cubiertas con el polvo blanco que se levantaba a cada paso. Sus cabezas colgaban y su respiración era profunda y lenta. La madera del asiento pintado de verde abrasaba al tocarlo. Claude se sentaba en un extremo, con la cabeza descubierta para notar el leve movimiento del aire que a veces le secaba el cuello y la barbilla, ahorrándose la molestia de tener que sacar el pañuelo. Durante millas y millas se extendían rastrojos de trigo por todos lados. Los solitarios fardos de paja amontonados, amarillos bajo el sol, proyectaban largas sombras. Claude escudriñaba con ansiedad las distantes acacias junto a las que, según le habían dicho, pasaba la carretera. Ernest Havel le había prometido encontrarse con él en algún punto del camino a casa. No le había visto en una semana, durante la cual el tiempo había dado a luz grandes prodigios.
Al fin reconoció los animales de Havel a bastante distancia y se detuvo y esperó por Ernest junto a un arbusto espinoso, mirando a su alrededor pensativamente. El sol ya estaba bajo, suspendido por encima de los rastrojos, completamente lechoso y sonrosado por el calor, como si su imagen se reflejara en aguas grises. En el este, la luna llena acababa de salir y su fina superficie plateada se estaba tiñendo de rosa hasta tener exactamente el mismo aspecto que el sol poniente. Excepto por el sitio que cada uno ocupaba en el cielo, Claude no hubiera podido decir cuál era cuál. Se posaban en los bordes opuestos del mundo, dos escudos brillantes, y se contemplaban el uno al otro como si ellos también hubieran quedado para verse.
Claude y Ernest bajaron de un salto al mismo tiempo y se dieron la mano con la sensación de que no se habían visto durante mucho tiempo.
—Bueno, ¿qué opinas, Ernest?
El joven sacudió la cabeza con cautela pero no contestó nada más. Le dio una palmadita a sus caballos y les aflojó las colleras del cuello.
—Esperé en la ciudad a la prensa de Hastings —continuó impacientemente Claude—. Inglaterra declaró la guerra anoche.
—Los alemanes —dijo Ernest— están en Lieja. Sé dónde está: viajé en barco desde Amberes cuando vine aquí.
—Sí, lo vi. ¿Pueden hacer algo los belgas?
—Nada —Ernest se apoyó contra la rueda del carro y sacó de su bolsillo su pipa para llenarla lentamente—. Nadie puede hacer nada. El ejército alemán irá donde le plazca.
—Si está tan mal, ¿por qué los belgas están oponiendo resistencia?
—No lo sé. Es un buen gesto, pero al final no conseguirán nada. Déjame decirte algo sobre el ejército alemán, Claude.
Caminando de arriba abajo junto a las acacias, ensayó el gran argumento: preparación, organización, concentración, recursos inagotables, hombres infatigables. Mientras hablaba, el sol desapareció, la luna se encogió, se solidificó y trepó lentamente por el pálido cielo. Los campos aún brillaban con el suave reflejo dejado por la luz del día y la lejanía se fue llenando de sombras, no oscuras sino aparentemente llenas de sueño.
—Si estuviera en casa —concluyó Ernest—, estaría en el ejército austriaco en este momento. Creo que todos mis primos y sobrinos ya están combatiendo a los rusos o a los belgas. ¿Qué te parecería entrar en un país pacífico como este a mitad de la cosecha y empezar a destrozarlo?
—No lo haría, por supuesto. Desertaría y sería ejecutado.
—Entonces tu familia sería perseguida. A tus hermanos, quizá incluso a tu padre, les harían asistentes de los oficiales austriacos y les darían patadas en la boca.
—No me preocuparía por eso. Dejaría a los miembros varones de mi familia decidir por ellos mismos con qué frecuencia recibir las patadas.
Ernest se encogió de hombros.
—Vosotros los americanos fanfarroneáis como niños pequeños. ¡Lo harías y no lo harías! Te lo digo, la intención de cada uno no tiene nada que ver con esto. Es la cosecha de todos la que se ha plantado. Nunca pensé que ocurriría durante mi vida, pero sabía que ocurriría.
Los chicos se quedaron un poco más, mirando hacia el suave resplandor del cielo. No había ni una nube por ningún lado y la débil luz en los campos se había transformado imperceptiblemente en pura y absoluta luz de luna. Al poco, los dos carros empezaron a moverse lentamente por la carretera blanca y, en el asiento sin respaldo de cada uno, el conductor iba sentado encorvado hacia delante, perdido en sus pensamientos. Cuando llegaron a la esquina donde Ernest giraba hacia el sur, se dieron las buenas noches sin levantar la voz. Los caballos de Claude continuaron como si caminaran dormidos. Ni siquiera estornudaban con la pequeña nube de polvo que levantaban sus pesados pasos, el único sonido en el vasto silencio de la noche.
Por qué estaba Ernest tan irritable con él, se preguntaba Claude. No podía fingir sentirse como él. No tenía nada en lo que basarse para formar sus opiniones o sus sentimientos acerca de lo que estaba ocurriendo en Europa, solo podía percibirlo día a día. Siempre le habían enseñado que el pueblo alemán destacaba en las virtudes que los americanos más admiraban. Un mes antes hubiera dicho que tenían todos los ideales por los que un chico americano decente hubiera luchado. La invasión de Bélgica se contradecía con el carácter alemán como él lo conocía a través de sus amigos y vecinos. Todavía abrigaba la esperanza de que se hubiera cometido un gran error, de que ese pueblo espléndido se disculparía y compensaría al mundo.
El señor Wheeler bajaba la colina, con la cabeza descubierta y sin abrigo cuando Claude entraba en el corral.
—Supongo que estás cansado, yo guardaré los caballos. ¿Alguna noticia?
—Inglaterra ha declarado la guerra.
El señor Wheeler se quedó de pie sin moverse durante un instante y se rascó la cabeza.
—Pues entonces no hará falta que te levantes temprano mañana. Si de verdad va a haber una guerra, el trigo subirá aún más. Había creído que era un farol hasta ahora. Súbele los periódicos a tu madre.