Claude se sentía lo bastante bien como para salir al campo antes de que terminase la cosecha. A mediados de julio los granjeros todavía estaban recogiendo el grano. La cosecha de trigo y avena era tan abundante que no había máquinas suficientes para trillarla en el tiempo habitual. Los hombres tenían que esperar su turno dejando su grano apilado en gavillas hasta que un motor, escupiendo humo negro, entraba pesadamente en los campos. La lluvia hubiera sido desastrosa, pero este era uno de esos «buenos años» de los que hablaban los granjeros: cuando todo iba bien. Cuando necesitaron lluvia, hubo mucha agua y ahora los días eran un milagro de calor seco y brillante.
Cada mañana el sol salía como una bola roja, se bebía rápidamente el rocío y despertaba una trémula emoción en todos los seres vivos. En grandes cosechas, como esa, el calor, la intensa luz y el importante trabajo por hacer acercaban a las personas y las hacían más amables. Los vecinos se ayudaban los unos a los otros a ingeniárselas con la onerosa abundancia del grano que alimentaría al hombre. Mujeres, niños y ancianos se ponían a hacer lo que podían para acumularlo y almacenarlo. Incluso los caballos llevaban una vida más variada y sociable de lo usual, yendo de una granja a otra para ayudar a los caballos de los vecinos a tirar de los carros de las segadoras y las agavilladoras. Olían a los potros de los viejos amigos, comían de los comederos ajenos y bebían, o se negaban a beber, de abrevaderos desconocidos. A los caballos decrépitos que vivían ya retirados, como Molly, la yegua de los Wheeler, y su entumecida pata; o Billy, de Leonard Dawson, que tenía huélfago y su tos asmática se podía oír desde un cuarto de milla de distancia, se les ponía a trabajar en esa época. Era maravilloso también lo bien que estos animales inválidos se las arreglaban para seguir el ritmo de las fuertes yeguas y los caballos castrados: inclinaban su servicial cabeza y tiraban, como si el roce de la collera en sus cuellos les resultara algo agradable.
El sol era como una gran presencia visitante que estimulaba y tomaba la parte que le correspondía de la energía vital de todos los animales. Cuando extendía su manto y se retiraba por detrás del borde de los campos al anochecer, dejaba tras de sí un mundo completamente exhausto. Los caballos, los hombres y las mujeres adelgazaban, empapados todo el día en su propio sudor. Después de la cena, caían rendidos y se dormían en cualquier lugar, hasta que el rojizo amanecer se volvía a ver claro en el este de nuevo, como una fanfarria de trompetas, y los nervios y músculos comenzaban a agitarse con el calor solar.
Durante varias semanas, Claude no tuvo tiempo de leer los periódicos, estaban tirados por la casa en paquetes, sin abrir, ya que Nat Wheeler estaba en el campo, trabajando como el que más. Casi cada noche, Claude bajaba corriendo hasta la casa del molino para ver a Enid durante unos minutos. Él no salía de su coche, y ella permanecía sentada en los viejos escalones que se usaban para saltar la cerca en los tiempos en que se montaba a caballo, mientras charlaba con él. Dijo con franqueza que no le gustaban los hombres que acababan de volver de la cosecha y Claude no la culpó. Él no se gustaba mucho a sí mismo cuando sus ropas empezaban a secarse sobre su cuerpo sudoroso. Pero la hora o par de horas entre la cena y la cama eran el único momento que tenía para ver a alguien. Dormía como los héroes de antaño: hundido en su cama como la cosa que más deseaba del mundo y durante un maravilloso instante sentía la dulzura del sueño antes de que le dominara. Por la mañana, le parecía escuchar el zumbido de la alarma de su reloj durante horas, antes de que pudiera regresar de los oscuros lugares en los que se había sumergido. Todo tipo de aventuras incongruentes le ocurrían entre el primer zumbido de la alarma y el momento en el que estaba suficientemente despierto como para sacar la mano y apagarla. Soñaba, por ejemplo, que era de noche y había ido a ver a Enid como siempre. Mientras ella bajaba el camino desde la casa, él se daba cuenta de que ¡no llevaba nada puesto! Entonces, con una asombrosa agilidad, saltaba la valla sobre un arbusto de ricino y permanecía de pie al anochecer tratando de cubrirse con las hojas como Adán en el jardín del Edén, contándole a Enid cosas banales a través del castañeteo de sus dientes, temiendo que en cualquier momento ella pudiera descubrir su difícil situación.
La señora Wheeler y Mahailey siempre perdían peso en la época de la cosecha, al igual que los caballos. Este año, Nat Wheeler tenía seiscientos acres de trigo de invierno que serían cerca de unas treinta fanegas por acre. Una cosecha de este tipo era tan dura para las mujeres como lo era para los hombres. La mujer de Leonard Dawson, Susie, se acercó a ayudar a la señora Wheeler pero estaba esperando un niño para el otoño y el calor era demasiado para ella. Entonces vino una de las hijas de los Yoeder, pero las peculiares formas de Mahailey distraían de tal forma a la metódica joven alemana que la señora Wheeler, dijo que le resultaba más fácil hacer ella misma el trabajo que ponerse a explicar la psicología de Mahailey. Día tras días diez hombres hambrientos se sentaban a la larga mesa de la cocina para cenar. La señora Wheeler preparaba tartas y pasteles y barras de pan tan rápido como el horno le permitía y desde la mañana hasta la noche, se le echaba carbón a la cocina como a la caldera de una locomotora. Mahailey retorcía el cuello de los pollos hasta que se le hinchaba la muñeca, como ella decía, «como una culebra Heterodón».
A finales de julio, la excitación se calmó. Los tableros adicionales se fueron quitando de la mesa de la cena, los caballos de los Wheeler tenían el establo para ellos solos de nuevo y «el terror» en el gallinero había terminado.
Una noche, el señor Wheeler bajó a cenar con un puñado de periódicos bajo el brazo.
—Claude, veo que el miedo a la guerra en Europa ha alcanzado también al mercado: el trigo ha subido de repente, están pagando ochenta y ocho centavos en Chicago. Nosotros también deberíamos deshacernos de unos cuantos centenares de fanegas antes de que vuelva a llover. Mejor que empecemos a llevarlas mañana. Tú y yo podemos hacer dos viajes a Vicount al día cambiando los animales; no hay mucha pendiente que digamos.
La señora Wheeler se detuvo mientras servía el café, y se sentó sujetando aún la cafetera en el aire, olvidando que la tenía.
—Si esto es solo una forma de asustar de los periódicos, como pensamos, no veo por qué tendría que afectar al mercado —murmuró suavemente—. Seguro que esos grandes banqueros de Nueva York y Boston saben alguna forma de distinguir un rumor de la verdad.
—Sírveme un poco de café, por favor —dijo su marido con irritación—. Yo no tengo que explicar el mercado, solo tengo que conseguir sacar provecho de él.
—Pero sin una buena razón, ¿por qué vamos a arrastrar nuestro trigo hasta Vicount? ¿Crees que se trata de una conspiración oculta tras el rumor de una guerra? ¿Alguna vez antes los financieros y la prensa han decepcionado a la gente de esta manera?
—No tengo ni idea, Evangeline, y tampoco creo nada. He llamado al elevador Vicount hace una hora y dicen que me pagarán setenta centavos, sujeto a cambios en las cotizaciones de la mañana. Claude —con un brillo en los ojos—, será mejor que no vayas al molino esta noche. Acuéstate temprano. Si nos ponemos en marcha a las seis mañana, llegaremos a la ciudad antes del calor de mediodía.
—Muy bien, señor. Quiero echar un vistazo a los periódicos después de la cena. No he leído nada a excepción de los titulares desde antes de la cosecha. Ernest estaba interesado en el asesinato de ese Gran Duque y dijo que los austriacos darían problemas. Pero yo nunca he creído que haya nada de cierto en ello.
—Lo que hay de cierto en ello son setenta centavos por fanega en cualquier caso —dijo su padre alargando la mano para coger una galleta recién hecha.
—Si es así, me temo que de algún modo habrá más que rumores —dijo la señora Wheeler pensativamente. Había cogido el papel matamoscas y se sentó agitándolo espasmódicamente, como si tratara de barrer un enjambre de ideas confusas.
—Deberías llamar a Ernest y preguntarle qué dicen los periódicos bohemios sobre ello —sugirió el señor Wheeler.
Claude fue al teléfono pero no consiguió que le contestaran en casa de los Havel. Probablemente habrían ido a algún baile en un granero en el distrito bohemio. Subió a la planta de arriba y se sentó ante una butaca llena de periódicos, no podía sacar nada en claro de los borrosos telegramas con grandes letras de la primera página del Omaha World Herald. El ejército alemán estaba entrando en Luxemburgo, él no sabía dónde estaba Luxemburgo, si era una ciudad o un país, ¡parecía tener la vaga idea de que era un palacio! Su madre había subido a la «biblioteca de Mahailey», el ático, para buscar un mapa de Europa, algo que los granjeros de Nebraska no habían necesitado jamás. Pero esa noche, en muchas casas de la pradera, las mujeres, americanas o nacidas en el extranjero, estaban buscando tal mapa.
Claude tenía tanto sueño que no esperó a que volviera su madre. Subió las escaleras a trompicones y se desvistió a oscuras. La noche era sofocante, con nubes de tormenta en el cielo y un incesante juego de relámpagos a lo largo de todo el horizonte del oeste. Los mosquitos habían entrado en su habitación durante el día y, cuando se tiró sobre la cama comenzaron a revolotear sobre él con su fuerte y espantosa melodía. Se daba la vuelta de un lado a otro y trataba de taparse los oídos con la almohada. El inquietante sonido comenzó a fundirse, en su cerebro somnoliento, con las grandes letras de la portada del periódico, esas letras negras parecían estar volando sobre su cabeza con un zumbido suave, alto y cantarín.