Después de su entrevista con el señor Royce, Claude condujo directamente hasta la casa del molino. Mientras subía la sombreada carretera, vio con decepción el destello de dos vestidos blancos, en vez de uno, moviéndose por el soleado jardín. La visita era Gladys Farmer, estaba de vacaciones. Había caminado hasta el molino con el frescor de la mañana para pasar el día con Enid. Ahora empezaban a recoger berros y se habían detenido en el jardín a oler los heliotropos. En esta tarde abrasadora, los ramilletes púrpura desprendían una fragancia que flotaba sobre el parterre y acariciaba sus mejillas como un aliento cálido. Las chicas levantaron la mirada al mismo tiempo y reconocieron a Claude. Le saludaron con la mano y se apresuraron a bajar hasta la puerta para felicitarle por su recuperación. Él les cogió sus pequeños cubos de hojalata y las siguió por la vieja presa. Subieron por el arenoso desfiladero, a lo largo de un claro hilo de agua que se deslizaba hasta Lovely Creek justo por encima del molino. Llegaron a la pedregosa colina donde nacía el riachuelo de un manantial formado en un hueco bajo las raíces expuestas de los olmos. Por todo el manantial y en la arenosa cama del poco profundo riachuelo, los berros nacían verdes y frescos.
Gladys sabía apreciar los paisajes. Miró a su alrededor con satisfacción.
—De todos los lugares donde solíamos jugar, Enid, este era mi favorito —declaró.
—Vosotras sentaros allí, sobre las raíces del olmo —sugirió Claude—. En esta gravilla tan blanda, pongáis donde pongáis los pies, se llenará de agua. Os estropearéis vuestros zapatos blancos. Dejadme.
—Llena mi cubo tanto como puedas, entonces —le gritó Gladys mientras se sentaban—. Me pregunto por qué las aceitillas crecen tan densas en esta colina, Enid. Estas plantas ya eran viejas y resistentes cuando nosotras éramos pequeñas. Me encanta estar aquí.
Se recostó sobre la caliente y deslumbrante ladera. El sol caía con rayos rojizos a través de las copas de los olmos y las piedras, y trozos de cuarzo despedían destellos brillantes. Abajo, en la cama del riachuelo, el agua, donde le daba la luz, centelleaba como oro viejo. La cabeza rojiza de Claude y sus hombros encorvados estaban moteados con la luz del sol mientras se movían sobre las pequeñas zonas verdes y sus pantalones blancos de algodón parecían más blancos de lo que eran en realidad. Gladys era demasiado pobre para viajar, pero tuvo la suerte de haber podido conocer bastantes sitios cercanos en los alrededores de Frankfort, y su ferviente imaginación la ayudaba a encontrar la vida interesante. Quería con todas sus fuerzas, como le había confiado a Enid, ir a Colorado: se avergonzaba de no haber visto nunca una montaña.
En ese momento, Claude subió el banco con dos brillantes cubos empapados.
—¿Puedo ahora sentarme con vosotras durante unos minutos?
Al moverse para hacerle sitio junto a ella, Enid se dio cuenta de que su delgada cara estaba intensamente salpicada de gotas de sudor. El pañuelo de su bolsillo estaba húmedo y lleno de arena así que ella le dio el suyo con aire de exclusividad.
—¡Vaya, Claude, pareces muy cansado! ¿Has hecho demasiados esfuerzos? ¿Dónde estuviste antes de venir aquí?
—Estuve en el campo, con tu padre, viendo su alfalfa.
—Y supongo que te hizo recorrer todo el campo bajo el caluroso sol, ¿verdad?
Claude rio.
—Eso hizo.
—Bien, le echaré una buena regañina esta noche. Tú quédate aquí y descansa, voy a llevar a Gladys a casa.
Gladys protestó, pero al final accedió a que ambos la llevaran a casa en el coche de Claude. Se quedaron un rato más, sin embargo, escuchando el suave y agradable gorgoteo del manantial. Una voz sabia y discreta murmurando noche y día, contando constantemente la verdad a quienes no podían comprenderla.
Cuando volvían a la casa, Enid se detuvo el tiempo necesario para recoger un ramo de heliotropos para la señora Farmer, aunque a la caída del sol su rico perfume ya se había evaporado. Dejaron a Gladys con las flores y los berros en la puerta de la casita blanca, ahora medio oculta por las llamativas vides de bignonia roja.
Claude dio la vuelta al coche y regresó con Enid por la poco iluminada carretera al anochecer.
—Normalmente me gusta ver a Gladys pero, cuando la encontré contigo esta tarde, durante un minuto me sentí tremendamente decepcionado. Acababa de estar hablando con tu padre y quería verte inmediatamente. ¿Crees que podrías casarte conmigo, Enid?
—No creo que fuera lo mejor, Claude —contestó con tristeza.
Él cogió su mano inerte.
—¿Por qué no?
—Otros planes ocupan mi mente. El matrimonio está hecho para la mayoría de las chicas, pero no para todas.
Enid se había quitado el sombrero. Con la tenue luz de la noche, Claude estudió su pálido rostro bajo su cabello castaño. Había algo grácil y encantador en la forma en que levantaba la cabeza, algo que sugería tanto sumisión como una gran firmeza.
—Yo también he albergado esos sueños lejanos, Enid, pero ahora mis pensamientos no van más allá de ti. Si te gustara al menos un poco para empezar, estaría dispuesto a arriesgarme con el resto.
Ella suspiró.
—Sabes que me gustas, nunca lo he ocultado. Pero estamos bien como estamos, ¿no es cierto?
—No, yo no. Yo quiero tener mi propia vida o me vendré abajo. Si tú no me aceptas, probaré suerte en Sudamérica y no volveré hasta que sea un anciano y tú una anciana.
Enid le miró y ambos sonrieron.
La casa del molino estaba a oscuras, excepto por una luz en la ventana del piso de arriba. Claude salió del coche de un salto y bajó cuidadosamente a Enid hasta el suelo. Ella le permitió que besara su fría y suave boca y sus largas pestañas. En el pálido y brumoso anochecer, iluminado solamente por unas pocas estrellas blancas y con el frío del arroyo ya en el aire, a Claude ella le parecía como un pequeño fantasma tembloroso surgido de los juncos donde solía estar la vieja presa del molino. Una terrible melancolía se agarró al corazón del muchacho; no había pensado que fuera a ser de esta manera. Condujo a casa sintiéndose débil y destrozado. ¿No había nada en el mundo exterior que respondiera a sus propios sentimientos y cada ocasión se iba a convertir en una nueva decepción? ¿Por qué la vida era tan misteriosamente difícil? Este lugar era triste en sí, pensó al mirar a su alrededor y uno ya no puede cambiar eso, al igual que no puede cambiar la historia que se intuye en un rostro infeliz. Le pidió a Dios volver a estar enfermo, el mundo era un lugar demasiado duro.
Había una persona en el mundo que sentía lástima por Claude aquella noche. Gladys Farmer se sentó junto a la ventana de su dormitorio durante largo rato, observando las estrellas y pensando en lo que había percibido con suficiente claridad esa tarde. Enid le caía bien desde que eran niñas y sabía todo lo que había que saber de ella. Claude se convertiría en una de esas personas muertas que recorren las calles de Frankfort. Todo lo que Claude era moriría y el caparazón que quedaría iría y volvería y comería y dormiría durante cincuenta años. Gladys había dado clase a los niños de muchos de esos hombres muertos. Había desarrollado una difusa filosofía para ella misma, llena de fuertes convicciones y figuras confusas: creía que todas las cosas que debían hacer el mundo hermoso, el amor y la amabilidad, el ocio y el arte, estaban encerradas en una prisión y que los tipos exitosos como Bayliss Wheeler tenían las llaves. Los generosos, que serían los que dejarían salir estas cosas para que la gente fuera feliz, eran de alguna manera débiles y no podían romper los barrotes. Incluso su propia vida insignificante se había moldeado a la fuerza a través de la dominación de gente como Bayliss. No se había atrevido, por ejemplo, a ir a Omaha esa primavera a las tres representaciones de la Chicago Opera Company. Tal despilfarro hubiera despertado un espíritu correctivo en todos sus amigos y también en la junta del colegio: probablemente habrían decidido no concederle la pequeña subida de sueldo que ella contaba con tener al año siguiente.
Había gente, incluso en Frankfort, que tenía imaginación e impulsos generosos, pero todos ellos eran, tenía que admitirlo, incompetentes, unos fracasados. Estaba la señorita Livingstone, la exaltada y emocional vieja dama que no podía decir la verdad; el viejo señor Smith, un abogado sin clientes que leía a Shakespeare y a Dryden durante todo el día en su polvorienta oficina; Bobbie Jones, el afeminado dependiente de la farmacia que escribía verso libre y guiones de películas y que se ocupaba de la fuente de soda.
Claude era su única esperanza. Desde que se graduaron en el instituto, durante los cuatro años que había estado enseñando, había esperado verle surgir y demostrar su valía. Quería que tuviera más éxito que Bayliss y siguiera siendo Claude. Habría hecho cualquier sacrificio para ayudarle en ello. Si un chico fuerte como Claude, tan bien dotado y audaz, debía fracasar simplemente porque tenía esa vena sensible en su naturaleza, entonces la vida no merecía el desazón de un corazón apasionado como el de ella.
Al final, Gladys se dejó caer sobre la cama. Si él se casaba con Enid, eso sería el final. Iría por ahí, fuerte y duro, como el señor Royce, una gran máquina con las piezas rotas por dentro.