El primer viaje de Claude a Frankfort fue para ir a cortarse el pelo. Después de salir de la barbería, se presentó, reluciente con aceite de malagueta, en la oficina de Jason Royce, que en aquel momento cerraba su caja fuerte, se giró y cogió la mano del joven.
—¡Hola, Claude, me alegro de verte por aquí de nuevo! La enfermedad no tiene mucho que hacer con un joven y fornido granjero como tú. Con los viejos, es otra historia. Estaba a punto de salir para echarle un vistazo a mi alfalfa, al sur del río. Sube y ven conmigo.
Se dirigieron hacia el coche descapotable que estaba junto a la acera y, cuando estaban recorriendo a gran velocidad los campos de grano maduro, Claude rompió el silencio:
—Espero que sepa por qué quería verlo, señor Royce.
El hombre sacudió la cabeza. Se había mostrado preocupado y serio desde que salieron.
—Bueno —continuó Claude modestamente—, no debería sorprenderle oír que Enid ha ocupado mi corazón. No le he dicho nada a ella todavía, pero si no está en contra, voy a tratar de convencerla para que se case conmigo.
—El matrimonio es algo definitivo, Claude —dijo el señor Royce. Iba hundido en el asiento, observando la carretera delante de él con un profundo ensimismamiento, parecía más melancólico y entrecano de lo habitual—. Enid es vegetariana, ¿sabes? —comentó de forma inesperada.
Claude sonrió.
—Eso difícilmente podría cambiar algo, señor Royce.
El otro asintió ligeramente.
—Lo sé. A tu edad piensas que no. Sin embargo, tales cosas sí tienen importancia —sus labios se cerraron alrededor de su casi apagado puro y, durante un rato, no volvió a abrirlos—. Enid es una buena chica —dijo por fin—. Estrictamente hablando, tiene más cerebro de lo que una joven necesita. Si la señora Royce tuviera otra hija en casa, yo me llevaría a Enid a mi oficina. Tiene buen juicio; no sé, pero creo que dirigiría mejor un negocio que una casa —al soltar esto, el señor Royce relajó la arruga de su frente, cogió el puro de su boca, lo miró y lo puso de nuevo entre sus dientes sin volver a encenderlo.
Claude lo observaba sorprendido.
—No tengo ni la menor duda sobre Enid, señor Royce. No he venido a preguntarle sobre ella —exclamó—. He venido a preguntarle si estaría dispuesto a aceptarme como yerno. Yo sé y usted sabe que Enid podría hacer muchas cosas mejores que casarse conmigo. Hasta ahora poco he hecho de lo que me sienta orgulloso.
—Ya hemos llegado —anunció el señor Royce—. Dejaré el coche bajo este olmo y subiremos hasta el extremo norte del campo para echar un vistazo.
Se agacharon para pasar bajo la alambrada y empezaron a cruzar el terreno agreste a través de un campo de flores púrpuras. Nubes de mariposas amarillas revoloteaban rápidamente delante de ellos. Caminaban con dificultad, quebrando la costra de tierra seca por el sol hasta hundirse en la tierra blanda de debajo. El señor Royce encendió un puro nuevo y, mientras tiraba la cerilla, dejó caer la mano sobre el hombro del joven.
—Siempre envidié a tu padre. Ya te cogí cariño cuando eras solo un jovencito y solía dejarte entrar a ver la noria del molino. Cuando dejé el agua e instalé un motor, me dije a mí mismo: «Solo hay un tipo en el condado que lamentará que la rueda se pare y ese es Claude Wheeler».
—Espero que no piense que soy demasiado joven para casarme —dijo Claude mientras caminaban.
—No, está bien, y es apropiado que un hombre joven se case. No digo nada en contra del matrimonio —protestó obstinadamente el señor Royce—. Puede que encuentres cierto obstáculo en las intenciones de Enid de ser misionera. No sé qué piensa respecto a eso ahora, no pregunto. Me gustaría verla desechar tales pensamientos, no le hacen ningún bien a una mujer.
—Quiero ayudarla a sacárselos de la cabeza, si usted está de acuerdo. Espero poder convencer a Enid para que se case conmigo este otoño.
Jason Royce volvió rápidamente la cabeza hacia su acompañante, estudió durante un instante su cara esperanzada y sin malicia, y después apartó la mirada con el ceño fruncido.
El campo de alfalfa se extendía hacia arriba en una esquina, como un pañuelo de brillantes verdes y púrpuras que ocupara la ladera. En el ángulo más alto crecía un esbelto y joven álamo, con hojas tan livianas e inquietas como un enjambre de pequeñas mariposas revoloteando sobre un trébol. El señor Royce se dirigió hacia este árbol, se quitó su abrigo negro, lo enrolló y se sentó sobre él en la intermitente sombra. Su camisa mostraba grandes manchas de humedad y gotas transparentes de sudor rodaban a lo largo de las arrugas de su bronceado cuello. Se sentó con las manos sobre las rodillas, los talones clavados en la tierra blanda, y miraba inexpresivamente hacia el campo. Se sentía completamente incapaz de mencionar el vasto cúmulo de experiencias que le quería transmitir a Claude. Bullían en su pecho como un dolor físico donde pugnaba el deseo de hablar. Pero no encontraba palabras, ninguna forma de hacerse entender: no tenía objeciones que presentar. Lo que él quería era retratarle a su joven amigo la vida como él la había visto, como un cuadro; advertirle, sin dar muchos detalles de ciertas decepciones desgarradoras. Vio que no era posible: la comunicación entre un viejo y un joven era tan difícil como que los muertos hablasen a los vivos. La única manera de que Claude pudiera alguna vez llegar a compartir su secreto era vivir. Apretó más y más sus fuertes dientes amarillos en torno al puro, que se había apagado como el primero. No miraba a Claude pero, mientras observaba el viento abriendo suavemente floridos caminos en el campo, la cara del chico aparecía con claridad ante él, con su expresión de orgullo reticente que desaparecía ante el deseo de agradar y la ligera rigidez de sus hombros en una postura como de lealtad testadura. Claude estaba tumbado sobre el suelo a su lado, bastante cansado después del paseo bajo el sol y un poco melancólico, aunque no supiera por qué.
Después de un buen rato, las grandes manos de gruesos dedos de molinero del señor Royce soltaron sus rodillas y durante un instante se quitó el macerado puro de la boca.
—Bueno, Claude —dijo con una resuelta alegría—, siempre seremos mejores amigos de lo que suelen ser un suegro y su yerno. Descubrirás que casi todo lo que crees acerca de la vida, y del matrimonio especialmente, es mentira. No sé por qué la gente prefiere vivir en un mundo así, pero lo hacen.