Ernest Havel estaba cultivando su resplandeciente y brillante nuevo maizal una mañana de verano, silbando para sí una vieja canción alemana que de alguna manera estaba relacionada con una imagen que aparecía en su mente: era la imagen de la primera labranza que podía recordar.
Vio verdes colinas en forma de medio círculo con nieve aún en las grietas de las cumbres más altas. Tras las colinas emergía una pared de montañas afiladas, cubiertas con profundos bosques de pinos. En los campos, a los pies de esa cadena de colinas, había un serpenteante arroyo con sauces desnudos con sus primeras hojas amarillo verdosas en los campos marrones. Él mismo era un niño, jugando junto al arroyo y observando a su padre y a su madre arando con dos grandes bueyes con cuerdas atadas a sus cabezas y sus largos cuernos. Su madre caminaba con los pies desnudos al lado de los bueyes para guiarlos; su padre caminaba detrás, guiando el arado. Su padre siempre miraba hacia abajo. El rostro de su madre tenía casi el mismo color y los mismos surcos que los campos, y sus ojos eran de un azul pálido, como los cielos de la primavera temprana. Los dos podían estar subiendo y bajando así toda la mañana, sin hablar, excepto al buey. Ernest era el último de una numerosa familia y, mientras jugaba junto al arroyo, solía preguntarse por qué sus padres parecían tan viejos.
Leonard Dawson subió en su coche hasta la valla y gritó, despertando a Ernest de su ensoñación. Le dijo a los animales que se pararan y corrió hasta el borde del campo.
—Hola, Ernest —gritó Leonard—. ¿Te has enterado de que Claude Wheeler tuvo un accidente antes de ayer?
—¡No me digas! No pudo ser nada grave o me hubieran avisado.
—Oh, no es nada grave, supongo, pero se hizo unos cuantos arañazos en la cara con la alambrada. Es lo más extraño que he visto nunca. Estaba con la yunta de las mulas y un pesado arado, trabajando en el camino que separa su campo del mío. El camión de la gasolina se acercó, haciendo quizá más ruido del habitual. Pero esas mulas conocen el motor de un camión y lo que le hicieron fue sencillamente una trastada. Empezaron a encabritarse y cayeron en un profundo hueco. Yo estaba labrando el maíz en el campo y le grité al hombre de la gasolina para que parara, pero no me oyó. Claude saltó a las cabezas de las bestias y los agarró por los bocados pero para entonces ya estaba enredado en las correas. Esas malditas mulas le levantaron del suelo y empezaron a correr. Bajaron el valle, subieron por la orilla y fueron a través de los campos, con ese gran arado de discos y cada uno de sus enganches saltando un metro o metro y medio por el aire. Estaba seguro de que abriría a una de las mulas en canal o de que atravesaría limpiamente a Claude: le habría pillado si no se hubiera mantenido agarrado a los bocados. Arrastraron a Claude con ellas, balanceándolo en el aire, y finalmente lo estrellaron contra la alambrada de espino y se llenó de cortes la cara y el cuello.
—¡Dios mío! ¿se hizo muchos cortes?
—No, no muchos, pero ayer por la mañana estaba en los campos cultivando el maíz, todo envuelto en una venda adhesiva. Sabía que eso era una estupidez: un corte por una alambrada se pone asqueroso si te da mucho calor fuera, en medio del polvo. Pero a un Wheeler no se le puede decir nada. Ahora cuentan que se le ha hinchado la cara y que le duele terriblemente, y ha ido al pueblo a ver a un médico. Será mejor que pases por allí esta noche a ver si logras convencerlo para que se cuide un poco.
Leonard continuó su camino y Ernest volvió con sus animales. «Es extraño ese chico», estaba pensando, «es grande y fuerte y tiene estudios y toda esa estupenda tierra, pero no parece encajar.» Algunas veces, Ernest pensaba que su amigo no tenía suerte. Cuando le venía esa idea a la mente, suspiraba y sacudía la cabeza para quitársela de encima, ya que Ernest creía que no había solución para eso, había cosas que el racionalismo no podía explicar.
La tarde siguiente, el cupé de Enid Royce se acercó hasta el corral de los Wheeler. La señora Wheeler vio a Enid salir del coche y bajó la colina para ir a su encuentro, sin aliento y angustiada.
—¡Oh, Enid! ¿Has oído lo del accidente de Claude? No se ha cuidado lo suficiente y ahora tiene erisipelas. ¡Tiene muchos dolores, pobre chico!
Enid la cogió del brazo y comenzaron a subir la colina hacia la casa.
—¿Puedo ver a Claude, señora Wheeler? Quiero darle estas flores.
La señora Wheeler dudó un instante.
—No sé si te dejará entrar, querida. Anoche, me costó convencerlo para que viera a Ernest durante un rato. Parece tan desanimado, y está muy susceptible por el modo en que le han vendado. Iré a su habitación y le preguntaré.
—No, simplemente deje que suba con usted, por favor. Si entro con usted, no tendrá tiempo de ponerse nervioso. No me quedaré si él no quiere, pero deseo verlo.
La señora Wheeler se asustó ante esta sugerencia pero Enid ignoró sus dudas. Subieron hasta el tercer piso juntas y la propia Enid llamó a la puerta.
—Soy yo, Claude. ¿Puedo entrar un momento?
Una voz reticente y apagada contestó:
—No. Dicen que esto es contagioso, Enid. Y, en cualquier caso, preferiría que no me vieras así.
Sin esperar, empujó la puerta para abrirla. Las oscuras persianas estaban bajadas y la habitación estaba inundada de un fuerte y agrio olor. Claude estaba tumbado en la cama, su cabeza y su cara tan tapadas por las vendas que solo los ojos y la punta de la nariz eran visibles. La pasta marrón con la que habían untado sus facciones rezumaba en los bordes de la gasa y hacía que sus vendas pareciesen descuidadas. Enid se dio cuenta de estos detalles con solo un vistazo.
—¿Te molesta la luz en los ojos? Déjame subir una de las persianas un momento: porque quiero que veas estas flores. Te he traído mis primeros guisantes de olor.
Claude parpadeó ante el ramo de brillantes colores que ella sostenía ante él. Las acercó a su cara y le preguntó si podía olerlos a pesar de las medicinas. Enseguida dejó de sentirse avergonzado. Su madre trajo un jarrón de cristal y Enid colocó las flores sobre la pequeña mesa al lado de Claude.
—Ahora, ¿quieres que vuelva a bajar la persiana?
—Todavía no. Siéntate un minuto y háblame. No puedo decir mucho porque mi cara está rígida.
—¡No me extraña que lo esté! Me encontré con Leonard Dawson en la carretera ayer y me contó que estuviste trabajando en el campo después de que te cortaras. Me gustaría echarte una buena regañina, Claude.
—Hazlo. Me hará sentir mejor —cogió su mano y la retuvo junto a él un instante—. ¿Son esos los guisantes de olor que estabas plantando aquel día, cuando volví del oeste?
—Sí, ¿no han hecho bien en florecer tan pronto?
—Menos de dos meses. Eso es raro —suspiró.
—¿Raro? ¿El qué?
—Oh, que un puñado de semillas pueda hacer algo tan hermoso en unas pocas semanas cuando a un hombre le lleva tanto hacer cualquier cosa que luego no tiene importancia.
—Esa no es manera de ver las cosas —dijo ella con tono reprobatorio.
Enid se sentó recta y formal en una silla a los pies de su cama. Su vestido de flores de organdí se parecía mucho al ramo que había traído, y su blando sombrero de paja tenía un gran lazo lila. Empezó a hablarle a Claude de los muchos ataques de erisipela de su padre. Él escuchaba distraídamente. Nunca hubiera creído que Enid, con sus fuertes ideas del decoro, fuera capaz de entrar en su habitación y de sentarse con él de esa forma. Se dio cuenta de que su madre estaba tan asombrada como él. Revoloteó en torno a la visita durante un rato y entonces, viendo que Enid se sentía bastante a gusto, bajó las escaleras para volver con su trabajo. Claude deseó que Enid no dijera una palabra sino que se sentara ahí y le dejara mirarla. La luz de sol que ella había dejado entrar en la habitación y su tranquila y fragante presencia le calmaban. Al rato se dio cuenta de que le estaba preguntando algo.
—¿Qué decías, Enid? Las medicinas que me dan me tienen atontado. No me entero de las cosas.
—Te estaba preguntando si juegas al ajedrez.
—Bastante mal.
—Padre dice que juego de forma bastante pasable. Cuando estés mejor tienes que dejar que traiga el ajedrez de marfil que Carrie me envió desde China. Está hermosamente labrado. Y ahora es mejor que me vaya.
Se levantó y le dio suaves golpecitos en la mano mientras le decía que no debía ser tan estúpido con respecto a lo de ver a la gente.
—No sabía que fueras tan vanidoso. Las vendas no te quedan peor que a cualquier otro. ¿Bajo la persiana de nuevo?
—Sí, por favor. Ahora no va a haber nada que mirar.
—Pero bueno, Claude, ¡te estás convirtiendo en todo un donjuán!
Algo en el modo en que Enid dijo esto le hizo estremecerse un poco. Notó cómo su cara ardiente se calentaba un grado más. Incluso después de que bajara las escaleras seguía deseando que no le hubiera dicho tal cosa.
Su madre entró para darle su medicina. Permaneció de pie junto a él mientras se la tomaba.
—Enid Royce es una joven realmente sensata —dijo mientras cogía el vaso. Su entonación ascendente no expresaba convicción, sino perplejidad.
Enid venía cada tarde y Claude anhelaba nervioso sus visitas, eran lo único agradable que le ocurría y le hacían olvidar la humillación de su cara infectada y desfigurada. Se encontraba repugnante. Cuando se tocaba los verdugones de la frente y bajo el pelo, se sentía sucio y miserable. Por la noche, cuando le subía la fiebre y el dolor tensaba su cabeza y su cuello, llegaba a un angustioso nivel de agitación. Luchaba contra ello como un bulldog lucha contra otro. Por su mente rondaban oscuras leyendas de torturas, todo lo que había leído sobre la Inquisición, el potro y la rueda.
Cuando Enid entraba en su habitación, preciosa con la frescura de sus vestidos de verano, su mente acudía de golpe para recibirla. No podía hablar mucho, pero permanecía tumbado mirándola y respirando una dulce satisfacción. Después de un rato, se encontraba lo suficientemente bien como para incorporarse medio vestido en una tumbona y jugar al ajedrez con ella.
Una tarde que estaban junto a la ventana del oeste, en la sala de estar, con el tablero de ajedrez entre ellos, Claude tuvo que admitir que le estaba ganando otra vez.
—Debe de ser aburrido para ti jugar conmigo —murmuró mientras secaba las gotas de sudor de su frente. Su cara estaba limpia ya, tan blanca que incluso sus pecas habían desaparecido y sus manos eran las suaves y lánguidas manos de un enfermo.
—Jugarás mejor cuando estés más fuerte y puedas concentrarte en ello —le aseguró Enid. Estaba confundida porque Claude, que tenía buena cabeza para bastantes cosas, no tenía ni un poco para el ajedrez y estaba claro que nunca jugaría bien.
—Sí —suspiró echándose hacia atrás en su silla—, mi capacidad mental va y viene. Mira mi campo de trigo, por allí, en el horizonte. ¿No está precioso? Y ahora no podré cosecharlo. A veces me pregunto si algún día terminaré algo de lo que empiezo.
Enid puso el juego de ajedrez de nuevo en la caja.
—Ahora que estás mejor, debes dejar de sentirte triste. Padre dice que la gente, después de pasar tu enfermedad, siempre se deprime.
Claude sacudió lentamente la cabeza mientras la apoyaba en el respaldo de la silla.
—No, no es eso. Es tener mucho tiempo para pensar lo que me pone triste. Mira, Enid, aún no he hecho nada por lo que sentirme satisfecho. Debo de ser bueno en algo. Cuando estoy tumbado sin moverme, pensando, me pregunto si mi vida me ha estado pasando a mí o a otra persona. No parece tener mucho que ver conmigo. Apenas si he empezado.
—Pero aún no has cumplido los veintidós. Tienes mucho tiempo para empezar cosas. ¡Y eso es en lo que piensas todo el tiempo! —le apuntó con el dedo.
—Pienso en dos cosas todo el tiempo; esa es una de ellas —la señora Wheeler entró con la leche que Claude tomaba a las cuatro de la tarde. Era su primer día en la planta de abajo.
Cuando eran niños, jugando en la presa del molino, Claude había visto el futuro como una vaguedad luminosa en la que él y Enid siempre harían todo juntos. Luego vino una época en la que quería hacer todo con Ernest, cuando las chicas eran inquietantes y una molestia, y había alejado todo eso, sabiendo que algún día debería volver a enfrentarse a ello.
Ahora se decía a sí mismo que siempre había sabido que Enid volvería; había vuelto esa tarde y había entrado en su habitación con olor a medicamentos para dejar que penetrara la luz del sol. No hubiera hecho eso por nadie que no fuera él. No era una chica que se alejara a la ligera de las convenciones que ella consideraba de autoridad. Recordaba cómo solía recorrer el estrado en el Día del Niño, junto a otras niñas de su clase infantil, con su tieso vestido blanco, ni un rizo mal puesto, ni una arruga en sus medias, manteniendo a sus pequeños compañeros en orden mediante la aquiescente gravedad de su cara, que parecía decir: «¡Qué agradable es hacer esto y hacerlo bien!».
El viejo señor Smith era el pastor en aquellos días, un buen hombre que había sido muy incordiado por una esposa tempestuosa y temperamental, y sus ojos solían posarse con añoranza sobre la pequeña Enid Royce, viendo en ella la promesa de «una mujer cristiana virtuosa y bonita», usando una de sus propias frases. Claude, en la clase de los niños al otro lado del pasillo, solía tomarle el pelo y tratar de distraerla, pero respetaba su seriedad.
Cuando jugaban juntos ella no tenía prejuicios, nunca lloriqueaba si se hacía daño y nunca reclamaba que la eximieran de algo desagradable por ser niña. Era tranquila, incluso el día que se cayó en la presa del molino y él tuvo que sacarla. Tan pronto como dejó de atragantarse y toser agua llena de barro, se secó la cara con sus pequeñas enaguas empapadas y se sentó, temblando, repitiendo una y otra vez: «¡Oh, Claude, Claude!». Incidentes como ese a él ahora le parecían significativos y proféticos.
Cuando Claude comenzó a recuperar las fuerzas, lo hizo de forma abrumadora. Su sangre parecía hacerse más fuerte mientras su cuerpo estaba aún débil, así que un torrente de vitalidad le sacudía. El deseo de vivir de nuevo cantaba en sus venas mientras que su cuerpo aún estaba débil. Oleadas de juventud recorrían su cuerpo y lo dejaban exhausto. Cuando Enid estaba con él, estos sentimientos no eran nunca tan fuertes, su simple presencia restablecía su equilibrio… casi. Esto no le sorprendía, lo atribuía cariñosamente a algo hermoso en la naturaleza de la joven, una cualidad tan encantadora y sutil que no tenía ni nombre.
Durante los primeros días de su recuperación, no hizo otra cosa que disfrutar de la progresiva actividad de la vida. Respirar era un sencillo placer físico. Por las noches, tan largas porque no podía dormir, era muy agradable tumbarse sobre una nube que flotaba perezosamente en el cielo. En lo más profundo de esta lasitud, el recuerdo de Enid se ponía en marcha como un dulce y ardiente dolor y él vagaba hacia la oscuridad a través de unas sensaciones que no podía prevenir ni controlar. Mientras pudo arar, recoger el heno o romperse la espalda en el campo de trigo, había dominado la situación, pero ahora se sentía sobrepasado. Enid era para él y había venido por él; nunca la dejaría escapar. Ella no debía saber nunca lo mucho que él la añoraba. Tardaría en sentir tan solo un poco de lo que él estaba sintiendo, era consciente de ello. Llevaría bastante tiempo. Pero iba a ser infinitamente paciente, infinitamente tierno con ella. Debía ser él quien sufriera, no ella. Incluso en sus sueños, nunca la despertaba, sino que la amaba mientras estaba quieta e inconsciente como una estatua. Derramaría amor sobre ella hasta ganarse su cariño y cambiara de parecer sin saber por qué.
Algunas veces, cuando Enid se sentaba confiada junto a él, un fugaz sonrojo recorría el rostro de Claude y se sentía culpable para con ella, sumiso y humilde, como si debiera suplicar que le perdonase por algo. A menudo se alegraba cuando ella se iba y le dejaba solo para pensar en ella. Su presencia le proporcionaba cordura y, por ello, debía estar agradecido. Cuando estaba con ella, pensaba en que ella iba a ser la persona que le reconciliaría con el mundo y le haría encajar en su propia vida. Él había preocupado a su madre y decepcionado a su padre; su matrimonio sería el primer acto de deber filial normal en el que cumpliría con lo que se esperaba de él. Empezaría a ser de utilidad, a estar alegre. Como decía el salmo que su madre tanto repetía: le haría recuperar su alma. Difícilmente podría poner en duda la buena disposición de Enid para escucharlo. Los amigos de Enid probablemente consideraban que la devoción que había mostrado hacía él durante su enfermedad era algo equivalente a un compromiso.