III

Durante las siguientes semanas, Claude bajaba en coche hasta la casa del molino en las tardes templadas y convencía a Enid para que fuera a Frankfort con él a ver una película o para ir a algún pueblo vecino. La ventaja de este tipo de relación era que no le hacía sentirse demasiado presionado para iniciar una conversación: Enid podía permanecer admirablemente silenciosa y nunca se sentía incómoda, ni por el silencio ni por las palabras. Era una persona tranquila y segura de sí misma en cualquier circunstancia y esa era una de las razones por las que conducía tan bien, mucho mejor que Claude, de hecho.

Un domingo, cuando se encontraron después de misa, ella le dijo a Claude que quería ir a Hastings a hacer algunas compras y acordaron que él la llevaría el martes en el coche grande de su padre. El pueblo estaba a unas setenta millas al noreste y desde Frankfort el viaje resultaba demasiado incómodo para ir en tren.

La mañana del martes, Claude llegó a la casa del molino justo cuando el sol estaba saliendo por encima de los húmedos campos. Enid estaba en el porche delantero esperándolo, con un abrigo de invierno sobre su vestido de primavera; bajó corriendo hacia la puerta y se deslizó en el asiento junto a él.

—Buenos días, Claude. Nadie más está levantado. Va a ser un día maravilloso, ¿verdad que sí?

—Espléndido. Algo caluroso para esta época del año. Pronto te sobrará el abrigo.

Durante la primera hora encontraron las carreteras vacías. Todos los campos estaban grises por el rocío y la temprana luz del sol calentaba todo con el resplandor transparente de un fuego que acabara de ser prendido. A medida que el coche iba silenciosamente tragando millas, el cielo se hacía más profundo y más azul y las flores a lo largo de la carretera se abrían sobre la hierba húmeda. Se encontraron con hombres y caballos más adelante, en cada colina. Pronto comenzaron a pasar niños de camino al colegio, que se paraban y saludaban a los dos viajeros agitando sus brillantes fiambreras. Hacia las diez, estaban en Hastings.

Mientras Enid hacía sus compras, Claude se hizo con unos zapatos y unos pantalones de algodón blancos. Mostraba más interés que nunca por su ropa de verano.

Se encontraron en el hotel para comer, ambos muy hambrientos y ambos satisfechos con sus tareas de la mañana. Sentado en el comedor, con Enid frente a él, Claude pensó que no parecían en absoluto un chico y una chica de campo que hubieran venido a la ciudad, sino gente experimentada de viaje en su coche.

—¿Vendrás conmigo a hacer una visita después de comer? —preguntó ella mientras esperaban el postre.

—¿Es a alguien que yo conozco?

—Así es, el hermano Weldon está en la ciudad. Sus reuniones han terminado y temí que se hubiera marchado, pero va a estar algunos días con la señora Gleason. He traído algunas de las cartas de Carrie conmigo para que las lea.

Claude puso mala cara.

—No se alegrará de verme. Nunca nos llevamos bien en la universidad; no es precisamente un buen profesor, si quieres saberlo —añadió con resolución.

Enid le estudió con desaprobación.

—Me sorprende escuchar eso, es tan buen predicador… Será mejor que vengas conmigo. Es una tontería tener una actitud tan fría hacia tus antiguos profesores.

Una hora después, el reverendo Arthur Weldon recibió a los dos jóvenes en el salón casi en penumbra de la señora Gleason, donde parecía sentirse tan en casa como la propia señora. La anfitriona, después de charlar cordialmente con la visita durante unos instantes, se excusó diciendo que tenía una reunión de la P. E. O[15]. Todos se pusieron en pie cuando se marchó y el señor Weldon se acercó a Enid, cogió su mano y se quedó mirándola con la cabeza inclinada y su sonrisa oblicua:

—Es un placer inesperado verte de nuevo, señorita Enid. Y a ti también, Claude —girándose un poco hacia él—. ¿Habéis venido desde Frankfort juntos en este maravilloso día? —su tono parecía decir «¡Qué encantador!».

Dirigía casi todos sus comentarios hacia Enid y, como siempre, evitaba mirar a Claude excepto cuando se dirigía a él expresamente.

—¿Estás trabajando en la granja este año, Claude? Supongo que es una gran satisfacción para tu padre. ¿Y la señora Wheeler, está bien?

El señor Weldon, verdaderamente, no tenía malicia pero siempre pronunciaba el nombre de Claude exactamente igual que la palabra «clod»[16], lo que le molestaba. Cierto que Enid lo pronunciaba de la misma manera, pero o bien Claude no se daba cuenta o de ella no le importaba. Se hundió en un hondo y oscuro sofá, sentado con su gorra de conducir en la rodilla mientras el hermano Weldon acercaba una silla a la única ventana abierta de la polvorienta habitación y empezaba a leer las cartas de Carrie Royce. Sin que se le pidiera, las leyó en voz alta, y se detenía a comentarlas de vez en cuando. Claude observaba decepcionado que Enid se bebía todos los trillados comentarios de él, como lo hacía la señora Wheeler. Él nunca había mirado a Weldon durante tanto rato. La luz caía de lleno sobre su cabeza en forma de pera y sobre su fino y rizado pelo. ¿Qué podían encontrar las mujeres sensatas como su madre o Enid Royce en este tipo de corbata blanca y voz ronroneante que fuera digno de admiración? Los oscuros ojos de Enid se posaban en él con una expresión de profundo respeto. Le hablaba y le miraba con más sentimiento del que jamás le había mostrado a Claude.

—Verá, hermano Weldon —dijo ella con seriedad—, por mi carácter no me siento demasiado atraída hacia otras personas, encuentro difícil interesarme adecuadamente en el trabajo de la iglesia aquí. Parece como si siempre me hubiera estado reservando para el extranjero, al no establecer vínculos personales, quiero decir. Si Gladys Farmer se fuera a China, todo el mundo la echaría de menos, nunca podrían sustituirla en el instituto. Tiene la clase de magnetismo que atrae a las personas hacia ella. Pero yo siempre me he mantenido libre para hacer lo que Carrie está haciendo. Allí sé que sería de utilidad.

Claude vio que para Enid no era fácil hablar de esa manera. Su cara mostraba preocupación y sus oscuras cejas se juntaban en un ángulo afilado a medida que trataba de contarle al joven predicador exactamente lo que le pasaba por la cabeza. Él escuchaba con su habitual y sonriente atención, alisando el papel de las páginas dobladas de las cartas y murmurando:

—Sí, lo comprendo. ¿De veras, señorita Enid?

Cuando le presionó para que la aconsejara, él dijo que no siempre era fácil saber en qué campo podía ser uno más útil, quizá esta misma restricción le estaba proporcionando cierta disciplina espiritual que ella necesitaba particularmente. Tuvo cuidado de no comprometerse, de no aconsejar nada categórico, excepto rezar.

—Creo que se nos muestra el camino a través de la oración, señorita Enid.

Enid juntó sus manos, su perplejidad hacía que sus rasgos parecieran más marcados.

—Pero es cuando rezo cuando siento que esta llamada es más fuerte. Es como si un dedo me señalara hacia allí. A veces, cuando pido consejo para las pequeñas cosas, no obtengo ninguno y solo percibo la sensación de que mi labor se encuentra lejos y que, para ello, se me concederá fuerza. Hasta que no tome ese camino, Cristo no se revelará ante mí.

El señor Weldon le respondió con tono de alivio, como si algo oscuro se hubiera aclarado.

—Si ese es el caso, señorita Enid, creo que no debemos mostrarnos ansiosos. Si la llamada vuelve a aparecer en tus oraciones y es la voluntad de tu Salvador, entonces podemos estar seguros de que la manera y los medios serán revelados. Un pasaje de uno de los Profetas me viene a la mente en estos momentos: «Y observa el camino que se abrirá a tus pies, recórrelo». ¡Podríamos decir que esta promesa estaba originalmente dirigida a Enid Royce! Creo que a Dios le gusta que nosotros nos apropiemos de los pasajes de su Palabra personalmente —hizo este último comentario como si fuera una especie de broma de la Christian Endevour[17]. Se levantó y le devolvió las cartas a Enid. Claramente, la entrevista había terminado.

Mientras Enid se ponía sus guantes, le dijo que había sido de gran ayuda hablar con él y que siempre parecía darle lo que necesitaba. Claude se preguntó qué sería. No había visto que Weldon hiciera nada salvo zafarse ante las vehementes preguntas. Él, un «ateo», podría haberle dado un apoyo más fuerte.

El coche de Claude estaba bajo los arces, enfrente de la casa de la señora Gleason. Antes de subirse, dirigió la atención de Enid hacia una masa de nubes al oeste.

—Me parece que eso de ahí es una tormenta. Sería una buena idea quedarnos en el hotel esta noche.

—¡Oh, no! Yo no quiero quedarme. No he venido preparada.

Él le recordó que no sería imposible comprar cualquier cosa que pudiera necesitar para pasar la noche.

—No me gusta quedarme en un lugar extraño sin mis propias cosas —dijo con decisión.

—Temo que nos metamos de lleno en ella. Podríamos vernos en una situación bastante peligrosa, pero lo que tú digas —todavía dudaba, con la mano en la puerta.

—Creo que es mejor que lo intentemos —dijo ella con determinación. Claude no había aprendido todavía que Enid siempre combatía lo imprevisto y no podía soportar ver sus planes modificados ni por las personas ni por las circunstancias.

Durante una hora condujo a toda velocidad, observando las nubes con preocupación. La meseta brillaba, desde un lado del horizonte al otro, con la luz del sol y el mismo cielo parecía aún más resplandeciente entre la masa de vapores purpúreos que se arremolinaba en el oeste con afilados bordes, como el plomo recién cortado. Había recorrido unas cincuenta millas cuando el aire se volvió frío de repente y, en diez minutos, todo el cielo brillante quedó cubierto. Saltó al suelo y comenzó a levantar el coche con el gato. Tan pronto como una rueda dejaba de pisar el suelo, Enid ajustaba las cadenas. Claude le dijo que nunca antes había puesto las cadenas tan rápido. Cubrió los paquetes en el asiento trasero con un hule y condujo hacia la tormenta.

La lluvia les barría por oleadas; parecía salir del suelo además de caer desde las nubes. Hicieron otras cinco millas, abriéndose paso a través de los charcos y deslizándose por las carreteras enfangadas. De repente, el pesado coche, con cadenas y todo, saltó un montículo de tierra de algo más de cincuenta centímetros, salió disparado unos diez metros antes de que Claude pudiese frenarlo; entonces giró sobre sí mismo dibujando media circunferencia y se detuvo. Enid permanecía sentada en calma e inmóvil.

Claude soltó un largo suspiro.

—Si eso hubiese pasado en un canal, estaríamos en la cuneta con el coche encima de nosotros. Sencillamente no puedo controlarlo. El suelo está resbaladizo y no hay donde agarrarse. Esa de ahí es la casa de Tommy Rice. Será mejor que vayamos a pedirle que nos deje pasar allí la noche.

—Pero eso será peor que el hotel —objetó Enid—. No son gente muy limpia y hay muchos niños.

—Mejor hacinados que muertos —murmuró—. Desde aquí, llegar a casa sería cuestión de suerte, podríamos aterrizar en cualquier sitio.

—Estamos solo a unas diez millas de tu casa. Puedo quedarme con tu madre esta noche.

—Es demasiado peligroso, Enid. No quiero asumir esa responsabilidad. Tu padre me echaría la culpa a mí por haberte puesto en peligro de esa forma.

—Lo sé, es por mí por lo que estás nervioso —Enid habló de forma suficientemente razonable—. ¿Te importaría dejarme conducir un rato? Solo quedan tres colinas malas y creo que puedo bajarlas resbalando de lado. Lo he probado muchas veces.

Claude salió y dejó que ella se deslizara hasta su asiento, pero después de que se pusiera al volante, él apoyó la mano sobre el brazo de ella.

—No hagas algo tan estúpido —suplicó.

Enid sonrió y sacudió la cabeza. Era amable pero inflexible.

Claude se cruzó de brazos.

—Adelante.

Le irritaba su cabezonería, pero tenía que admirar sus recursos a la hora de manejar el coche. A los pies de una de las peores colinas, había una alcantarilla de cemento nueva, recubierta de barro líquido en la que no había nada a lo que las cadenas pudieran agarrarse. El coche se deslizó hasta el final de la alcantarilla y se detuvo en el mismo borde. Mientras alcanzaban a duras penas el otro lado de la colina, Enid comentó:

—Es bueno que el estárter funcione bien, un leve golpe nos hubiera dejado tirados.

Llegaron a la granja de los Wheeler justo antes de que oscureciera, y la señora Wheeler salió corriendo hacia ellos con un impermeable sobre la cabeza.

—¡Mis pobres niños empapados! —gritó rodeando a Enid con los brazos—. ¿Cómo habéis logrado llegar a casa? Tenía la esperanza de que os hubierais quedado en Hastings.

—Ha sido Enid la que nos ha traído a casa —le dijo Claude—. Es una chica espantosamente imprudente y alguien debería sacudirla, pero es una buena conductora.

Enid se rio mientras se apartaba un mechón húmedo de pelo de la frente.

—Tenías razón, por supuesto. Lo sensato hubiera sido quedarnos en casa de Rice, solo que yo no quería.

Más tarde, esa noche, Claude se alegró de que no lo hubieran hecho. Era agradable estar en casa y ver a Enid sentada a la mesa durante la cena, en el asiento a la derecha de su padre y con uno de los vestidos grises para casa de su madre. Habrían pasado un mal rato en casa de los Rice, sin camas donde dormir, excepto las que ya estaban ocupadas por los niños de la familia. Enid nunca antes había dormido en el cuarto de invitados de su madre y le agradaba pensar lo cómoda que se sentiría allí.

Era todavía temprano cuando la señora Wheeler cogió una vela para acompañar a su invitada a la cama. Enid pasó cerca de la silla de Claude mientras salía de la habitación.

—¿Me has perdonado? —dijo en tono burlón.

—¿Por qué eres tan cabezota? ¿Querías asustarme? ¿O enseñarme lo bien que puedes conducir?

—Ninguna de las dos cosas. Quería volver a casa. Buenas noches.

Claude se echó hacia atrás en su silla y se tapó los ojos con la mano. Ella realmente sentía que esta era su casa, entonces. No se había sentido intimidada por las bromas de su padre o desconcertada por la sonrisa de complicidad de Mahailey. Lo bien que se manejaba en su casa le producía un incomprensible placer. Cogió un libro, pero no leyó. Permanecía abierto sobre sus rodillas cuando su madre volvió media hora después.

—No hagas ruido al subir las escaleras, Claude. Estaba tan cansada que ya debe de estar dormida.

Él se quitó los zapatos y subió con sumo cuidado.