II

A la mañana siguiente, Claude bajaba del tren en Frankfort y tomaba el desayuno en la estación antes de que el pueblo amaneciera. Su familia no le esperaba, así que pensó que podría ir caminando a casa y pasar por el molino para ver a Enid Royce. Después de todo, los viejos amigos son los mejores.

Salió del pueblo por el camino que bajaba a lo largo del arroyo. Los sauces mostraban ya sus hojas amarillas y los pegajosos brotes de los álamos estaban a punto de florecer. Los pájaros cantaban por todos sitios y, de vez en cuando, a través de las tachonadas ramas de los álamos, brillaban las deslumbrantes alas de un cardenal.

Por todos los polvorientos campos de trigo de color habano había una delicada neblina verdosa, millones de pequeños dedos extendiéndose para saludar suavemente al sol. Al norte y al sur, Claude podía ver las sembradoras de maíz, moviéndose en línea recta sobre los acres marrones donde la tierra había sido rastrillada tan fina que se levantaba en nubes de polvo por el lado de la carretera. Con cada ráfaga de viento, pequeños y alegres remolinos atravesaban los campos abiertos, tirabuzones de polvo que daban vueltas en el aire y de repente caían de nuevo. Parecía que hubiera una alondra en cada poste de las vallas, cantando por todo lo que estaba mudo, por las grandes tierras aradas y por los pesados caballos en las hileras y los hombres que los guiaban.

A ambos lados de la carretera, de debajo de las semillas muertas y las briznas de hierba seca, los dientes de león se abrían paso con fuerza para mostrar sus limpias y brillantes caras. Si Claude pisaba uno sin darse cuenta, el olor acre le hacía pensar en Mahailey, quien probablemente habría salido esa misma mañana a escarbar la tierra con su cuchillo de cocina roto para llenar su delantal con las hojas verdes del diente de león. Siempre iba en busca de hierbas con un aire de secretismo, muy temprano, y miraba a lo largo de los bordes de la carretera agachada, muy cerca del suelo, como fueran a descubrirla y alejarla se allí, o como si los dientes de león fueran algo salvaje y tuvieran que ser cazados mientras dormían.

Claude estaba pensando, mientras caminaba, en lo mucho que le gustaba ir al molino con su padre. Todo el proceso de la molienda era algo misterioso para él entonces y el molino y la mujer del molinero eran también misteriosos, incluso Enid lo era, un poco, hasta que consiguió conocerla entre las espadañas bajo un sol brillante. Solían jugar en los cubos de trigo limpio, observaban cómo salía la harina de la tolva y se llenaban de polvo blanco.

Por encima de todo, le gustaba meterse donde la rueda colgaba goteando en su oscura cueva y los temblorosos rayos de sol entraban a través de las rendijas para jugar sobre el verdoso limo y las moteadas algas creciendo en la pizarra. El molino era un lugar de marcados contrastes: el sol brillante y la profunda sombra, ruido estruendoso y un intenso y empapado silencio. Recordó lo asombrado que se quedó un día cuando encontró al señor Royce con guantes y gafas protectoras limpiando las ruedas de molino y descubrió lo inofensivas que parecían. El molinero las picaba con un afilado martillo hasta que saltaban chispas y Claude todavía tenía en la mano una mancha azul donde había ido a parar una esquirla de pedernal bajo la piel al acercarse demasiado.

Jason Royce debía de haber mantenido su molino funcionando por motivos sentimentales, puesto que no daba mucho dinero ya. Moler había sido su primer negocio y no había encontrado muchas cosas en la vida por las que sentirse sentimental. A veces, uno se lo podía encontrar aún con la ropa de molinero, en lugar de su empleado, a quien le daba el día libre. Hacía mucho que había dejado de depender de las crecidas y descensos del Lovely Creek para obtener energía: había instalado un motor de gasolina. La vieja represa se encontraba ahora «como un diente hueco», como dijo uno de sus hombres, lleno de hierbajos y ramas de sauce.

Los asuntos familiares del señor Royce nunca habían ido tan bien como sus negocios. No había sido bendecido con un hijo y, de cinco hijas, solo había conseguido criar a dos. La gente pensaba que el molino era húmedo y poco sano. Hasta que no construyó una casa aparte y contrató a un hombre casado para que se hiciera cargo del molino, el señor Royce no había sido capaz de conservar a sus molineros durante mucho tiempo. Se quejaban de la oscuridad de la casa y decían que no obtenían lo suficiente para comer. La señora Royce iba cada verano a un sanatorio vegetariano en Michigan, donde aprendió a sobrevivir a base de nueces y cereales tostados. Alimentaba a su familia, desde luego, pero nunca había durante el día una comida que un hombre pudiera esperar anhelante o a la que sentarse con satisfacción. El señor Royce a menudo cenaba en el hotel del pueblo. Sin embargo, su mujer destacaba por ciertos logros culinarios brillantes: su pan era perfecto. Cuando había una cena prevista en la iglesia, siempre la llamaban por su estupenda mayonesa o por su pastel de cabello de ángel, con certeza el más ligero y esponjoso de cualquier reunión de tartas.

Una profunda preocupación por su salud hacía que la señora Royce pareciese una mujer con un dolor oculto o que estuviera angustiada por un remordimiento arrollador: la envolvía en una especie de insensibilidad. Vivía de forma diferente a otras personas y eso la hacía desconfiada y reservada. Solo cuando estaba en el sanatorio, bajo los cuidados de sus idolatrados doctores, se sentía realmente comprendida y rodeada de compasión.

Su desconfianza se había transmitido a sus hijas y de incontables sutiles maneras había coloreado sus sentimientos sobre la vida. Crecieron bajo la sombra de ser «diferentes» y no establecieron amistades cercanas. Gladys Farmer era la única joven de Frankfort que había frecuentado la casa del molino. Nadie se sorprendió cuando Caroline Royce, la hija mayor, se fue a China para ser misionera ni de que su madre la dejara ir sin protestar. Las mujeres Royce eran extrañas, de alguna forma, según decía la gente. Con Carrie fuera, esperaban que Enid madurara de forma más parecida a cualquier otra chica. Vestía bien, iba al pueblo a menudo en su coche y siempre estaba dispuesta a trabajar para la iglesia o la biblioteca pública.

Además, en Frankfort, a Enid se la consideraba muy guapa, un atributo que ya de por sí la humanizaba. Era delgada, con una cabeza pequeña y bien formada, una piel pálida y suave y unos grandes, oscuros y opacos ojos con largas pestañas. La larga línea que iba desde el lóbulo de su oreja hasta la punta de su barbilla otorgaba a su rostro cierta rigidez, pero para las señoras mayores, que son las mejores críticas en tales asuntos, esto significaba firmeza y dignidad. Se movía con rapidez y con gracia, rozando las cosas más que tocándolas, su figura esbelta parecía que fuera a echar a volar, como si se alejara planeando de lo que la rodeaba. Cuando la Escuela Dominical preparaba los tableaux vivants, escogían a Enid para Nydia, la chica ciega de Pompeya y para la mártir en «Cristo o Diana»[14]. La palidez de su piel, la sumisa inclinación de su frente y sus oscuros e inalterables ojos hacían a uno pensar en los «primeros cristianos». Aquella mañana de mayo, cuando Claude Wheeler subía a zancadas el camino hacia el molino, Enid estaba en el jardín, de pie junto a un enrejado para las vides construido junto a la valla, fuera de la gran sombra de los árboles. Estaba rastrillando la tierra que había sido sacada con una pala el día anterior y haciendo surcos en los que echar semillas. Desde la curva del camino, junto a los nudosos y viejos sauces, Claude vio su vestido rosa de almidón y su pequeño sombrero blanco para el sol. Se apresuró a acercarse.

—Hola, ¿estás labrando? —gritó mientras se acercaba a la valla.

Enid, que en ese momento estaba agachada, se incorporó rápidamente pero sin sobresalto alguno.

—¡Vaya, Claude! Pensé que estabas por ahí, en algún lugar del Oeste. ¡Qué sorpresa! —sacudió la tierra de sus manos y le extendió sus blancos y endebles dedos. Sus brazos, desnudos desde los codos, eran delgados y parecían fríos, como si se hubiera puesto un vestido de verano demasiado pronto.

—Acabo de llegar esta mañana. Iba caminando hasta casa. ¿Qué vas a plantar?

—Guisantes de olor.

—Tú siempre tienes los mejores de la región. Cuando veo un ramo de los tuyos en la iglesia o cualquier otro sitio, los reconozco a la legua.

—Sí, tengo bastante éxito con mis guisantes de olor —admitió ella—. La tierra es rica aquí abajo y tienen sol en abundancia.

—No son solo tus guisantes de olor: nadie más tiene unas lilas o rosas trepadoras como las tuyas y creo que eres la única que tiene una glicinia en el condado de Frankfort.

—Madre la plantó hace mucho, cuando se mudaron aquí. Tiene debilidad por la glicinia. Temo perderla en uno de estos inviernos tan duros.

—¡Oh, eso sería una pena! Cuida bien de ella. Debes de dedicar mucho tiempo a cuidar de estas cosas, de todas formas —habló con admiración.

Enid se apoyó en la valla y echó hacia atrás su pequeño sombrero.

—Quizá me intereso más por las flores que por las personas. A menudo te envidio, Claude, te interesan tantas cosas…

Él se puso colorado.

—¿Yo? Dios santo, ¡no tantas! Soy un tipo terriblemente insatisfecho. No me interesó mucho la universidad hasta que tuve que dejar de ir y luego estaba enfadado porque no podía volver; creo que llevo enfadado por ello todo el invierno.

Ella le miró con un asombro silencioso.

—No veo por qué deberías sentirte insatisfecho, eres tan libre…

—Bueno, ¿acaso tú no eres libre también?

—No de hacer lo que quiera. Lo único que realmente quiero hacer es ir a China y ayudar a Carrie en su trabajo. Madre piensa que no soy suficientemente fuerte, pero Carrie no era muy fuerte mientras estuvo aquí. Ella está mejor en China y creo que yo también lo estaría.

Claude se preocupó. No había visto a Enid desde el paseo en trineo, durante el cual había estado más alegre de lo habitual. Ahora parecía hundida en el abatimiento.

—Tienes que olvidar esas ideas, Enid, no deberías querer deambular por ahí sola de esa forma; hace que las personas se vuelvan raras. ¿Acaso no hay mucho trabajo de misionera por hacer aquí mismo?

Ella suspiró.

—Eso es lo que todo el mundo dice, pero todos nosotros tenemos una oportunidad si la aprovechamos. Ahí fuera no la tienen. Es terrible pensar en todos esos millones de personas que viven y mueren en la oscuridad.

Claude levantó la vista hacia la sombría casa del molino, oculta tras los cedros, y luego hacia los brillantes campos llenos de polvo. Sintió como si él tuviera un poco la culpa de la melancolía de Enid: no había sido muy cordial durante el último año.

—La gente puede vivir en la oscuridad aquí también a no ser que luche contra ella. Mírame a mí: te he dicho que he estado abatido todo el invierno. Todos nos mostramos cordiales pero cada uno sigue su propio camino y nunca nos encontramos. Tú y yo somos viejos amigos y, sin embargo, apenas nos hemos visto. Madre dice que le llevas prometiendo dos años subir a visitarla. ¿Por qué no vienes? Le agradaría mucho.

—Entonces lo haré. Siempre le he tenido cariño a tu madre —hizo una breve pausa, retorciendo de forma ausente los lazos de su sombrero; de repente, se lo quitó de un tirón con un movimiento rápido y le miró fijamente bajo la brillante luz—. Claude, realmente no te has convertido en un librepensador, ¿verdad?

Él soltó una carcajada.

—Vaya, ¿qué te hace pensar eso?

—Todo el mundo sabe que Ernest Havel lo es y la gente dice que tú y él leéis ese tipo de libros juntos.

—¿Tiene algo que ver con que seamos amigos?

—Sí, lo tiene: no podría sentir la misma confianza en ti. He estado muy preocupada por ello.

—Bueno, pues puedes dejar de estarlo. En primer lugar, no lo merezco —dijo rápidamente.

—¡Oh, claro que sí! Si preocuparse sirviera para algo… —sacudió la cabeza con reproche.

Claude se agarró a la valla que había entre ellos con ambas manos.

—¡Servirá de algo! ¿Acaso no te he dicho que había trabajo de misionera que hacer aquí mismo? ¿Eso es por lo que has estado tan reservada conmigo durante estos últimos años, porque pensabas que era un ateo?

—Sabes que nunca me ha gustado Ernest Havel —murmuró.

Cuando Claude dejó el molino y emprendió el camino a su casa, sintió que había encontrado algo que le ayudaría a pasar el verano. Qué afortunado había sido al encontrarse a Enid sola y haber hablado con ella sin interrupciones, sin ver la cara de la señora Royce ni una sola vez, siempre oculta bajo los polvos, mirándole de reojo desde detrás de una persiana bajada. La señora Royce siempre pareció vieja, incluso mucho antes, cuando solía entrar en la iglesia con sus hijas pequeñas, una mujer diminuta con diminutos zapatos de tacón y un gran sombrero con plumas colgando, su vestido negro cubierto de abalorios de cristal y azabache que brillaban y repiqueteaban y hacían parecer que llevara un caparazón, como un insecto.

Sí, tenía que encargarse de que Enid saliera más y se relacionase con otras personas. Pasaba demasiado tiempo con su madre y con sus propios pensamientos. Flores y misiones en el extranjero, su jardín y el gran reino de China, había algo inusual y conmovedor en sus preocupaciones. Algo bastante encantador, también. Las mujeres debían ser religiosas: la fe era la fragancia natural de sus mentes. Cuanto más increíbles fueran las cosas en que creyeran, más hermoso era el acto de creer. Para él, la historia de El Paraíso perdido era tan mítica como la Odisea; sin embargo cuando su madre se lo leía en alto, no solo era bello sino verdadero. Una mujer que no tuviera pensamientos sagrados sobre misteriosas cosas lejanas sería prosaica y vulgar, como un hombre.