Una tarde de aquella primavera, Claude estaba sentado en el tramo de escalera de granito que llevaba al State House en Denver. Había estado viendo en Colorado la colección de objetos de las tribus indias prehistóricas que vivían en cuevas construidas en acantilados y, cuando salió a la luz del sol, el ligero olor a hierba recién cortada inundó sus fosas nasales y le persuadió a quedarse un poco más. Los jardineros estaban dando al césped su primer corte. Todos los jardines de la colina brillaban con narcisos y jacintos. Una agradable y cálida brisa soplaba sobre la hierba secando las gotas de agua. Habían caído breves chubascos durante la tarde y el cielo, cuando las veloces masas de nubes permitían verlo, era de un suave y lluvioso color azul.
Claude llevaba fuera de casa cerca de un mes. Su padre le había enviado a ver a Ralph y el nuevo rancho y de ahí fue a Colorado Springs y a Trinidad. Había disfrutado de los viajes pero, ahora que estaba de vuelta en Denver, tenía ese sentimiento de soledad que a menudo sobrecoge a los chicos de campo en una ciudad, la sensación de no pertenecer a nada, de no importarle a nadie. Había deambulado por Colorado Springs deseando haber conocido a alguna de las personas que entraban o salían de las casas, deseando haber podido hablar con alguna de esas preciosas chicas que vio conduciendo sus propios coches por las calles, aunque solo pudiera cruzar con ellas unas pocas palabras. Una mañana, cuando estaba dando un paseo por las colinas, una chica en coche pasó a su lado, entonces redujo la velocidad y le preguntó si le podía llevar a algún sitio. Claude hubiera dicho que era justamente el tipo de chica que nunca se hubiera parado a recogerlo y, sin embargo, lo había hecho y había conversado amablemente durante todo el trayecto de vuelta a la ciudad. Fueron solo unos veinte minutos más o menos, pero mereció más la pena que cualquier otra cosa que hubiera ocurrido durante su viaje. Cuando le preguntó dónde le dejaba, él dijo que en el Antlers y se sonrojó tan violentamente que ella debió de saber en ese mismo instante que no se alojaba allí.
Esa tarde se había estado preguntando cuántos jóvenes desanimados se habrían sentado aquí en los escalones del State House y habrían observado el sol ponerse tras las montañas. Todo el mundo estaba siempre diciendo lo estupendo que es ser joven, pero también era doloroso. No creía que la gente mayor se sintiera alguna vez tan desgraciada. Por allí, en la luz dorada, la masa de montañas se estaban dividiendo en cuatro grupos distintos y, a medida que el sol se ponía, los picos emergían en perspectiva, uno detrás del otro. Era un esplendor solitario que solo hacía que el dolor de su pecho fuese más fuerte. ¿Qué le ocurría?, se preguntó a sí mismo lastimeramente. Debía responderse a esa pregunta antes de regresar a su casa.
La estatua de Kit Carson a caballo, en la plaza, señalaba hacia el Oeste, solo que ya no había Oeste, no en el mismo sentido. Todavía quedaba Sudamérica, a lo mejor encontraba algo por debajo del istmo. Aquí el cielo era como una tapa que cerraba el mundo; su madre podía ver santos y mártires bajo ella.
Bueno, con el tiempo superaría todo esto, suponía. Incluso su padre había sido inquieto de joven y había llegado a huir a otro país. Fue una tormenta que por fin amainó pero ¡qué lástima no haberla aprovechado para nada! Una pérdida de energía, ya que era un tipo de energía. Se puso en pie de un salto y permaneció con el ceño fruncido por la luz rojiza, tan sumido en sus pensamientos atormentados que no se percató de un hombre que subía desde los tramos inferiores y que se detuvo a mirarlo.
El extraño examinó a Claude con interés. Vio a un joven con la cabeza descubierta sobre la escalinata, con los puños apretados en una actitud contenida, el pelo rojizo, la cara morena, su figura tensa teñida de cobre bajo los rayos oblicuos. Claude se hubiera sorprendido si hubiera podido saber la imagen que percibía este extraño de él.