XIX

El tiempo, después de la gran tormenta, se comportó de forma caprichosa. Hubo un deshielo parcial que amenazaba con inundarlo todo y, después, una tremenda helada. El condado entero brillaba cubierto de hielo y la gente continuaba con sus vidas sobre una plataforma de nieve helada, bastante por encima del nivel de vida habitual. Claude sacó el viejo trineo doble del señor Wheeler de entre los montones de objetos heterogéneos que durante años habían sido colocados encima y subió los cascabeles a la casa para que Mahailey los restregara con polvo de ladrillo. Ahora que tenían automóviles, la mayoría de los granjeros había dejado que sus viejos trineos se fueran estropeando. Pero los Wheeler siempre lo conservaban todo.

Claude le dijo a su madre que pretendía llevar a Enid Royce a dar una vuelta en trineo. Enid era la hija de Jason Royce, el comerciante de grano, uno de los primeros que se asentaron y quien durante muchos años había dirigido el único lugar para moler grano del condado de Frankfort. Ella y Claude eran viejos amigos. Hacía una llamada formal a la casa del molino, como se la llamaba, cada verano durante sus vacaciones, y a menudo se pasaba para ver al señor Royce por su oficina en el pueblo.

Inmediatamente después de la cena, Claude enganchó los dos caballos negros pequeños y enjutos, Pompey y Satan, al trineo. La luna había salido mucho antes de que el sol se pusiera, había estado suspendida, pálida, en el cielo la mayor parte de la tarde y ahora inundaba de plata la tierra cubierta de nieve. Era una de esas centelleantes noches de invierno en las que un muchacho siente que, aunque el mundo es muy grande, él es incluso más grande; que bajo todo el cristalino cielo azul, no hay nadie tan sensible y cariñoso, y que toda esta grandiosidad es por él. Los cascabeles sonaron con una especie de despreocupación musical, como si se alegraran de volver a cantar de nuevo, después de tantos inviernos de estar abandonados, oxidados y atascados por el polvo en el granero.

El camino al molino, que salía de la carretera principal y bajaba hacia el río, suscitaba agradables recuerdos en Claude. Cuando era un jovencito, cada vez que su padre iba al molino, él le suplicaba que lo dejara acompañarlo. Le gustaba el molino, el molinero y la hija pequeña de este; nunca le había gustado la casa del molinero, sin embargo, y temía a la madre de Enid. Incluso ahora, mientras ataba los caballos a la larga barra de enganche, junto al cuarto de máquinas, decidió que no le convencerían para entrar en esa sala de estar tan formal, repleta de nuevos y caros muebles, donde siempre le abandonaban las energías y nunca era capaz de pensar en un tema de conversación. Si se movía, sus zapatos chirriaban en medio del silencio, y la señora Royce permanecía sentada clavando sus ojillos agudos en él; y cuanto más tiempo se quedaba, más difícil era marcharse.

La misma Enid vino a la puerta.

—¡Vaya, es Claude! —exclamó—, ¿no quieres pasar?

—No, me gustaría que vinieras a dar un paseo: he sacado el viejo trineo. Vamos, hace una noche estupenda.

—Me había parecido escuchar cascabeles. ¿Por qué no pasas y saludas a madre mientras me preparo?

Claude dijo que debía volver con sus caballos y corrió de vuelta hacia la barra donde estaban enganchados. Enid no le hizo esperar mucho, no era de ese tipo de chicas. Bajó rápidamente el camino y atravesó la puerta principal con el abrigo de piel de foca que se ponía cuando conducía su cupé en invierno.

—Vale, ¿hacia dónde? —preguntó Claude cuando los caballos echaron a andar y los cascabeles comenzaron a tintinear.

—Pues a cualquier sitio. ¡Qué noche más hermosa! Y me encantan los cascabeles, Claude, no había vuelto a oír este sonido desde que solías llevarnos a Gladys y a mí a casa desde el colegio los días de tormenta. ¿Por qué no paramos a recogerla esta noche? ¡Ahora lleva abrigos de piel, ya sabes! —Enid rio con esto último—. Todas las señoras mayores se sienten terriblemente desconcertadas con las pieles: no han logrado averiguar si tu hermano realmente se las regaló por Navidad o no. Si estuviesen seguras de que se lo compró ella misma, creo que organizarían una manifestación.

Claude hizo restallar el látigo sobre sus pequeños e impacientes caballos negros.

—¿No te cansa el modo en que están siempre fastidiando a Gladys?

—Me cansaría si a ella le importase. ¡Pero ella está tan tranquila! Tienen que tener algo con lo que entretenerse y, por supuesto, las cuentas pendientes de la pobre señora Farmer se están acumulando. Yo, desde luego, creo que Bayliss ha tenido algo que ver con el abrigo de pieles.

Claude no estaba tan entusiasmado por pasar a buscar a Gladys como hacía unos instantes. Se estaban acercando al pueblo ya y las ventanas iluminadas brillaban suavemente a través de la blancura azulada de la nieve. Incluso en un lugar tan progresista como Frankfort, las farolas de las calles se apagaban en una noche tan espléndida como esta. La señora Farmer y su hija tenían una pequeña casita blanca en la parte sur del pueblo, donde solo vivía la gente modesta.

—Deberíamos pasar a ver a la madre de Gladys, aunque sea un minuto —dijo Enid mientras paraban frente a la valla—. Disfruta tanto de la compañía…

Claude ató los caballos con el trineo a un árbol y se acercaron hasta el estrecho e inclinado porche donde las enredaderas estaban cubiertas de nieve congelada.

La señora Farmer les recibió: una mujer grande y sonrosada, cincuentona, con un agradable acento de Kentucky. Cogió con cariño a Enid del brazo, y Claude las siguió hasta la larga y humilde sala de estar, que tenía el suelo desnivelado, una lámpara en cada extremo y una escasa decoración consistente en muebles de madera de caoba desvencijados. Allí, sentado justo al lado del quemador de carbón, estaba Bayliss Wheeler. No se levantó cuando entraron, pero dijo:

—Hola, ¿qué tal? —con un tono casi avergonzado.

Sobre una mesita, junto a la cesta de costura de la señora Farmer, estaba la caja de caramelos que hasta hace poco había llevado en el bolsillo de su abrigo, todavía atada con el cordón dorado. Había una lámpara de pie junto al piano, donde Gladys evidentemente había estado practicando. ¡Claude se preguntó si Bayliss realmente fingiría tener interés en la música! En ese momento, Gladys estaba en la cocina, según explicó la señora Farmer, buscando las gafas de su madre, que las había perdido mientras copiaba la receta de un suflé de queso.

—¿Todavía consigue nuevas recetas, señora Farmer? —le preguntó Enid—. Pensé que ya podría preparar cualquier plato del mundo.

—¡Oh, ni mucho menos! —se rio la señora Farmer modestamente, mostrando que le gustaban los cumplidos—. Por favor, siéntate, Claude —le rogó a la rígida figura junto a la puerta—. Mi hija estará aquí enseguida.

En ese momento, apareció Gladys Farmer.

—Vaya, no sabía que tenía visita, madre —dijo al acercarse a saludarlos.

Esto significaba, supuso Claude, que Bayliss no se consideraba una visita. Apenas miró a Gladys cuando estrechó la mano que ella le tendió.

Uno de los abuelos de Gladys provenía de Antwerp y ella había heredado la tranquila serenidad, los carnosos labios rojos, los ojos castaños y las manos blancas y llenas de hoyuelos tan frecuentes en los retratos de las jóvenes flamencas. Algunas personas la consideraban un pelín tosca, demasiado madura y firme para llamarla guapa, a pesar de que admiraban su fino cutis con textura de tulipán. Gladys no parecía ser consciente de que su aspecto, lo pobre que era y lo que derrochaba eran tema de discusión permanente; ella iba y volvía del instituto cada día con la actitud de aquellos que disfrutan de una posición estable. Sus dotes musicales le daban una especie de autoridad en Frankfort.

Enid explicó el propósito de su visita.

—Claude ha sacado su viejo trineo y veníamos a buscarte para dar un paseo. A lo mejor Bayliss quiere venir también.

Bayliss dijo que le gustaría, aunque Claude sabía que no había nada que Bayliss odiara más que pasar frío. Gladys corrió escaleras arriba para ponerse un vestido más abrigado y Enid la acompañó, dejando que la señora Farmer conversara amablemente con sus dos incompatibles invitados.

—Bayliss nos estaba contando justamente cómo perdiste los cerdos en la tormenta, Claude. ¡Qué lástima! —dijo compasivamente.

Sí, pensó Claude, ¡Bayliss no era nada discreto con ese incidente!

—Supongo que realmente no había ninguna forma de salvarlos —la señora Farmer continuó educadamente. Su voz era suave y sonora, como la de su hija, diferente del tono alto y fuerte del oeste—. Así que espero que no dejes que eso te preocupe.

—No, no me preocupo por nada tan muerto como lo estaban esos cerdos. ¿De qué sirve? —preguntó Claude descaradamente.

—Eso es —murmuró la señora Farmer, balanceándose un poco en su silla—. Esas cosas pasan a veces y no debemos tomárnoslas muy a pecho. No es como si una persona hubiera resultado herida, ¿verdad?

Claude se movió en la silla y trató de responder a su amabilidad y a la desgastada comodidad de su larga sala de estar, que intentaba por todos los medios que resultara atractiva para sus amistades. Ninguno de los sillones o de mesas plegables que se había traído del sur se mantenía estable sobre sus cuatro patas y la pesada moldura de oro del retrato al óleo de su padre, el juez, estaba medio desprendida. Pero no llevaba muy mal su pobreza, como toda la gente del sur después de la Guerra Civil, y no se preocupaba por los pagos atrasados tanto como lo hacían sus vecinos. Claude intentó hablarle de forma agradable, pero se distraía con el sonido de las risillas sofocadas del piso de arriba. Probablemente, Gladys y Enid estaban bromeando sobre el hecho de que Bayliss estuviera allí. ¡Qué descaradas eran las chicas, de todos modos!

La gente se acercaba a las ventanas delanteras para ver pasar el trineo recorriendo tintineante de arriba abajo las calles. Cuando dejaron el pueblo, Bayliss sugirió que siguieran hasta pasar por delante de la casa de Trevor. Las chicas comenzaron a hablar de los dos jóvenes de Nueva Inglaterra, Trevor y Brewster, quienes ya vivían allí cuando Frankfort era todavía un pequeño y duro asentamiento fronterizo. Ahora todo el mundo hablaba de ellos porque, hacía unos días, había llegado una carta diciendo que uno de ellos, Amos Brewster, había muerto de forma fulminante en su bufete en Hartford. Habían pasado treinta años desde que él y su amigo, Bruce Trevor, habían intentado convertirse en grandes ganaderos en el condado de Frankfort y habían construido la casa en la colina este del pueblo, donde se dedicaban a derrochar grandes sumas de dinero alegremente. El padre de Claude siempre decía que lo que despilfarraban en irse de juerga era insignificante comparado con las pérdidas en su encomiable esfuerzo como empresarios. El campo, decía el señor Wheeler, no había vuelto a ser el mismo desde que esos chicos se fueron. Le encantaba contar el día en que Trevor y Brewster se dedicaron a las ovejas. Importaron un carnero para criar desde Escocia que les supuso un gran gasto y, cuando llegó, estaban tan impacientes por aprovecharlo al máximo que lo juntaron con las ovejas tan pronto como salió del cajón de embalaje. Consecuentemente, todos los corderos nacieron en la estación equivocada: vinieron a principios de marzo, durante una cegadora tormenta de nieve, y las madres murieron por congelación. El valiente Trevor cogió el caballo y lo espoleó por todo el condado, de un pequeño asentamiento a otro, comprando biberones y tetinas para alimentar a los corderos huérfanos.

El rico terreno alrededor de la casa de Trevor había sido arrendado a un horticultor desde hacía años ya; la cómoda casa con sala de billar anexa —algo sorprendente en esa parte del estado en su día— permanecía cerrada, con las ventanas tapadas con tablones. Estaba situada en lo alto de una loma redonda con un estupendo bosque de álamos detrás. Esa noche, mientras Claude se dirigía hacia allí, la colina, con sus árboles largos y rectos, parecía como un gorro de piel puesto bocabajo en la nieve.

—¿Por qué nadie habrá comprado y arreglado esa casa en tanto tiempo? —comentó Enid—. No se puede comparar con ninguna de las casas de por aquí. Parece la residencia adecuada para el ciudadano más distinguido del pueblo.

—Me alegro de que te guste, Enid —dijo Bayliss con voz cautelosa—. Yo mismo he sentido siempre una atracción secreta hacia este sitio. Esos tipos nunca quisieron venderla pero ahora tenían que liquidar. La compré ayer. Las escrituras van camino a Hartford para ser firmadas.

Enid se giró en su asiento.

—Vaya, Bayliss, ¿lo dices en serio? ¡Comprar la propiedad de Trevor así, de improviso, como si fuera un pedazo de tierra cualquiera! ¿Vas a reformar la casa y vivir en ella algún día?

—Lo de vivir allí, no lo sé. Está muy lejos para ir caminando hasta mi negocio y la carretera a través de este pantano se embarra demasiado como para pasar con el coche en primavera.

—Pero no está tan lejos, a menos de una milla. Si yo alguna vez fuera dueña de ese sitio, seguro que nunca dejaría que nadie más viviera allí. Incluso Carrie lo recuerda, a menudo pregunta en sus cartas si alguien ha comprado ya la casa de Trevor.

Carrie Royce, la hermana mayor de Enid, era misionera en China.

—Bueno —admitió Bayliss—, no lo compré como inversión exactamente. Pagué todo su valor.

Enid se volvió hacia Gladys, que aparentemente no estaba escuchándoles.

—Tú podrías ser la que diseñara una mansión para Trevor Hill, Gladys, siempre has tenido las ideas más originales para las casas.

—Sí, la gente que no tiene casas de su propiedad a menudo parece tener ideas sobre arquitectura —dijo Gladys en voz baja—. Pero me gusta la casa de Trevor como está. Odio pensar en que uno de ellos está muerto. La gente dice que realmente se lo pasaron muy bien allí arriba.

Bayliss resopló.

—Llámalo pasarlo bien si quieres. Los chavales aún sacaban botellas de whisky del sótano cuando yo llegué al pueblo. Por supuesto, si decido vivir allí, echaré abajo ese viejo caserón para levantar algo moderno —a menudo empleaba ese áspero tono de voz con Gladys cuando estaban en público.

Enid trató de incluir al conductor en la conversación.

—Parece que por aquí hay una división de opiniones, Claude.

—Oh —dijo Gladys despreocupadamente—, es la propiedad de Bayliss o pronto lo será. Construirá lo que quiera. Siempre he sabido que alguien me apartaría de ese lugar, así que estaba preparada.

—¿Apartarte de él? —dijo Bayliss, entre dientes, con sorpresa.

—Sí, mientras nadie lo comprara y lo estropeara, era tan mío como de cualquiera.

—Claude —dijo Enid en tono de broma—, ahora tus dos hermanos tienen su propia casa, ¿dónde estará la tuya?

—No sé si alguna vez tendré alguna. Creo que voy a recorrer un poco de mundo antes de hacer planes —contestó sarcásticamente.

—¡Llévame contigo, Claude! —dijo Gladys con un tono de hastío repentino. Ese murmullo apagado hizo sospechar a Enid que Bayliss había cogido la mano de Gladys debajo de la manta de piel de búfalo.

Un aire sombrío se instaló sobre el trineo. Incluso Enid, que no era especialmente sensible a los sentimientos latentes, se dio cuenta de la incómoda tensión. Se levantó un viento gélido, Bayliss ya había sugerido que regresaran en dos ocasiones, pero su hermano había respondido: «Pronto» y había continuado. Pretendía que Bayliss se hartara del paseo. No fue hasta que Enid susurró con reproche: «En serio, creo que deberías volver, todos nos estamos congelando», que se dio cuenta de que ¡había convertido su paseo en trineo en un castigo! Desde luego no había motivos para castigar a Enid: había hecho todo lo posible para evitar que las malas maneras de Claude llamasen la atención. Él se disculpó con torpeza en voz baja mientras la ayudaba a bajar del trineo ante la casa del molino. En el largo camino de vuelta a casa, le acompañaban los sentimientos más amargos.

Estaba tan enfadado con Gladys que no había sido capaz de decirle buenas noches. Todo lo que ella había dicho durante el camino le molestó. Si pretendía casarse con Bayliss, entonces debía deshacerse de su fingida actitud de libertad e independencia. Si no lo pretendía, ¿por qué aceptaba sus atenciones y le permitía que se acostumbrara a entrar en su casa y poner su caja de caramelos sobre la mesa como hacían todos los jóvenes de Frankfort cuando cortejaban a una chica? ¡Desde luego no lograba convencer a nadie de que le gustaba la compañía de Bayliss, ni siquiera a ella misma!

Cuando eran compañeros de clase en el Frankfort High School, Gladys era la representante de estética de Claude. No era propio de un chico ir demasiado limpio o ser demasiado cuidadoso con su forma de vestir o con sus modales. Pero si se elegía a una chica que fuera irreprochable en este sentido, hacía los deberes de Latín y el trabajo de laboratorio con ella, entonces todos los atractivos personales de ella aumentaban su prestigio. Gladys parecía apreciar el honor que Claude le concedía y no pensaba solo en sí misma cuando se ponía esos vestidos de gasa tan hermosamente planchados en las excursiones de botánica.

Al volver a casa después de ese deprimente paseo en trineo, Claude se dijo a sí mismo que en lo que a Gladys se refería, tenía que aceptar que había «picado» todo el tiempo. Él había creído en los excelentes sentimientos de ella, lo había creído sin reservas. Ahora sabía que ninguno de esos sentimientos era tan bueno como para que ella no pudiera guardárselos si al hacerlo obtenía algún provecho. Pero mientras se repetía esto una y otra vez, su antiguo concepto de Gladys, en lo más profundo de su mente, permanecía persistentemente inalterado. Y eso solo hacía que sus sentimientos resultaran aún más dolorosos. Estaba profundamente herido y por alguna razón, a la juventud, cuando resulta herida, le gusta sentirse traicionada.