XVIII

El dormitorio de Claude daba al este. A la mañana siguiente, cuando miró por la ventana, lo único que se veía eran las copas de los cedros del jardín delantero. Rápidamente se vistió y corrió hacia la ventana del oeste, al final del pasillo. Lovely Creek y el profundo barranco por el que fluía habían desaparecido, como si nunca hubiesen existido. Los pastos desiguales eran como un campo liso, excepto por unos montículos como conos de heno donde la nieve se había acumulado en torno a un poste o un arbusto.

Mahailey, rebosante de alegría, se encontró con él en las escaleras de la cocina.

—Que el Señor tiene misericordia, señorito Claude, no he podío abrir la contrapuerta, nos ha nevao rápido —parecía una vagabunda, con una chaqueta de parches de tantos colores, su pelo recogido con un antiguo «tocado» negro, del que salían hilos enredados que colgaban sobre su rostro como mechones revueltos de pelo. Reservaba esta indumentaria para los momentos de desastre; aparecía con ella cuando las tuberías se congelaban y reventaban o cuando las tormentas de primavera inundaban los gallineros y ahogaban a sus polluelos.

La contrapuerta se abría hacia afuera. Claude puso el hombro contra ella y la empujó un poco. Entonces, con el cogedor de Mahailey, quitó suficiente nieve para permitirle forzar la puerta hacia atrás. Dan atravesó pesadamente la cocina en calcetines hasta sus botas, que estaban todavía secándose detrás de la cocina.

—De seguro es una de las malas, Claude —comentó guiñando un ojo.

—Sí, supongo que no debemos intentar salir hasta después del desayuno. Tendremos que abrirnos paso apartando la nieve hasta el granero; no se me ocurrió traer las palas anoche.

To’as las palas de nieve están en el sótano, iré a por ellas.

—Ahora no, Mahailey. Danos el desayuno antes de ponerte a hacer otra cosa.

La señora Wheeler bajó prendiendo un alfiler para sujetar el chal que llevaba sobre los hombros, unos hombros que parecían más encorvados de lo habitual.

—Claude —dijo con temor—, los cedros de la parte delantera están casi cubiertos. ¿Crees que nuestro ganado habrá quedado sepultado?

Él rio.

—No, madre. El ganado habrá estado moviéndose de un lado a otro toda la noche, espero.

Cuando los dos hombres se pusieron en camino con las palas de madera para la nieve, la señora Wheeler y Mahailey permanecieron de pie en la entrada, observándolos. Durante un breve tramo desde la casa, el camino que ellos cavaban era como un túnel y las paredes blancas a cada lado sobresalían por encima de sus cabezas. En lo alto de la colina, la nieve no era tan espesa, y pudieron avanzar mejor. Tuvieron que luchar contra un segundo compacto montón antes de llegar al granero, donde se metieron para entrar en calor entre los caballos y las vacas. Dan se estaba acercando a una cálida vaca para empezar a ordeñar.

—Todavía no —dijo Claude—. Quiero echar un vistazo a los cerdos antes de hacer nada aquí.

La pocilga había sido construida en un desnivel detrás del granero. Cuando Claude llegó al final de la hondonada, luchando contra el viento que lo arrastraba, pudo examinar la situación. La hondonada estaba cubierta de nieve, lisa… excepto en el medio, donde había un hueco arrugado que parecía una gran pila de ropa de cama revuelta.

Dan soltó un grito ahogado.

—¡Diosbendito, Claude, el tejado se vino abajo! Los cerdos se habrán asfixiado.

—Lo harán si no llegamos hasta ellos enseguida. Corre a casa y díselo a madre. Mahailey tendrá que ordeñar esta mañana; y vuelve tan rápido como puedas.

El tejado era un techo de paja plano y no había podido resistir el peso de la nieve. Claude había estado dando vueltas a la idea de poner un tejado nuevo durante el otoño, pero el viejo no estaba agujereado y parecía suficientemente resistente.

Cuando regresó Dan, se turnaron, uno iba delante sacando tanta nieve como pudiera y el otro apartaba la nieve que iba cayendo por detrás. Después de una hora más o menos haciendo este trabajo, Dan se apoyó sobre su pala.

—Nunca lo lograremos, Claude. Dos hombres no podrían quitar toda esa nieve ni en una semana. Estoy casi agotado.

—Bueno, puedes volver a la casa y sentarte junto al fuego —gritó Claude duramente. Se había quitado el abrigo y estaba trabajando vestido solo con una camisa y un jersey. El sudor le caía por la cara, le dolían la espalda y los brazos, y las manos, que no podía mantener secas, estaban llenas de ampollas. Había treinta y siete cerdos en la pocilga.

Dan se sentó en la hondonada.

—Quizá si pudiera echar un trago de agua, podría aguantar hasta’el final —dijo con desánimo.

Había pasado el mediodía cuando llegaron a la porqueriza; una nube de vapor se elevó y oyeron gruñidos. Encontraron a los cerdos todos amontonados en un extremo, y sacaron a los de arriba vivos y chillando. Doce cerdos, en el fondo de la pila, se habían asfixiado. Yacían allí, húmedos y negros sobre la nieve, sus cuerpos tibios y humeantes, pero estaban muertos, no cabía duda de ello.

La señora Wheeler, con las botas de goma de su marido y un viejo abrigo, bajaba con Mahailey para ver el desastre.

—Tienen que trincar esos gorrinos y despeciarlos hoy —gritó Mahailey hacia los hombres. Estaba de pie al borde de la hondonada, con su chaqueta de parches y la capucha arrebujada. Claude, dentro del agujero, se pasaba la manga del jersey por la cara empapada.

—¿Despiezarlos? —gritó indignado—. No los despiezaría aunque no volviera a ver carne nunca jamás.

—No irá a dejar que toda esa carne de gorrino se desperdecie, ¿no, señorito Claude? —alegó Mahailey—. No tienen alguna enfermedad ni . Solo tiene que cazarlos o la carne se estropeará.

—No estará en buen estado para mí en cualquier caso. No sé lo que voy a hacer con ellos, pero estoy muy seguro de que no los voy a despiezar.

—No le molestes, Mahailey —le aconsejó la señora Wheeler—. Está cansado y tiene que instalar en algún lugar a los cerdos que han sobrevivido.

—Ya sé, señoa, pero yo misma podría cortar con facilidad uno de esos cerdos. Yo maté mi propio cerdo en una vez, en Virginia. Podría guardar los jamones, de toas formas, y los costillares. No tenemos costillares desde hace casi tanto.

Entre el dolor de espalda y el disgusto de haber perdido a los cerdos, Claude se sentía desesperado.

—¡Madre —gritó—, si no se lleva a Mahailey dentro de casa me voy a volver loco!

Esa noche, la señora Wheeler le preguntó cuánto hubieran valido los doce cerdos en dinero. Él se mostró sorprendido.

—Oh, no lo sé exactamente, al menos trescientos dólares.

—¿De verdad sería tanto? No veo cómo lo podríamos haber evitado, ¿y tú? —su cara mostraba preocupación.

Claude se fue a la cama inmediatamente después de cenar, pero no había ni estirado su cuerpo dolorido entre las sábanas cuando se dio cuenta de que se había desvelado. Había sido humillado al perder los cerdos, porque los habían dejado a su cargo; pero de la pérdida de dinero, por la que incluso su madre estaba angustiada, no parecía preocuparse. Se preguntaba si durante todo ese invierno no había estado manteniendo una actitud pueril de desprecio hacia el valor del dinero.

Cuando Ralph vino a casa por Navidad, llevaba en su dedo meñique un pesado anillo de oro con un diamante tan grande como un guisante rodeado de llamativos surcos en el metal. Admitió ante Claude haberlo ganado en una partida de póquer. Las manos de Ralph no se libraban de la grasa de motor, eran de esas manos rojas y rechonchas que no podían mantenerse limpias. Claude le recordaba ordeñando en el granero a la luz del farol: la joya soltaba brillantes destellos de color y sus dedos se parecían mucho a las ubres de la vaca. Esa imagen surgió ante él ahora, como un símbolo de a lo que conduce un próspero trabajo de granja.

El granjero cultivaba y se llevaban al mercado cosas con un valor intrínseco: trigo y maíz tan buenos como los que pudieran crecer en cualquier parte del mundo; cerdos y ganado de lo mejor. A cambio, recibía artículos de poca calidad: muebles llamativos que se rompían en pedazos, alfombras y paños que perdían el color, ropa que hacía que un hombre atractivo pareciese un payaso. La mayoría de su dinero se le iba en maquinaria, la cual también se caía a pedazos: una trilladora a vapor para el trigo no duraba mucho, un caballo duraba más que tres automóviles.

Claude estaba seguro de que cuando era un niño y todos los vecinos eran pobres, tanto ellos como sus casas y granjas tenían más personalidad. Los granjeros entonces se tomaban su tiempo para plantar magníficas arboledas de álamos negros en sus terrenos y arbustos de moreras a lo largo de los límites de sus campos. Ahora estos árboles estaban todos siendo talados o arrancados. El porqué, simplemente nadie lo sabía, empobrecían la tierra, hacían que la nieve se amontonara… ya nadie los tenía. La prosperidad trajo consigo cierta insensibilidad: todo el mundo quería destruir las cosas antiguas de las que solían enorgullecerse. Ahora, los huertos que habían sido cuidados y atendidos con tanto esmero veinte años atrás morían abandonados. Les costaba menos coger el coche para ir al pueblo en busca de la fruta que necesitaban que cultivarla ellos mismos.

La propia gente había cambiado. Podía recordar cuando todos los granjeros de la comunidad eran cordiales los unos con los otros; ahora estaban continuamente poniéndose demandas. Sus hijos eran igual de tacaños y avariciosos, o derrochadores y perezosos, y siempre estaban causando problemas. Evidentemente, hacía falta más inteligencia para gastar dinero que para ganarlo.

Mientras le daba vueltas a esta conclusión, Claude se puso a pensar en los Erlich. Julius podía ir al extranjero y estudiar su doctorado y vivir con menos de lo que Ralph gastaba cada año. Ralph nunca tendría una profesión u oficio, nunca haría ni fabricaría nada que el mundo necesitase.

No es que Claude considerara que sus perspectivas eran mejores. Tenía veintiún años y no tenía ninguna habilidad o formación, nada que jamás pudiera llevarle a estar entre el tipo de gente que admiraba. Era un torpe y patoso joven granjero e incluso la señora Erlich parecía pensar que la granja era el mejor lugar para él. Probablemente lo fuera, pero aun así él no consideraba que este tipo de vida mereciese el esfuerzo de levantarse cada mañana. No podía ver la utilidad de trabajar por dinero cuando el dinero no traía consigo nada que uno quería. La señora Erlich decía que daba seguridad; él a veces pensaba que esta seguridad era precisamente el problema de todo el mundo: una seguridad perfecta era suficiente para acabar con las mejores cualidades de las personas y desarrollar las más mezquinas.

Ernest también decía: «Es la mejor vida del mundo, Claude».

Pero si uno se iba a la cama derrotado cada noche y no quería ni pensar en levantarse a la mañana siguiente, entonces claramente se trataba de una vida demasiado buena. A su edad, asegurarse de tener tres comidas al día y bastantes horas de sueño era como asegurarse un entierro decente. Seguridad, protección; según ese razonamiento, los bebés que no habían nacido, esos que nunca nacerían, eran los que más seguridad tenían de todos, nada les podía pasar.

Claude lo sabía, y todos los demás lo sabían, aparentemente, que algo no marchaba bien en él. Había sido incapaz de ocultar su descontento. La señora Wheeler temía que fuera uno de esos visionarios que se complica la vida a sí mismo y a los demás de forma innecesaria. La señora Wheeler pensaba que el problema de su hijo era que no había encontrado todavía su Salvador. Bayliss estaba convencido de que su hermano era un rebelde moral que tras su reticencia y sus formas reservadas ocultaba las opiniones más peligrosas. A los vecinos les gustaba Claude pero se reían de él y decían que era bueno que su padre estuviera bien acomodado. Claude era consciente de que su energía, en lugar de emplearla para lograr algo, se consumía tratando de resistir circunstancias irremediables y en sus inútiles esfuerzos por someter su propia naturaleza. Cuando pensaba que por fin lo tenía todo, solo un instante era necesario para deshacer el trabajo de días. En un segundo pasaba de ser un poste de madera a ser un joven lleno de vida. Se levantaba de un salto, se daba la vuelta rápidamente en la cama o se detenía de golpe mientras caminaba, porque la vieja creencia le asaltaba con una especie de intensa esperanza, de intenso dolor: la convicción de que había algo maravilloso en la vida, ¡si tan solo pudiese encontrarlo!