XVII

La intención del señor Wheeler había sido quedarse en casa hasta la primavera, pero Ralph escribió diciendo que estaba teniendo problemas con su capataz, así que su padre salió hacia el rancho en febrero. Pocos días después de su partida, hubo una tormenta que dio a la gente tema de conversación para todo el año siguiente.

La nieve empezó a caer alrededor del mediodía el día de San Valentín; una suave, espesa y húmeda nieve que caía a rachas y se adhería a cualquier cosa. Después, por la tarde, se levantó el viento y en todos los lugares donde hubiera una cabaña, un árbol, un seto o incluso una mata de hierbajos, se empezaron a acumular montones de nieve. La señora Wheeler, que miraba con preocupación hacia los campos desde las ventanas de la sala de estar, no veía otra cosa que no fueran ventiscas de un blanco suave, que aislaban la gran casa del resto del mundo.

Claude y Dan, abajo en el corral, donde estaban preparando al rebaño con todo lo necesario para el mal tiempo, se encontraron con un aire tan espeso que apenas podían respirar. Sus oídos, sus bocas y sus orificios nasales estaban llenos de nieve, la misma nieve que les cubría las caras. Se derretía constantemente sobre sus ropas y, aun así, estaban blancos desde las botas hasta las gorras mientras trabajaban, no había manera de quitársela de encima. El aire no era simplemente frío, rozaba la congelación. Cuando entraron a cenar, las ventiscas habían amontonado tanta nieve contra la casa que llegaban a cubrir la parte de abajo de los marcos de las ventanas de la cocina y, cuando abrieron la puerta, una endeble pared de nieve se desplomó tras de ellos. Mahailey se acercó corriendo con la escoba y el cubo para barrerla.

—¿No es una tormenta hurrible, señorito Claude? Creo que el pobre señorito Ernest no vendría esta noche ¿no es así? Usted no se preocupe, cariño, yo limpiaré esa agua. Corra a poerse ropa seca y tómese un baño o agarrará un resfriado. Tié to’el depósito lleno de agua caliente, para usted —Mahailey siempre disfrutaba de un clima excepcional, del tipo que fuera. La señora Wheeler se encontró con Claude en lo alto de la escalera.

—No hay riesgo de que la nieve sepulte a los novillos a lo largo del arroyo, ¿verdad? —preguntó con preocupación.

—No, he pensado en eso. Los hemos llevado hasta el pequeño corral que está sobre el mismo nivel y hemos cerrado las puertas. La nieve llega ya por encima de mi cabeza en la parte de abajo del arroyo. No tengo ni un centímetro seco. Creo que voy a seguir el consejo de Mahailey y me voy a meter en la bañera, si puede esperarme para la cena.

—Deja la ropa fuera de la puerta del cuarto de baño y veré cómo secártela.

—Sí, por favor. La necesitaré mañana. No quiero estropear mis nuevos pantalones de pana. Y, madre, mire a ver si puede hacer que Dan se cambie. Está demasiado húmedo y empapado en sudor para sentarse así a la mesa. Dígale que, si alguien tiene que salir fuera después de la cena, iré yo.

La señora Wheeler se apresuró escaleras abajo. Ella sabía que Dan prefería pasarse toda la noche con la ropa húmeda antes que tomarse la molestia de ponerse algo seco. Intentó pasar de largo sin que ella se diera cuenta hasta su propio cuarto detrás del lavadero y pareció ofendido cuando escuchó el mensaje de boca de ella.

—No tengo ninguna otra ropa de calle, excepto mi ropa de domingo —objetó él.

—Bueno, Claude dice que saldrá él si alguien tiene que hacerlo. Creo que por esta vez tendrás que cambiarte, Dan, o irte a la cama sin cenar —ella se rio sin hacer ruido de su expresión abatida mientras él se marchaba avergonzado.

—Señora Wheeler —susurró Mahailey—, ¿no podría bajar corriendo al sótano y cogé un poco de esas estupendas conservas de fresa? El señorito Claude las adora sobre las galletas calientes. Él ya no come miel nunca más, se ha cansado de ella.

—Muy bien. Haré un buen café muy fuerte; eso le gustará más que nada.

Claude bajó sintiéndose limpio y con hambre después de haber entrado en calor. Al abrir la puerta de la escalera, olió el café y el jamón frito y, cuando Mahailey se inclinó junto al horno, el cálido aroma a galletas de chocolate subió rápidamente con el calor. Esta combinación de olores, de alguna manera, alejó la tristeza de Dan cuando volvió con el crujido de sus zapatos de domingo y un incómodo chaqué. Esto último no se le había exigido, pero se lo puso como venganza.

Durante la cena, la señora Wheeler les volvió a contar una vez más cómo, hace mucho, cuando estaba recién casada, no había carreteras ni vallas al oeste de Frankfort. Una noche de invierno se sentó en el tejado de su primera cabaña, casi durante toda la noche, atada a un poste y sujetando un farol para guiar al señor Wheeler hasta casa a través de una tormenta de nieve parecida a esta.

Mahailey atendía al grupo de la mesa mientras se movía por la cocina. Le gustaba ver a los hombres comer hasta saciarse, aunque no contaba a Dan como un hombre, ni mucho menos, y cuidaba de que la señora Wheeler no se olvidara completamente de comer, como le daba por hacer cuando se ponía a recordar cosas que habían pasado hacía tiempo. Mahailey estaba de buen humor porque sus predicciones acerca del tiempo se habían hecho realidad: ayer mismo le había dicho a la señora Wheeler que nevaría porque había visto algunos pájaros típicos del invierno. Consideraba la cena mucho más importante de lo habitual cuando Claude se ponía sus «ropajes de terciopelo», como ella llamaba a sus pantalones marrones de pana.

Después de la cena, Claude se tumbó en el sofá de la sala de estar mientras su madre leía en voz alta para él La casa desolada, una de las pocas novelas que ella adoraba. El pobre Jo se acercaba a su final cuando Claude, de repente, se incorporó.

—Madre, creo que tengo demasiado sueño, voy a tener que acostarme. ¿Cree que seguirá nevando?

Se levantó y fue a mirar fuera, pero las ventanas del oeste estaban tan tapadas por la nieve que eran opacas. Incluso desde la de la zona sur no pudo ver nada durante un rato. Entonces Mahailey debió de colocar su lámpara en la ventana de la cocina, justo debajo, porque de golpe un gran haz de luz amarilla brilló en el espeso aire, convirtiéndolo en un millón de copos de nieve que se apresuraban como un ejército, una incesante progresión moviéndose tan cerca como les era posible sin llegar a formar una masa sólida. Claude golpeó el marco congelado de la ventana con el puño, levantó la parte inferior y, sacando la cabeza, trató de mirar fuera hacia la cubierta noche. Había cierta solemnidad en una tormenta de tal magnitud, le daba a uno la sensación de infinito. La miríada de partículas blancas que cruzaban los rayos de luz de la lámpara parecía tener un silencioso propósito, parecían apresurarse para cumplir dicho propósito. Espiraban una pureza apenas perceptible, como una fragancia casi demasiado suave para los sentidos del ser humano, mientras se agrupaban sobre su cabeza y hombros. Su madre, mirando a través del brazo levantado de Claude, forzó la vista para ver a través de ese saturado movimiento y murmuró suavemente con voz trémula:

Grueso, grueso, cada vez más grueso

se heló el hielo sobre el lago y el río;

profunda, profunda, cada vez más profunda

cayó la nieve sobre todo el paisaje[13].