XVI

Ralph y su padre volvieron para pasar las vacaciones y, el día de Navidad, Bayliss vino en coche desde el pueblo para la cena. Llegó temprano y, después de saludar a su madre en la cocina, subió a la sala de estar, que brillaba con la pulcritud digna de un día festivo y por una vez, era lo suficientemente cálida para Bayliss, que tenía mala circulación y era muy sensible al frío. Recorrió la habitación de arriba abajo, las llaves tintineando en su bolsillo, y admiró los crisantemos de invierno de su madre, que aún estaban en flor. Se detuvo varias veces ante el buró pasado de moda a mirar, a través de las puertas de cristal, los libros que había dentro. Solo el ver algunos de ellos le traía recuerdos desagradables. Cuando tenía catorce o quince años, solía ponerle amargamente celoso escuchar a su madre convenciendo a Claude para que leyera en alto para ella. A Bayliss nunca le habían gustado mucho los libros, incluso antes de que pudiera leer, cuando su madre le contaba historias, él, inmediatamente, empezaba a demostrarle por qué no era posible que fueran ciertas. Más tarde, encontró la aritmética y la geografía mucho más interesantes que Robinson Crusoe. Si se sentaba con un libro, quería sentir que estaba aprendiendo algo. Su madre y Claude siempre estaban hablando delante de él sobre los personajes de los libros y los relatos que él no conocía.

Aunque a Bayliss le gustaba volver a casa, pensaba que había tenido una infancia solitaria. En la escuela rural no había sido feliz, él era el niño que siempre tenía las respuestas para los problemas cuando los demás no las sabían, y guardaba sus ejercicios de aritmética a buen recaudo en el bolsillo interior de su pequeña chaqueta, hasta que los entregaba modestamente al maestro, sin permitirle jamás a ningún vecino beneficiarse de su habilidad. Leonard Dawson y otros robustos muchachos de su misma edad hacían que su vida fuera tan espantosa como les era posible. En invierno, solían lanzarlo dentro de un montón de nieve y, entonces, salían corriendo y le dejaban allí. En verano, le hacían comer saltamontes vivos detrás de la escuela, y ponían serpientes de Gopher en su fiambrera para sorprenderle. Incluso entonces, a Bayliss le gustaba ver a uno de esos tipos meterse en algún problema del que sus enormes puños no pudieran sacarle.

Fue debido a que Bayliss era rápido con los números y demasiado pequeño para ser granjero que su padre lo envió al pueblo a aprender el negocio de las herramientas. Desde el día en que se fue a trabajar, se las apañó para vivir de su pequeño salario. Guardaba en el bolsillo de su chaleco un pequeño libro diario donde anotaba todos sus gastos —como aquel millonario sobre el que los predicadores baptistas no se cansaban nunca de hablar—, y su contribución a la caja de donativos destacaba de forma llamativa en su cuenta semanal.

En la voz de Bayliss, incluso cuando empleaba esa forma insinuante de hablar arrastrando las palabras y decía cosas desagradables, había una parte algo lastimera, la expresión de una sensación de dolor profundamente asentada. Sentía que siempre había sido incomprendido e infravalorado. Después de haberse establecido en los negocios por sí mismo, los jóvenes de Frankfort nunca le habían animado a participar en sus divertimientos: no le habían pedido que se uniera al club de tenis o al de whist. Envidiaba el magnífico físico de Claude, su incalculable e impulsiva vitalidad, como si le hubieran dado a su hermano de forma injusta lo que debería haber sido para él.

Bayliss y su padre estaban conversando antes de la cena cuando entró Claude y fue tan poco considerado como para abrir una ventana, aunque sabía que su hermano odiaba las corrientes. Al instante, Bayliss se dirigió a él sin mirarlo:

—Veo que tus amigos, los Erlich, han comprado la compañía Jenkinson, en Lincoln. Al menos ya han entregado los pagarés.

Claude le había prometido a su madre contener su mal genio hoy.

—Sí, lo vi en el periódico, espero que tengan éxito.

—Lo dudo —Bayliss sacudió la cabeza con aire sabihondo—. Tengo entendido que han hipotecado su casa. Esa señora se va a encontrar sin techo uno de estos días.

—No lo creo. Los chicos llevaban mucho tiempo queriendo montar un negocio juntos. Son todos personas inteligentes y trabajadoras, ¿por qué no les iba a ir bien? —Claude se enorgulleció de haber hablado de forma tranquila y confiada.

Bayliss entrecerró los ojos.

—Creo que les gusta demasiado la buena vida. Pagarán sus intereses y gastarán lo que les sobre en entretener a sus amigos. No vi el nombre del tipo más joven, Julius, en el aviso de constitución de sociedad, ¿le han incluido?

—Julius se va al extranjero a estudiar en otoño, quiere ser profesor de universidad.

—¿Qué problema tiene? ¿Acaso está mal de salud?

En ese momento, la campana de la cena sonó, Ralph bajó corriendo desde su habitación, donde se había estado vistiendo, y todos bajaron a la cocina para recibir al pavo. La cena continuó de forma agradable. Bayliss y su padre hablaron de política y Ralph contó historias sobre sus vecinos en el condado de Yucca. Bayliss se alegraba de que su madre hubiera recordado que a él le gustaba el relleno de ostras y la felicitó por sus pasteles de carne. Cuando vio que servía una segunda taza de café para ella y para Claude al final de la cena, dijo en tono amable y entristecido:

—Me disgusta verte tomar una segunda taza, madre.

La señora Wheeler le miró por encima de la cafetera con una sonrisa divertida y culpable.

—No creo que el café me haga el más mínimo daño, Bayliss.

—Por supuesto que sí, es un estimulante —su tono quería decir: «¡Qué puede ser peor!». Cuando decías que algo era «estimulante», no hacía falta añadir más, no había una palabra más nociva.

Claude estaba en el pasillo de arriba, poniéndose el abrigo para bajar al granero y fumar un puro cuando Bayliss salió del cuarto de estar y le detuvo para hacerle un impreciso comentario.

—Creo que hay un espectáculo musical en Hastings el sábado por la noche.

Claude le dijo que había oído algo sobre ello.

—Estaba pensando —Bayliss utilizó un tono despreocupado, como si pensara en tales cosas cada día—, que deberíamos ir en grupo e invitar a Gladys y a Enid. Las carreteras están bastante bien.

—Es un viaje muy pesado para volver tan tarde por la noche —objetó Claude. Lo que Bayliss pretendía, por supuesto, es que Claude los subiera y después los trajera de vuelta en el enorme coche del señor Wheeler. Bayliss nunca usaba su reluciente Cadillac por largas y abruptas carreteras.

—Supongo que mamá nos dejará pasar la noche a todos aquí y no tendremos que llevar a las chicas a casa hasta el domingo por la mañana. Compraré las entradas.

—Será mejor que lo hables con las chicas, entonces. Yo os llevaré, por supuesto, si queréis ir.

Claude se escabulló y salió fuera, deseando que Bayliss se las arreglara para cortejar a quien quisiera sin mezclarle a él en ello. Bayliss, que no distinguía una melodía de otra, con certeza no quería ir a este concierto y no estaba claro que a Enid Royce le interesara mucho ir. Gladys Farmer era la mejor músico de Frankfort así que probablemente le encantaría escucharlo.

Claude y Gladys eran viejos amigos, de la época del instituto, aunque no se habían visto mucho mientras él estaba en la universidad. En varias ocasiones, durante el otoño, Bayliss le había pedido a Claude que fuera a algún sitio con él un domingo para luego parar a «recoger a Gladys», como él decía. A Claude no le gustaba la idea, le asqueaba, de cualquier modo, ver que Bayliss había decidido casarse con Gladys. Ella y su madre eran tan pobres que probablemente al final lo lograría aunque, hasta ahora, Gladys no parecía animarlo mucho. Casarse con Bayliss, pensaba, sería una muy buena opción para cualquier mujer, pero Gladys era justamente la única del pueblo con la que no debía hacerlo: era tan derrochadora como pobre, aunque daba clases en el Frankfort High School por solo doce mil al año, su ropa era más bonita que la de cualquiera de las otras chicas, excepto Enid Royce, cuyo padre era un hombre rico. Sus sombreros nuevos y sus zapatos de ante eran motivo de discusión y crítica año tras año. La gente decía que si se casaba con Bayliss Wheeler, pronto le haría volver a la dura realidad. Algunos esperaban que aceptara y otros que no. En cuanto a Claude, se había mantenido alejado de la alegre salita de la señora Farmer desde el mismo momento en que Bayliss empezó a aparecer por allí. Se sentía decepcionado con Gladys. Y cuando le ofendían, rara vez se paraba a razonar sobre sus sentimientos: evitaba a la persona y el simple hecho de pensar en ella, como si fuera un punto doloroso en su mente.