XV

Claude temía la inactividad del invierno que el granjero normalmente anhelaba con placer. Hizo del partido de fútbol de Acción de Gracias un pretexto para subir a Lincoln —se fue con la intención de estar tres días y se quedó diez—. La primera noche, cuando llamó a la puerta de cristal de la sala de estar de los Erlich y les cogió por sorpresa, pensó que nunca volvería a la granja. Al acercarse a la casa aquella noche de otoño clara y con escarcha, cruzando el césped cubierto de crujientes hojas secas, se dijo a sí mismo que no debía esperar encontrar las cosas igual que siempre, pero estaban igual que siempre. Los chicos estaban holgazaneando y fumando alrededor de la mesa cuadrada con la lámpara, y la señora Erlich estaba en el piano, tocando una de las Canciones sin palabras de Mendelsson. Cuando él llamó, Otto abrió la puerta y gritó:

—¡Una sorpresa para ti, madre! Adivina quién está aquí.

Menuda bienvenida le dio y ¡cuánto tenía que contarle! Mientras estaban todos hablando al mismo tiempo, Henry, el hijo mayor, bajó las escaleras vestido para un baile colonial, con pantalones bombachos y calcetines de seda y una espada. Sus hermanos empezaron a señalar las inexactitudes de su traje, diciéndole que no podría considerarse a sí mismo un émigré francés a no ser que llevara una peluca empolvada. Henry cogió un libro de memorias del estante para probarles que, en aquella época, cuando los émigrés franceses estaban llegando a Filadelfia, empolvarse ya no estaba tan de moda.

Durante esta discusión, la señora Erlich se llevó a Claude a un lado y le contó susurrando emocionada que su prima Wilhelmina, la cantante, había sido al fin liberada de la carga del marido inválido, al que había estado soportando durante tantos años, y ahora se iba a casar con su acompañante, un hombre mucho más joven que ella.

Después de que el émigré francés hubiese salido hacia la fiesta, se pasaron por allí dos jóvenes profesores de la universidad, y la señora Erlich presentó a Claude como su «propietario de tierras» que dirigía un gran rancho allá por uno de los condados del oeste. Los profesores se marcharon temprano, pero Claude se quedó un poco más. ¿Qué era lo que hacía que la vida aquí pareciese mucho más interesante y atractiva que en ningún otro lugar? No había nada maravilloso en esta habitación, un montón de libros, una lámpara, muebles cómodos y muy usados, algunas personas cuyas vidas no eran de ninguna manera extraordinarias y, aun así, tenía la sensación de encontrarse en una atmósfera cálida y refinada, cargada de entusiasmos generosos y ennoblecida por afectuosas amistades. Le alegraba ver los mismos cuadros en las paredes; encontrar el mismo leñador suizo sobre la repisa de la chimenea, todavía inclinado sobre su montón de haces de leña; manejar de nuevo el pesado abrecartas de latón que en su momento había cortado tantas hojas interesantes. Lo cogió de encima de un libro rojo que estaba allí, uno de los volúmenes de Trevelyan sobre Garibaldi, el que Julius le había dicho que tenía que leer antes de que fuera una semana más viejo.

La tarde siguiente, Claude llevó a la señora Erlich al partido de fútbol y volvió a casa de la familia para cenar con ellos. Día tras día, iba retrasando su marcha, pero, después de las primeras noches, notaba un peso creciente en su corazón. Los Erlich tenían tantos intereses nuevos que él no podía mantenerse al día: ellos habían seguido avanzando y él había permanecido inmóvil. No era lo suficientemente vanidoso como para que esto le importara. Lo que le dolía era el sentimiento de haberse quedado fuera de todo eso, de haberse perdido en otro tipo de vida en el que las ideas juegan un papel muy poco importante. Era un extraño que entraba y se sentaba allí, pero pertenecía al gran campo solitario donde las personas trabajaban duro dejándose la espalda y terminaban agotadas como los caballos, demasiado cansadas al final del día como para pensar en algo de lo que hablar. Si la señora Erlich y su criada húngara hacían sopa de lentejas y puré de patatas y un Wiener-Schnitzel[12] para él, solo conseguían que la simple dieta de la granja pareciese más pesada.

Cuando llegó el segundo viernes, fue a despedirse de sus amigos y a explicarles que debía volver a casa al día siguiente. Al dejar la casa aquella noche, volvió la mirada hacia las rojizas ventanas y se dijo a sí mismo que era de hecho un adiós y no, como la señora Erlich cariñosamente había dicho, un auf wiedersehen. Venir aquí solo le hacía sentirse más descontento con su suerte; el débil reclamo de un tipo de vida como esta ya no existía. Debía conformarse con lo suyo, aferrarse a ello con ambas manos, sin importar lo desalentador que fuera. Al día siguiente, durante su viaje a través de los desolados campos de invierno, sintió que se adentraba cada vez más en la realidad.

Claude no había escrito diciendo cuándo regresaría a casa, pero los sábados siempre había algún vecino en el pueblo. Se volvió con uno de los chicos de los Yoeder y, desde la casa de estos, caminó hasta llegar a la suya. Le dijo a su madre que estaba contento por haber vuelto. A veces sentía como si fuera desleal hacia ella ser tan feliz con la señora Erlich. Su madre había estado apartada del mundo en una granja durante tantos años, e incluso antes de eso, Vermont no era un lugar muy estimulante en el que crecer, suponía. No había tenido oportunidad alguna, no más que las que él tuvo, de acercarse a esas cosas que hacen la mente más ágil y mantienen el sentir joven.

A la mañana siguiente estaba nevando fuera y tuvieron un largo y placentero desayuno dominical. La señora Wheeler dijo que no intentarían ir a la iglesia, ya que Claude debía de estar cansado. Él estuvo haciendo cosas por la casa hasta el mediodía, colocó las provisiones y se encargó de aquello que Dan había descuidado en su ausencia. Después de la comida, se sentó al buró a redactar una larga carta a sus amigos de Lincoln. Cada vez que levantaba la vista un momento, veía los peñascos de los pastos y la nieve cayendo suavemente. Había algo hermoso en la forma sumisa en que los campos recibían el invierno. Hacía que uno estuviera contento, y triste también. Cerró su carta y se tumbó en el sofá a leer el periódico, pero pronto se quedó dormido.

Cuando se despertó, la tarde ya se había ido hacía mucho. El tictac del reloj de la repisa sonaba alto en la habitación en calma, la cocina de carbón enviaba un cálido resplandor. Las hermosas plantas en el mirador del sur parecían más brillantes y frescas de lo habitual bajo la suave luz blanca que procedía de la nieve de fuera. La señora Wheeler estaba leyendo junto a la ventana más occidental, levantando la vista de su libro de vez en cuando para mirar hacia el cielo gris y el manto que cubría los campos. El arroyo formaba una sinuosa sima de color violeta que bajaba a través de los pastos y los árboles lo seguían como un bosquecillo negro, con un curioso copete de nieve. Claude permaneció tumbado sin hablar durante un rato, observando el perfil de su madre frente al cristal y pensando lo buena que iba a ser esta suave y persistente nevada para sus campos de trigo.

—¿Qué está leyendo, madre? —preguntó en ese momento.

Ella se giró hacia él.

—Nada demasiado nuevo. Estaba empezando a releer El Paraíso perdido. Hace mucho que no lo hacía.

—Lea en alto, ¿quiere? Por donde se haya quedado, me gusta escucharlo.

La señora Wheeler siempre leía pausadamente, otorgando a cada sílaba todo su valor. Su voz, naturalmente suave y bastante melancólica, se arrastraba por las largas cadencias y los amenazadores nombres bíblicos, todos familiares para ella y llenos de significado.

Un antro horrible, por todos los lados

acosado por un gran horno en llamas,

llamas que luz no dan, sino visibles

tinieblas que solo servían para

descubrir escenas de infortunio.

Su voz andaba a tientas como si tratara de comprender algo. La habitación se estaba volviendo cada vez más oscura a medida que recorría el pomposo catálogo de dioses paganos, tan llenos de historias e imágenes, tan inexplicablemente gloriosos. Finalmente, la luz se desvaneció del todo y la señora Wheeler cerró el libro.

—Ya está bien —comentó Claude desde el sofá—. Milton no se las habría arreglado sin los malvados, ¿verdad?

La señora Wheeler levantó la vista.

—¿Es una broma? —preguntó con picardía.

—¡Oh, no, en absoluto! Solo me sorprende que esta parte sea mucho más interesante que los libros sobre la perfecta inocencia del Edén.

—Y sin embargo, supongo que no debería ser así —dijo la señora Wheeler lentamente, como dudando.

Su hijo se rio y se incorporó, alisando su pelo despeinado.

—Sigue siendo un hecho que así es, querida madre. Y si sacara a todos los grandes pecadores de la Biblia, quitaría a todos los personajes interesantes, ¿no es así?

—Excepto Cristo —murmuró ella.

—Sí, excepto Cristo. Pero supongo que los judíos eran honestos cuando pensaron que era del tipo de criminal más peligroso.

—¿Estás tratando de enredarme? —inquirió su madre con una mezcla de reproche y diversión en el tono de voz.

Claude fue a la ventana donde ella estaba sentada y miró hacia los campos nevados, ahora poniéndose azules y desolados a medida que avanzaban las sombras.

—Lo único que digo es que incluso en la Biblia las personas que estaban simplemente libres de culpa no llegaban a nada.

—¡Ah, ya veo! —la señora Wheeler soltó una suave risita—. Estás tratando de que vuelva al tema de la fe y las buenas obras, eso es contra lo que te rebelabas cuando eras pequeño. Bueno, Claude, no sé tanto sobre ello como antes. A medida que me hago mayor, se lo dejo cada vez más a Dios. Creo que quiere salvar todo lo que es noble en este mundo y que Él conoce más maneras de hacer eso que yo —se levantó como una suave sombra y se frotó la mejilla contra la manga de la camisa de franela de él, mientras murmuraba—: Creo que Él a veces está donde menos esperaríamos encontrarlo, incluso en los corazones orgullosos y rebeldes.

Durante un instante, no se separaron el uno del otro bajo el pálido y claro rectángulo de la ventana que daba al oeste, como dos naturalezas se encuentran a veces en una misma persona y se aferran en el momento predestinado.