Las semanas siguientes fueron de mucho trabajo en la granja. Antes de que acabara la recolección del trigo, Nat Wheeler guardó la ropa en su baúl de piel, se puso su «ropa de reserva» y emprendió el camino para llevar a Tom Wested de vuelta a Maine. Durante su ausencia, Ralph empezó a equiparse para su vida en el condado de Yucca. Le gustaba darse importancia ante los comerciantes de Frankfort y nunca antes había tenido una oportunidad como esta. Compró una escopeta nueva, monturas, bridas, botas, un abrigo largo y otro corto, un conjunto de muebles para su propia habitación, una olla a presión, otro aparato de música, y lo habían enviado todo a Colorado. Su madre, a la que no le gustaba la música del gramófono y detestaba los monólogos, le suplicó que se lo llevara de casa, pero él le aseguró que se aburriría sin él en las tardes de invierno. Ralph quería el modelo más reciente que existiera, uno que llevara el nombre de un gran inventor americano.
Algunos de los ranchos próximos al de Wested pertenecían a hombres de Nueva York que llevaban a sus familias allí a pasar el verano. Ralph había oído lo de los bailes que daban y contaba con llegar a ser uno de los invitados. Le pidió a Claude que le diera su traje, ya que él no lo iba a necesitar más.
—Puedes cogerlo si lo quieres —dijo Claude indiferente—, pero no te quedará bien.
—Lo llevaré a Fritz y haré que me recorten un poco los pantalones y que metan los hombros —contestó su hermano alegremente.
Claude estaba impasible.
—Adelante, pero si ese viejo holandés le da un mal corte, tendrá un aspecto horrible.
—Creo que dejaré que pruebe. Padre no dirá nada sobre lo que he pedido para la casa, pero no le va mucho la ropa de fiesta, ya sabes —sin más, lanzó la ropa negra de Claude en el asiento trasero del Ford y corrió al pueblo para contratar los servicios del sastre germano.
El señor Wheeler, cuando regresó, pensó que Ralph se había tomado bastantes libertades en cuanto a gastos, pero el chico le aseguró que no sería adecuado poner en marcha la granja de forma demasiado modesta.
—Los granjeros de allí son todos peces gordos. Si nos presentamos escatimando cada centavo, no creerán que queremos hacer negocios.
Los vecinos del condado, que siempre se entretenían con las actividades de los Wheeler, disfrutaron de la ostentación de Ralph casi tanto como él mismo. Uno dijo que Ralph había enviado un piano nuevo al condado de Yucca, otro escuchó que había encargado una mesa de billar. August Yoeder, su próspero vecino alemán, preguntó con gravedad si podía, quizá, conseguir un puesto como empleado de Ralph. Leonard Dawson, que se iba a casar en octubre, le hizo señas a Claude un día en el pueblo y le gritó:
—¡Dios mío, Claude, no queda nada en la tienda de muebles para Susie y para mí! Ralph compró todo menos los ataúdes. Parece que va a vivir como un príncipe allí.
—No sé nada de eso —contestó Claude con serenidad—. No es asunto mío.
—No, tú tienes que quedarte en la vieja granja y hacer que cubra los gastos, lo entiendo —Leonard subió de un salto en su coche para que Claude no tuviera la oportunidad de responder.
Cuando la señora Wheeler observó la magnitud de aquellos preparativos, también empezó a sentir que la nueva situación no era justa para Claude, ya que él era el mayor y el más formal. Claude siempre había trabajado duro cuando estaba en casa y echaba una mano en el campo, mientras que Ralph nunca había hecho mucho aparte de pequeños arreglos a la maquinaria y recados en su coche. No podía entender por qué había sido elegido para manejar una empresa en la que tanto dinero se había invertido.
—Desde luego, Claude —dijo ella en tono soñador un día—, si tu padre fuera un hombre más viejo, casi pensaría que su juicio ha empezado a fallar. ¿No nos endeudaremos espantosamente a este ritmo?
—No digas nada, madre. Es el dinero de padre. No quiero que piense que yo lo codicio.
—Ojalá pudiera hablar con Bayliss, ¿ha dicho él algo?
—No a mí, no.
Ralph y el señor Wheeler hicieron otro viaje relámpago a Colorado y, cuando regresaron, Ralph trató de convencer a su madre para que le diera ropa de cama y una mantelería. Dijo que no iba a vivir como un salvaje, incluso entre las montañas de arena. Mahailey se indignó al ver la mantelería que había lavado y planchado y cuidado durante tantos años guardada en cajas. Ahora estaba de mal humor la mayor parte del tiempo y refunfuñaba sin cesar.
Las únicas posesiones que Mahailey trajo consigo cuando se fue a vivir con los Wheeler eran un colchón de plumas y tres colchas hechas con retales unidos con lana de las ovejas de Virginia, lavada y cardada a mano. Las colchas las había hecho su anciana madre y se las había dado como regalo de bodas. Los retales de cada colcha se habían cosido creando un diseño diferente: una era el popular dibujo de «cabaña de troncos», otra el de «hoja de laurel» y la tercera, la «estrella resplandeciente». Mahailey creía que esta colcha era demasiado buena para usarse y le había dicho a la señora Wheeler que la estaba guardando para «dársela al señorito Claude cuando se casara».
Dormía en su colchón de plumas en invierno, y en verano, la guardaba en el desván. A este se accedía a través de una escalera por la que, debido a su débil espalda, la señora Wheeler apenas subía. Ahí arriba, Mahailey guardaba las cosas a su manera, y era donde se retiraba a menudo para airear las sábanas que se guardaban allí o para mirar las fotos de las pilas de viejas revistas. Ralph lo llamaba con tono de burla «la biblioteca de Mahailey».
Un día en que se estaban empaquetando las cosas para el rancho del oeste, la señora Wheeler, al ir hasta los pies de la escalera para llamar a Mahailey, escapó por poco de ser aplastada por una enorme cama de plumas que se deslizó por la trampilla. Un instante después, la propia Mahailey bajaba de espaldas agarrándose a los peldaños con una mano y sujetando con la otra sus colchas.
—A ver, Mahailey —dijo entrecortadamente la señora Wheeler—, todavía no es invierno, ¿para qué estas sacando tu cama?
—Solo voya tumbarme en mi cama de prumas —soltó— o directaente no tendré ninguna. No voy a ir a dejar que el señorito Ralph se lleve mis colchas que mi madre cosió para mí.
La señora Wheeler trató de razonar con ella, pero la anciana cogió su cama en brazos y la bajó tambaleándose hasta la entrada, murmurando y sacudiendo la cabeza como un caballo que trata de librarse de las moscas.
Esa tarde, Ralph metió un barril y un fardo de paja en la cocina y le dijo a Mahailey que metiera conservas y fruta envasada y que él lo empaquetaría. Ella fue obedientemente al sótano y Ralph se quitó el abrigo y empezó a forrar el barril con la paja. Llevaba un rato haciendo esto pero Mahailey no había regresado todavía. Fue al borde de las escaleras y silbó.
—¡Yastoy yendo, señorito Ralph, yastoy yendo! No me meta prisa, no quiero romper ná.
Ralph esperó unos cuantos minutos.
—¿Qué estás haciendo ahí abajo, Mahailey? —estaba que echaba humo—, yo podría haber vaciado el sótano entero a estas alturas. Supongo que tendré que hacerlo yo mismo.
—Yastoy yendo. Se pondrá tó lleno de polvo aquí abajo —subía sin respiración las escaleras con una cesta llena de botes, sus manos y su cara manchadas de negro.
—¡Vaya, diría que está lleno de polvo! —dijo Ralph con una risotada—. Deberías limpiar tu despensa de la fruta de vez en cuando, sabes, Mahailey. Si vieras cómo tiene la suya la señora Dawson… Ahora, veamos —clasificó los botes sobre la mesa—. Vuelve a bajar la gelatina de uva. Si hay algo que odie, eso es la gelatina de uva. Sé que tienes un montón, pero no conseguirás endosármela. Y cuando subas, no olvides los melocotones en conserva. ¡Te pedí concretamente melocotones en conserva!
—No tenemos ningún melocotón en conserva —Mahailey permanecía de pie junto a la puerta del sótano, sujetando una esquina de su delantal sobre su barbilla, con una expresión de testarudez extraña, casi animal.
—¿Que no hay melocotones en conserva? ¡Qué estupidez, Mahailey! Te vi prepararlos aquí hace tan solo unas pocas semanas.
—Sé que me vio, señorito Ralph, pero ahora no quea ninguno. No tuve suerte ninguna con mis melocotones este año. Debí dejá que’es diera un poco el aire. Me dieron mucho trabajo, pero tuve que tirarlos.
Ralph estaba profundamente enfadado.
—¡Nunca había escuchado tal cosa, Mahailey! Eres más descuidada cada año. ¡Cuando pienso en toda esa fruta y azúcar desperdiciados! ¿Lo sabe madre?
La expresión de Mahailey se nubló.
—Creo que sí. Yo no desgasto el azúcar de su madre. Nunca he desgastado ná —murmuró. Su forma de hablar se volvía más extraña que nunca cuando estaba enfadada.
Ralph salió corriendo escaleras abajo hacia el sótano, encendió una lámpara y buscó en la despensa de la fruta. Y en efecto, no había melocotones en conserva. Cuando volvió y empezó a empaquetar su fruta, Mahailey permaneció de pie observándolo con una expresión furtiva, muy parecida a la que tiene un coyote encadenado cuando un chico se lo enseña a los visitantes y les dice que no huiría si pudiera.
—¡Continúa con tu trabajo! —dijo Ralph con brusquedad—. ¡No te quedes ahí mirándome!
Esa tarde, Claude estaba sentado en la plataforma del molino, abajo, junto al granero, después de un duro día de trabajo preparando la tierra para el trigo de invierno. Se consolaba a sí mismo con su pipa. No importaba cuánto lo quisiera ni cuánta pena le diera: su madre no se sentía con el valor suficiente para decirle que no podía fumar en casa. Las luces brillaban en las habitaciones del piso de arriba, en lo alto de la colina, y a través de las ventanas abiertas se oía el gruñido sonoro de un fonógrafo. Una figura bajaba sigilosa por el camino. Reconocía el débil y suave paso de Mahailey, con el delantal sobre la cabeza. Se acercó hasta él y le tocó el hombro de una forma que indicaba que lo que iba a decir era confidencial.
—Señorito Claude, el señorito Ralph tá empaquetando un barril de la gelatina de su madre y conservas para llevarlas pallá.
—Está bien, Mahailey. El señor Wested era viudo y supongo que no había nada de ese tipo almacenado en su casa.
Ella dudó por un momento y se agachó aún más.
—Me preguntó po’los melocotones en conserva que hice pa’usted, pero no le di alguno. Los escondí tos en mi vieja cocina que habíamos ponido abajo en el sótano cuando el señorito Ralph trajo la nueva. No le di las nuevas conservas de su madre, ná de eso. Le di las cosas viejas del último año que habíamos dejado y ahora usted y su madre tienen bastantes —Claude se rio.
—¡Ay, no me importa si Ralph se lleva toda la fruta de la casa, Mahailey!
Ella se echó un poco para atrás mientras decía confusamente:
—No, ya sé que no, señorito Claude, ya sé que no.
Desde luego no debería pagarlo con ella, pensó Claude cuando vio su decepción. Se levantó y le dio unos suaves golpecitos en la espalda.
—Está bien, Mahailey. Gracias por salvar los melocotones, en cualquier caso.
Ella sacudió el dedo frente a él.
—¡No se lo vaya a contar a nadie!
Él prometió que no lo haría y la observó mientras regresaba por el zigzagueante camino colina arriba.