XII

Entre la recogida del heno y la cosecha, aquel verano Ralph y el señor Wheeler condujeron hasta Denver en el coche grande, dejando a Claude y a Dan para cultivar el maíz. Cuando regresaron, el señor Wheeler anunció que tenía un secreto. Después de varios días de reticencia, durante los cuales se encerró en la sala de estar para escribir cartas, y de intercambiar palabras misteriosas y guiños con Ralph en la mesa, reveló un proyecto que acabó con todos los planes y propósitos de Claude.

En el viaje de vuelta de Denver, el señor Wheeler había dado un rodeo por abajo, hacia el condado de Yucca, Colorado, para visitar a un viejo amigo que estaba en apuros. Tom Wested era un hombre de Maine, del mismo vecindario que Wheeler. Varios años antes había perdido a su esposa. Ahora su salud no era muy buena y los doctores de Denver dijeron que debía dejar de trabajar y retirarse a zonas más bajas. Quería regresar a Maine y vivir entre su gente, pero su estado de salud lo desanimó y asustó de tal manera que no pudo ni llevar a cabo la venta de la granja ni del ganado. El señor Wheeler había ayudado a su amigo y, al mismo tiempo, había hecho un buen negocio para sí mismo. Era dueño de una granja en Maine, la parte que le correspondía de la granja de su padre que durante años había arrendado por poco más de lo que costaba mantenerla. Con el traspaso de esta propiedad y asumiendo ciertas hipotecas, había conseguido a cambio el magnífico y bien regado rancho de Wested. Le pagó un buen precio por sus rebaños y prometió al hombre enfermo llevarlo de vuelta a Maine para dejarlo cómodamente instalado. Todo esto explicó el señor Wheeler a su familia cuando les llamó al salón después de la cena en una calurosa noche en la que no corría nada de aire. La señora Wheeler, que rara vez se preocupaba por los asuntos relacionados con los negocios de su marido, preguntó distraídamente por qué habían comprado más tierra cuando ya tenían tanta que no podían cultivar ni la mitad.

—¡Típico de una mujer, Evangeline, típico de una mujer! —contestó el señor Wheeler con indulgencia. Estaba sentado dándole de lleno el resplandor de la lámpara de acetileno, con la tirilla abierta, el cuello de la camisa y la corbata estaban sobre la mesa junto a él, dándose aire con un abanico de hoja de palmera—. También querrás preguntarme por qué quiero ganar más dinero cuando no he gastado todo el que tengo.

Tenía la intención, dijo, de confiar a Ralph el rancho de Colorado y «darle al chico ciertas responsabilidades». Ralph tendría la ayuda del capataz de Wested, una mano experimentada en el negocio del ganado que había accedido a continuar con la nueva administración. El señor Wheeler aseguró a su mujer que no se estaba aprovechando del pobre Wested; la madera de la granja de Maine realmente valía una gran cantidad de dinero, pero como su padre siempre estuvo tan orgulloso de sus bosques de pinos, a él simplemente nunca le había apetecido, dijo, que una aserradora se liara a talarlos. Ahora estaba negociando una agradable y vieja granja que no aportaba nada siendo un rancho de maleza y que debía proporcionar unos beneficios de diez o doce mil dólares en los años buenos para el ganado y no muchas pérdidas en los años malos. Esperaba emplear la mitad de su tiempo allí con Ralph.

—Cuando esté fuera —comentó afablemente—, tú y Mahailey no tendréis demasiado que hacer. Podréis dedicaros al bordado, por así decir.

—Si Ralph va a vivir en Colorado y tú vas a estar fuera de casa la mitad del tiempo, no sé qué será de este lugar —murmuró la señora Wheeler, aún sin comprender.

—No tienes que saber nada, Evangeline —contestó el marido estirando su gran figura hasta que la mecedora crujió bajo su cuerpo—, será asunto de Claude cuidar de él.

—¿Claude? —la señora Wheeler apartó un mechón de su húmeda frente con una vaga inquietud.

—Por supuesto —él miraba con los ojos centelleantes hacia la figura erguida y silenciosa de su hijo en la esquina—. Has tenido suficiente teología, supongo. ¿No ambicionas ser un predicador? Este invierno pretendo dejarte a cargo de la granja y darte una oportunidad para resolver las cosas. Llevas tiempo sintiéndote insatisfecho con la forma en que se ha dirigido este sitio, ¿verdad? Vamos, pon sangre nueva, nuevas ideas, si quieres, no tengo objeción. Son caras, pero adelante. Puedes despedir a Dan si quieres y conseguir la ayuda que puedas necesitar.

Claude se sentía como si le hubieran tendido una trampa. Se cubrió un poco los ojos con la mano.

—No creo que sea capaz de dirigir este sitio de forma adecuada —dijo inseguro.

—Bueno, no crees que yo lo sea tampoco, Claude, así que nos enfrentaremos a ello. Siempre he sabido que la tierra fue hecha para el hombre así como el viejo Dawson cree que el hombre fue creado para trabajar la tierra. No me importa de qué lado te pongas con respecto a los Dawson y esta diferencia de opinión si eres capaz de conseguir sus resultados.

La señora Wheeler se levantó y se escabulló rápidamente de la habitación, intuyendo los escalones para bajar la oscura escalera hacia la cocina. Se estaba más tranquilo a oscuras allí. Mahailey estaba sentada en una esquina, cosiendo el dobladillo a los paños de cocina bajo la luz humeante de una vieja lámpara de latón, que era su propia y más apreciada lumbrera. La señora Wheeler recorría la habitación arriba y abajo en silenciosa agitación, ambas manos con fuerza contra su pecho, donde sentía un dolor físico, fruto de su compasión hacia Claude.

Ella recordaba al amable Tom Wested. Se había quedado a pasar la noche allí en varias ocasiones y había acudido a ellos en busca de consuelo tras la muerte de su mujer. Le parecía que el deterioro de su salud y su pérdida de coraje, el fortuito viaje del señor Wheeler a Denver, la vieja granja de pinos en Maine eran todo cosas que encajaban entre sí formando un nido que envolvía a su desafortunado hijo. Ella sabía que el joven había estado esperando impacientemente que llegara el otoño y que por primera vez estaba deseando con avidez regresar a las clases. Echaba de menos a sus amigos, la familia Erlich, y su mente estaba todo el tiempo en el curso de historia que pretendía hacer.

Sin embargo, esto no tendría mucho peso en las reuniones familiares, probablemente ni él lo mencionaría, y no podía presentar ni una objeción sustancial contra los deseos de su padre. Su decepción debía de ser aún más amarga.

—Vaya, esto casi le romperá el corazón —murmuró en alto.

Mahailey estaba un poco sorda y no escuchó nada, permaneció sentada levantando su labor hacia la luz, guiando su aguja con un dedal de latón, asintiendo con somnolencia entre punto y punto. Aunque la señora Wheeler apenas era consciente de ello, la presencia de la vieja criada la reconfortaba mientas caminaba de un lado al otro con su incierto y cambiante paso.

Había salido del salón porque temía que Claude pudiera enfadarse y decir algo fuerte a su padre, y porque no podría soportar verle intimidado por sus palabras. A Claude la vida siempre le había parecido difícil, sufría mucho por cosas pequeñas y ella sufría con él. Nunca se sentía decepcionada por cosas que tuviesen que ver con ella, las decisiones poco cuidadosas de su marido no la desconcertaban. Si él anunciaba que no plantaría ningún huerto ese año, ella no protestaba. Era Mahailey la que se quejaba. Si a él le apetecía comer rosbif y salía a matar un novillo, ella hacía lo posible para conservar el resto de la carne y si se estropeaba algún trozo, procuraba no preocuparse. Cuando no se encontraba perdida en la meditación religiosa, probablemente estaba pensando en alguno de los viejos libros que leía una y otra vez. Su vida íntima había desaparecido de tal modo del panorama de sus actividades cotidianas que ningún hombre imprudente y violento podía irrumpir en ella. Pero en lo que se refería a Claude, vivía en otro plano, se dejaba caer hasta la capa de aire más baja, contaminada por el aliento humano y palpitante de los sentimientos apasionados del ser humano.

Había sido siempre así. Y ahora, a medida que se hacía mayor y su carne había dejado de preocuparse por el dolor o el placer, como las figuras de cera desgastadas de las viejas iglesias, todavía se estremecía con los sentimientos de Claude y revivía por él. Las desilusiones del chico la marchitaban: cuando a él le hacían daño y sufría en silencio, ella sentía su dolor. Por otro lado, cuando estaba feliz, una ola de alegría física recorría el cuerpo de ella. Si se despertaba por la noche y le daba por pensar que él había sido feliz últimamente, se volvía a tumbar suavemente y con gratitud en el mismo hueco templado. «Descansa, descansa, espíritu perturbado», le susurraba a veces ella en su mente cuando se despertaba de esta manera y pensaba en él.

Había una luz extraña en los ojos de Claude cuando sonreía a su madre en uno de sus días buenos, como si tratara de decirle que todo iba bien en su reino interior. Ella había visto esa misma mirada una y otra vez, y siempre podía recordarla en la oscuridad, una breve y rápida mirada de color azul, tierna y un poco salvaje, como si hubiera tenido una visión o como si hubiera atisbado incertidumbres prometedoras.