Una tarde templada de mayo, Claude se sentó en su cuarto del piso de arriba de la casa de los Chapin, a copiar su tesis, que sustituiría al examen de la clase de Historia. Era una crítica al testimonio de Juana de Arco en sus nueve interrogatorios privados y el juicio público. El profesor le había asignado el tema con una pizca de humor. Aunque estas pruebas habían ido pasando de unas manos a otras muchas veces desde el siglo XV, de impasibles y fogosos, de rapsodas y cínicos, estaba seguro de que Wheeler no descartaría el caso a la ligera.
De hecho, Claude invirtió muchas horas y le dio bastantes vueltas, y por ahora parecía sin duda lo más importante de su vida. Usó una traducción al inglés del proceso, pero conservó a mano el texto en francés, y algunas de las respuestas de ella se le quedaron grabadas en el idioma en que habían sido dichas. Le pareció que eran como el discurso de los santos que se dirigían a ella, de los que Juana dijo: «La voz es bella, suave y baja, y habla en la lengua francesa». Claude consideraba que había dejado todos los sentimientos personales fuera del papel; que se trataba de una estimación objetiva de los motivos y la personalidad de la chica como indicaban la consistencia e inconsistencia de sus respuestas; y del cambio producido en ella debido a su encarcelamiento y al «miedo al fuego».
Cuando hubo copiado la última página de su manuscrito y se sentó a contemplar la pila de hojas escritas, sintió que después de todo su concienzudo estudio, realmente sabía muy poco más sobre la Doncella de Orleáns que cuando escuchó a su madre hablar de ella por primera vez, cuando era solo un niño. Había estado encerrado en casa por un resfriado, recordó, y encontró una foto de ella con armadura en un viejo libro, y lo bajó a la cocina donde su madre estaba preparando pasteles de manzana. Ella le echó un vistazo a la foto, y mientras continuaba extendiendo la masa para ajustarla a los moldes, le contó la historia. Había olvidado lo que le había dicho —debía de haber sido muy fragmentario— pero desde ese momento en adelante supo lo esencial sobre Juana de Arco y era una figura viva en su mente. Le parecía entonces tan clara como ahora, y ahora, tan milagrosa como entonces.
Era algo curioso, reflexionó, que un personaje pudiera perpetuarse así, por una imagen, una palabra, una frase; podría renovarse en cada generación y volver a nacer una y otra vez en las mentes de los niños. En aquella época, jamás había visto un mapa de Francia y tenía una muy mala opinión de cualquier lugar que estuviera más allá de Chicago. Sin embargo, estaba perfectamente preparado para la leyenda de Juana de Arco y a menudo pensaba en ella mientras recogía las mazorcas a última hora de la tarde, o cuando le mandaban al molino a por agua y permanecía de pie temblando de frío mientras la bomba helada la hacía subir lentamente. Entonces se la imaginaba de forma muy parecida a como lo hacía ahora, sobre su figura se posaba una nube luminosa, como polvo, con soldados en ella… el estandarte con los lirios… una gran iglesia… ciudades con muros.
En esta templada y agradable tarde de primavera, Claude se sentía tranquilo y reconciliado con el mundo. Como Gibbon, lamentaba haber terminado su trabajo y no era capaz de ver nada igual de interesante ante él. Pronto tendría que volver a casa. Le quedaban unos cuantos exámenes que soportar en Temple, unas cuantas noches más con los Erlich, viajes hasta la biblioteca para llevar de vuelta los libros que había estado usando y entonces se encontraría de repente con ninguna otra cosa que hacer más que tomar el tren de vuelta a Frankfort.
Se levantó con un suspiro y comenzó a colocar sus apuntes de Historia para sujetarlos entre dos cubiertas. Mirando hacia la ventana, decidió que caminaría por el pueblo y llevaría su tesis, que debía entregar ese día; el tiempo era demasiado agradable para coger el tranvía. La verdad era que quería alargar los vínculos con su manuscrito tanto como fuera posible.
Se puso en marcha por el camino, apenas se le podía llamar calle, ya que atravesaba tierras de pradera salvaje donde las arvejas estaban en flor. Claude caminaba más despacio de lo que solía, su sombrero de paja en la parte de atrás de su cabeza y el fuego del sol dando de lleno en su rostro. Sentía su cuerpo ligero en el aire perfumado y escuchaba adormilado a las alondras cantar sobre los hierbajos y los tallos de los girasoles secos. En esta estación, escuchar su canto es casi doloroso, de tan dulce. Volvería a recordar este paseo mucho tiempo después, era inolvidable para él aunque no podía decir por qué.
Al llegar a la universidad, fue directamente al Departamento de Historia Europea, donde tenía que dejar su tesis sobre una larga mesa con la pila de las de los demás. Casi lo temía y se alegró cuando, justo al entrar, el profesor salió de su despacho privado y cogió él mismo el manuscrito encuadernado, asintiendo cordialmente.
—¿Tu tesis? Ah, sí, Juana de Arco. El proceso. Lo había olvidado. Material interesante, ¿verdad? —abrió la cubierta y repasó las páginas—. ¿Supongo que la habrá absuelto basándose en las pruebas?
Claude se sonrojó.
—Sí, señor.
—Bueno, ahora debería leer lo que Michelet tiene que decir sobre ella. Hay una antigua traducción en la biblioteca. ¿Ha disfrutado trabajando en ello?
—Sí, mucho —Claude rogó al cielo para poder dar con las palabras adecuadas.
—En general, ha sacado bastante provecho de su curso, ¿no es así? Tengo interés en ver a qué se dedica el año que viene. Su trabajo me ha complacido mucho —el profesor regresó a su estudio y Claude se puso muy contento al ver que se había llevado su manuscrito con él, en lugar de dejarlo sobre la mesa junto con los demás.