Después de las vacaciones, Claude se concentró en sus lecturas en la biblioteca de la universidad. Trabajaba sentado a una mesa junto a la sala donde se guardaban los libros sobre pintura y escultura. Los estudiantes de arte, que eran todas chicas, leían y susurraban juntas en este recinto y podía disfrutar de su compañía sin tener que hablar con ellas. Eran alegres y simpáticas y a menudo le pedían que bajara algún libro o carpeta muy pesados de las estanterías, y le saludaban con entusiasmo cuando se lo encontraban por la calle o por el campus, le hablaban con la cordialidad fácil habitual entre chicos y chicas de una facultad mixta. Una de estas chicas, la señorita Peachy Millmore, era distinta a las demás, era diferente a cualquier otra chica que Claude hubiese conocido jamás. Era de Georgia y estaba pasando el invierno con su tía en B Street.
Aunque era bajita y rellenita, los movimientos de la señorita Millmore se caracterizaban por lo que podría llamarse «porte» y tenía en general mejores maneras y más discreción que las chicas del oeste. Su pelo era dorado y rizado, los pequeños tirabuzones sobre sus orejas eran del mismo color que unos polluelos recién nacidos. Sus vívidos ojos azules eran quizá un poco saltones y un generoso rubor cubría sus mejillas. Parecía que palpitaban: uno tenía el deseo de tocar sus mejillas para ver si realmente ardían. Los hermanos Erlich y sus amigos la llamaban «el melocotón de Georgia»[7]. La consideraban muy guapa y los chicos de la universidad la habían cortejado nada más llegar al pueblo. Desde entonces su popularidad había decaído en cierta manera.
La señorita Millmore a menudo se entretenía por el campus para bajar hasta el pueblo con Claude. Aunque él intentaba adaptar su larga zancada al modo ligero de caminar de ella, siempre acababa sofocándose. Siempre estaba dejando caer sus guantes, o su cuaderno de dibujo o su monedero, y a él le gustaba recogerlos por ella, y ponerle sus chanclos, que se le salían constantemente del talón. Era muy amable por parte de ella haberle distinguido con su gentileza, pensaba. Incluso le persuadió para que posara con la ropa de entrenar en la clase de Arte del sábado por la mañana, diciéndole que tenía «un físico magnífico», un cumplido que le llenó de confusión. Pero posó, por supuesto.
Claude estaba deseando ver a Peachy Millmore, la extrañaba si no estaba en la sala, encontraba bastante natural que ella le explicara por qué se ausentaba, que le contara con qué frecuencia se lavaba el pelo y cómo era de largo cuando se lo soltaba.
Un viernes de febrero Julius Erlich alcanzó a Claude en el campus y le propuso ir a patinar al día siguiente.
—Sí, voy a salir —contestó Claude—. Le he prometido a la señorita Millmore que le enseñaría a patinar. ¿Quieres venir con nosotros y ayudarme?
Julius se rio con indulgencia.
—¡Oh, no! En otro momento, no quiero interrumpir.
—¡Tonterías! Tú puedes enseñarle mejor que yo.
—Ah, no tengo el valor.
—¿Qué quieres decir?
—Sabes lo que quiero decir.
—No, no lo sé. ¿Por qué siempre te ríes de esa chica, de todos modos?
Julius simplemente hizo una pequeña mueca.
—Escribió algunas cartas terriblemente sensibleras a Phil Bowen y él las leyó en alto en el colegio mayor una noche.
—¿No le abofeteaste? —preguntó Claude poniéndose rojo.
—Bueno, pensé en hacerlo —dijo Julius sonriendo—, pero no lo hice. Eran demasiado estúpidos como para montar un alboroto por ello. Desde entonces, he estado siendo cauteloso con el melocotón de Georgia. Si alguna vez tocas ese tipo de melocotón con demasiada suavidad, se te puede quedar pegado en la mano.
—No lo creo —respondió Claude con altanería—. Simplemente tiene buen corazón.
—Puede que tengas razón. Pero me dan mucho miedo las chicas que tienen demasiado buen corazón —confesó Julius. Llevaba tiempo queriendo dejar caer a Claude estas palabras de aviso.
Claude mantuvo su cita con la señorita Millmore. De hecho, la llevó a patinar a la laguna varias veces, aunque al principio le dijo que temía que sus tobillos fueran demasiado débiles. Su última excursión fue a la luz de la luna y, después de aquella noche, Claude evitó a la señorita Millmore siempre que pudo sin resultar grosero. Ya no le parecía atractiva. Su manera de atraer a un hombre era echarse en sus brazos. Apenas se podía llamar plan, era un grado más sutil que eso. Ella ya había seducido así a un primo suyo no muy listo en Atlanta, y había sido por este asunto por lo que la habían enviado al norte. Ella no era, admitió amargamente Claude, nada discreta, aunque, cuando uno la veía por primera vez, parecía serlo. Su ávida sensibilidad no suponía ni la menor tentación para Claude. Era un chico con fuertes impulsos y detestaba la idea de que jugaran con ellos. La conversación acerca de los hombres de dudosa reputación, que su padre mantenía frente a la chimenea en casa, en lugar de corromperle, le había proporcionado un intenso sentimiento de repugnancia por la sensualidad. Tenía un sincero orgullo, casi digno de Hipólito[8].